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domingo, 17 de junio de 2018

No, tus impuestos no pagan nada

17 de junio de 2018

Las oímos una y otra. Frases como “han derrochado nuestro dinero con infraestructuras improductivas”; “los corruptos roban el dinero de los contribuyentes”; “si no hubiesen robado el dinero de los contribuyentes se podía haber pagado la construcción de x hospitales para acabar con las listas de espera en la Sanidad Pública”. Los políticos progresistas hacen malabarismos contables para demostrar que pueden mejorar las prestaciones aumentando un poco los impuestos por aquí o combatiendo el fraude fiscal por allá. ¡Si tan solo no existieran esos paraísos fiscales o los millonarios fueran un poco más generosos! Siento desilusionarlos pero sus impuestos no pagan nada.

Un recuerdo de la Reserva Federal: billetes triturados.

Tras décadas de campañas de las autoridades fiscales agradeciendo a los contribuyentes sus aportaciones a las distintas partidas presupuestarias ha llegado la hora de contarles la verdad. Hacienda no hace nada con sus impuestos. Simplemente destruye esos ahorros que con tanto esfuerzo consiguió acumular. Sé que es frustrante darse cuenta ahora de que somos víctimas de un montaje pero así es. Lejos de financiar al estado los impuestos retiran dinero de manos de los particulares reduciendo su poder adquisitivo. Este acto es útil porque permite desplazar recursos reales para usos públicos pero resulta muy desagradable para nuestros presupuestos familiares.

La función de los impuestos no es financiar al estado emisor de moneda porque éste puede crear nuevo dinero sin coste. Entonces, para qué querría el estado nuestro dinero?

La funcionalidad de los impuestos tiene que ser otra. La más importante es obligar a los agentes a aceptar el dinero que el estado utiliza para comprar los bienes y servicios reales de los que se abastece. Por tanto su utilidad fundamental es crear demanda por el dinero que crea el estado. Piénselo detenidamente por un momento. Si el estado pagara los sueldos de los funcionarios con billetes de banco, que no son otra cosa que papeles sin valor intrínseco, ¿porque estarían tan dispuestos a entregar sus horas de trabajo a cambio de ellos? Siendo la mayor parte del dinero actualmente poco más que apuntes contables en un ordenador ¿por qué están tan ávidas las empresas constructoras por conseguir esas contratas del estado? Oigan, el estado no les paga nada en lingotes de oro.

La razón es que el dinero es simplemente “aquello que sirve para pagar los impuestos”. La obligación de pagar impuestos con ella explica por qué la moneda fiduciaria tiene valor. Algo que el estado nos entrega y nosotros aceptamos, incluso buscamos de forma desesperada, porque previamente a todos nosotros nos han impuesto la obligación de pagar impuestos. En realidad el dinero es poco más que un crédito fiscal.

La verdadera función de los impuestos es por tanto conseguir que el dinero del estado sea aceptado para que éste se pueda abastecer de bienes y servicios reales. Con los billetes de banco recaudados en las campañas del IRPF el Estado puede optar por conservarlos en un almacén a la espera de ponerlos en circulación de nuevo o simplemente quemarlos o destruirlos. De hecho, si entrega Vd. un billete de 5 euros muy manoseado al Banco de España éste simplemente lo triturará y le dará otro a cambio nuevecito y recién imprimido. Ese billete viejo no sirve para nada más, es como una entrada a un partido de fútbol que ya concluyó.

Pero además de darle aceptación a nuestra moneda, los impuestos sirven para asegurar un reparto más equitativo de la renta y la riqueza en una sociedad capitalista que tiende inexorablemente a su concentración en pocas manos. Por ejemplo, los impuestos directos como el de la renta de las personas físicas o el de sociedades, retiran poder adquisitivo de las personas de mayor renta. ¿Por qué? Porque no está en el interés general que haya personas con un poder de compra desproporcionado que seguramente sustraerán del circuito productivo o que les permitiría hacer un uso ineficiente de los recursos. Pero sería un error entender esta operación como una mera transferencia de poder de compra desde los ricos hacia los pobres. El estado podría perfectamente crear nuevo poder de compra y transferirlo a las personas de menor renta sin necesidad de aumentar la recaudación fiscal con anterioridad. La finalidad de una fiscalidad directa debe ser ante todo retirar poder de compra, por ejemplo, para responder a un proceso inflacionista. Estructurar de forma progresiva los impuestos sobre la renta simplemente consigue reducir el poder adquisitivo de las rentas más altas en primer lugar.

En esta misión lo que nos debe preocupar es la equidad en el trato fiscal, dando un buen trato a las rentas más bajas y evitando la acumulación obscena de rentas y patrimonios en muy pocas manos; no unos objetivos de recaudación. No se trata de equilibrar la magnitud contable llamada déficit público que tanto obsesiona a los técnicos de Bruselas sino de utilizar las herramientas fiscales para maximizar el bienestar social. Lamentablemente eso no es lo que hace de forma eficiente el sistema fiscal español.

Siendo España uno de los países con mayor tasa de desempleo, se impone una pesada carga sobre el empleo como si el estado quisiera desincentivar la contratación de trabajadores. Se ha extendido la creencia de que era más eficaz desplumar a una gran masa de contribuyentes que perseguir a unos pocos individuos con grandes patrimonios ya que estos se volatilizarían si se les sometía a una tributación justa. Esta política se ha justificado en aras a criterios de eficiencia recaudatoria que son innecesarias. La tributación sobre las rentas debe regirse por criterios de justicia social introduciendo impuestos más progresivos y no de eficacia recaudatoria. Por ejemplo, imponiendo un tipo marginal del 90% a las rentas que superen el primer millón de euros se conseguirá lo que se pretende: eliminar las retribuciones más escandalosas, no recaudar más. No existe ninguna explicación de utilidad social para explicar que los futbolistas o los altos ejecutivos de los oligopolios obtengan rentas anuales superiores a varios millones de euros que nunca podrán llegar a gastar. Sin duda las grandes fortunas encontrarán otras formas de eludir el pago de impuestos pero también podrían diseñarse impuestos más eficaces sobre signos externos de riqueza, como viviendas de tamaño desproporcionado, vehículos de gran cilindrada o joyas. En todo caso, si estas grandes fortunas consiguen sustraer sus depósitos del control del fisco no resultará complicado para el estado reponer el dinero que se ha fugado del circuito.

La tercera función de los impuestos es informar a la sociedad del coste de determinadas actuaciones del estado. Los peajes sobre autopistas públicas no financian su construcción ni las cotizaciones a la Seguridad Social las pensiones de jubilación. Las cotizaciones a la Seguridad Social que figuran en la hoja de salarios y las cuotas patronales simplemente nos ilustran sobre el coste real de implantar el sistema de pensiones y los programas de desempleo, formación de trabajadores y situaciones de invalidez transitoria. También es conveniente que el empresario entienda que disponer de una fuerza de trabajo solo es posible si la sociedad atiende a sus necesidades de reproducción y a su manutención durante la vejez. Los peajes simplemente dan información al usuario sobre el coste real de construir esas infraestructuras. Para una buena gobernanza presupuestaria puede ser útil que el usuario comprenda que se destinan cuantiosos recursos reales a su provisión.

Una última función de los impuestos es desincentivar determinadas actividades que pueden ser nocivas para la salud pública, el medio ambiente o generan otro tipo de costes para la sociedad. Se trata de conseguir una reasignación de recursos del sector privado hacia otros usos más beneficiosos para la sociedad apartándolos de aquellos que se consideran nocivos. Los impuestos especiales sobre las labores del tabaco o sobre el alcohol, o los impuestos sobre los combustibles, que emiten gases de efecto invernadero, son ejemplos de este tipo de impuestos. El gobernante español tiene una oportunidad de luchar contra la degradación del medioambiente con los instrumentos fiscales. El estado podría demostrar su liderazgo en el cambio de modelo energético gravando pesadamente las actividades generadoras de gases de efecto invernadero y subvencionando energías más sostenibles. Sin embargo España mantiene una tributación ambiental ridícula. Según datos de la AEAT en 2014 los impuestos ambientales ascendieron a 1.625 millones de euros, apenas el 0,9% de los ingresos tributarios totales. De nuevo el objetivo no debería ser recaudatorio y el mejor indicio de su eficacia sería que las bases imponibles desaparecieran por el abandono de las actividades nocivas que se pretende desincentivar.

En conclusión, a la hora de diseñar un sistema fiscal eficiente debemos asegurarnos de que contesta satisfactoriamente alguna de las siguientes preguntas:

1. ¿Ayudan a mantener la demanda por nuestra moneda y a conservar su valor?

2. ¿Contribuyen a equilibrar el reparto de las rentas y de la riqueza?

3: ¿Aportan información a los usuarios sobre el coste de destinar recursos reales a la provisión de los bienes y servicios públicos?

4. ¿Desincentivan conductas o actividades socialmente indeseables?

Tradicionalmente las políticas sociales defendidas por los socialdemócratas tratan de conseguir recursos fiscales para que el estado luego pueda redistribuirlos. Para conquistar nuevas prestaciones sociales primero habría que aumentar la recaudación. Estas políticas son siempre insatisfactorias porque, si el estado no alcanza su objetivo de aumentar los impuestos o si decide que no es oportuno hacerlo en una determinada coyuntura, entonces se alega que el sistema no da para más y se renuncia a mejorar los servicios sociales. Sin embargo ¿cómo puede ser que habiendo médicos y enfermeros en paro no se pueda mejorar la atención sanitaria? ¿Cómo se explica que habiendo trabajadores de la construcción y maquinaria de obra que languidece sin uso no se puedan renovar nuestros colegios? ¿Recuerdan lo que ha pasado con el cuarto pilar del estado del bienestar habiendo miles de personas que habrían podido trabajar como cuidadores? Todos estos son ejemplos de cómo una escasez percibida pero no real se utiliza como excusa para deteriorar nuestro nivel de vida.

Entendiendo que el estado debe gastar primero para luego recaudar, ¿por qué no aplicar políticas de gasto que resuelven primero las necesidades sociales más acuciantes? En lugar de obsesionarnos con la redistribución deberíamos pensar en aplicar políticas de “predistribución”. Primero determinemos cuál es el nivel de gasto público deseable. Con posterioridad el estado puede decidir si necesita subir los impuestos y qué colectivos asumirán esa carga adicional si hiciera falta incrementarla.

Que el estado no necesite recaudar impuestos para financiarse no significa que el estado pueda gastar sin límites. Lo que queremos decir es que se enfrenta a restricciones reales, es decir, está limitado por las materias primas, la capacidad productiva instalada o el número de personas dispuestas a trabajar existentes en su territorio y no por su capacidad de recaudación tributaria. Por tanto, el estado dotado de soberanía monetaria no está constreñido financieramente. Es el Parlamento el que, con sus decisiones de gasto público plasmadas en los presupuestos generales del estado, financia al estado, no el contribuyente.

Lo que diferencia al estado de otros agentes es que debe fijarse, no en un saldo contable en sus libros, sino en el saldo real de la economía: el bienestar real en términos de empleo y disponibilidad de servicios públicos. ¿Puede un gobierno actuar de forma irresponsable? No, porque existe una obligación de que el gobierne gestione los recursos que se le entreguen con eficiencia y en base a criterios de sostenibilidad medioambiental. Es obligación de los gobernantes aplicar los recursos reales a los fines socialmente más útiles. Para asegurar que los gestores públicos actúen con responsabilidad contamos con procedimientos presupuestarios en los parlamentos y con un sistema de rendición de cuentas que deben orientar el empleo de nuestros recursos en pro del interés general. Por otra parte una vez que las Cortes han aprobado un presupuesto los responsables de cada departamento, ministerio, agencia, secretaría y ministerio los gerentes sí están sometidos a una restricción financiera. Deben actuar bajo la ilusión de que existe una limitación financiera. Es en el acto de formular los presupuestos generales y en el diseño de las políticas macroeconómicas cuando los gobernantes deben tener en cuenta las limitaciones de recursos reales.

“Un momento”, dirán los más informados “¿qué pasa cuando un estado voluntariamente cede su soberanía monetaria a un organismo no elegido democráticamente como el Banco Central Europeo y acepta limitaciones al déficit público?”. En este caso el estado si estará constreñido financieramente. El resultado será que tal estado buscará un equilibrio fiscal que consiste tan solo en la destrucción de los ahorros de los ciudadanos hasta dejar a unos en la pobreza y a otros en el desempleo. Pero los impuestos de los ciudadanos, aunque castigados por las políticas de austeridad, seguirán sin financiar nada. El euro fue un mal negocio para los españoles.
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¿Te ha parecido interesante el texto? Este es una reelaboración de una sección de mi libro, La Moneda del Pueblo, que puedes comprar en la Editorial El Viejo Topo.

sábado, 2 de junio de 2018

El retorno del pleno empleo

Stuart Medina y Esteban Cruz. Miembros de Red MMT

No lo leerán ustedes en los medios de mayor difusión en España. El País no lo ha mencionado; tampoco El Mundo o La Vanguardia. No ha abierto los telediarios de TVE, La Sexta, Antena 3, Telecinco o Cuatro. El silencio en los partidos y sindicatos participantes en las marchas del 1 de mayo es bochornoso. Sin embargo, éste es quizás el acontecimiento político más relevante para desarmar el neoliberalismo de las últimas décadas: el retorno del pleno empleo a la agenda política.

Con gran audacia, hace dos semanas el senador por Vermont y aspirante a la candidatura demócrata para la presidencia de los Estados Unidos, Bernie Sanders, ha anunciado un plan que ofrecerá a toda persona que desee trabajar un empleo retribuido con un salario de quince dólares a la hora y prestaciones sociales tales como seguro médico y vacaciones. El Plan de Trabajo Garantizado es el mecanismo opuesto a la regulación neoliberal de la economía, la herramienta antagónica a una estrategia basada en el desempleo y la precariedad. La propuesta de Sanders es recibida en España en silencio entre aquellos que sueñan con alcanzar la zanahoria de la redistribución: solo hay que perseguir al dinero allá donde está con mayor convicción y echar a los corruptos de las instituciones. Hay un problema de corrupción y habrá que afrontarlo con las herramientas judiciales adecuadas, pero el problema a nivel macroeconómico no es la corrupción. Seguramente podamos achacar esta falta de interés por el terremoto que ha producido en los medios y el debate político del mundo anglosajón la propuesta de Sanders al compromiso de la izquierda europea con la Unión Económica y Monetaria. Esta impermeabilidad hacia el plan de garantía de empleo de Sanders contrasta con, por ejemplo, cómo buena parte de la izquierda se subió al carro de Syriza, los cantos de sirena que llegan desde Portugal, o el abortado experimento finlandés de Renta Básica Universal.

El Plan de Trabajo Garantizado se deriva del análisis de la teoría monetaria moderna (TMM). El senador Sanders cuenta entre sus asesores con la economista Stephanie Kelton, una de las principales exponentes de esta corriente y eso se nota. De ser una escuela heterodoxa y desconocida antes de la crisis, aspectos de la TMM han empezado a ser asumidos por el mainstream económico.

La TMM expone fielmente el funcionamiento de nuestro sistema monetario. Puede resultar inaudito, pero un estado emisor de la divisa en régimen de monopolio no está sometido a ninguna restricción presupuestaria. No necesita sacarles a los ricos los recursos que financian políticas sociales, en primer lugar, porque esto es una confusión en torno a la operatividad del circuito monetario, de los flujos y reflujos que tienen lugar desde que se introduce el dinero en la economía hasta que es retirado. El sector público puede sostener el gasto total que permite no despilfarrar nuestras energías dejándolas paradas, comprando todo aquel trabajo a la venta en su propia moneda que no encuentre acomodo en el sector privado. Esto es una limitación real, no financiera, que por supuesto afecta de forma diferente a cada país.
¿Qué es el plan de trabajo garantizado (TG)?

Si es usted un parado de larga duración ¿vendería su fuerza de trabajo al sector público si le ofrecieran un empleo retribuido con un salario de, digamos, 10 euros la hora? El Plan de Trabajo Garantizado es sencillamente eso: el compromiso de que el estado, de forma descentralizada, diseñe programas de empleo socialmente útiles donde puedan integrarse todas aquellas personas que no consigan encontrar un trabajo en el sector privado. El estado se convierte así en empleador de último recurso. Se trata de resolver de forma directa un problema que ni las subvenciones, ni las ineficaces políticas activas de empleo, ni la adaptación de los currículos universitarios al mercado laboral, ni las reducciones de cuotas de cotización a la Seguridad Social consiguen resolver de forma indirecta. Ninguna de estas medidas es capaz de acabar con un fenómeno monetario como es el desempleo, síntoma de que el gasto total en la economía es insuficiente; solo aspiran a reorganizar la cola del paro o, como está pasando, dividir entre varios el empleo que ya existe.

Como se pueden imaginar, el anuncio de Bernie Sanders ha sido recibido con feroces críticas desde el conservadurismo y el neoliberalismo. El establishment no puede soportar la idea de que el estado desarrolle políticas a favor de la mayoría social, dotando a la democracia de herramientas que permitan construir el proyecto social que decida la ciudadanía. Los programas de empleo garantizado socializan la inversión, arrebatan a las decisiones privadas el monopolio sobre a qué se dedican nuestras fuerzas, permitiendo que no sea más rentable derrochar nuestras energías que utilizarlas. Esto suplantaría la guía inmanente del lucro por el bienestar social; y destronaría la relación parasitaria que promueve la competencia entre empresas bajando costes laborales primando en su lugar la innovación. Si una empresa no puede retribuir dignamente a sus trabajadores no debe existir, y si se les presenta a los trabajadores una alternativa la explotación propia o ajena deja de ser justificable. Supondría el fin de la precariedad tanto en su forma tradicional como en su moderna versión “colaborativa”. La “uberización” de la economía sería desactivada de raíz.

La propuesta ha sido tildada de comunista, ignorando que el desempleo es un fenómeno monetario que solo puede darse en un régimen capitalista y que, ya en los años 30 del siglo pasado, Roosevelt aplicó recetas similares como el Works Progress Administration. Podemos aceptar esta caricaturización como algo positivo. Reconocemos que este ajuste institucional podría ser un paso hacia el socialismo, ahora desactivado mediante la imposición de restricciones al presupuesto público para neutralizar la voluntad popular. Equipándola de una herramienta como el Trabajo Garantizado, las prioridades de la sociedad podrían hacerse efectivas: se recuperarían entornos naturales degradados en vez de incentivar fiscalmente la construcción de proyectos del estilo de Eurovegas; se cuidaría de las personas desvalidas en lugar de acometer una devaluación interna para atraer empresas de atención al cliente en las que las multinacionales externalizan sus servicios; se reconstruiría el valioso patrimonio cultural de nuestros pueblos para crear un turismo diferente a los negocios que crecen alrededor del turismo de borrachera estimulado por los precios bajos; o se podría implantar un programa de traslado gratuito a centros de salud de personas necesitadas de atención sanitaria. Los programas de Trabajo Garantizado permitirían acometer proyectos que fueran carbono-neutrales y sostenibles, sustituyendo procesos productivos que esquilman el medioambiente. La implantación de negocios privados debería responder a las demandas de los consumidores, no ser auspiciados bajo la iniciativa pública devaluando nuestra sociedad con la excusa de que crean empleo, inflando las expectativas de beneficios a demanda de los inversores a costa de los trabajadores.

También se ha reprochado que la garantía de empleo sería inflacionista. En realidad, es un potente instrumento de estabilidad macroeconómica que proporciona un anclaje a los precios y el valor de la moneda en base a una sustancia común a la producción de bienes y servicios: el trabajo. Si el estado dice que paga 10 euros por hora de trabajo está fijando el valor de su moneda (1 euro=6 minutos de trabajo). Funciona también como un mecanismo automático de gestión del ciclo económico al expandirse o contraerse en función de las expectativas privadas. La cantidad de gasto destinada a estos programas no es discrecional pues dependerá de la demanda que surja del sector privado al citado salario. En un ciclo bajista los empresarios despedirán trabajadores que podrían incorporarse a uno de estos programas estabilizando el gasto agregado. En un ciclo alcista los empresarios podrían contratar trabajadores entre las personas productivamente empleadas por el sector público y, por tanto, con sus capacidades sociales y técnicas actualizadas, en lugar de personas desganadas y con habilidades oxidadas tras un período de paro prolongado. Mientras se mantengan o aumente la productividad de los trabajadores no tiene por qué producirse ninguna tensión inflacionista.

La denuncia principal sobre cómo financiar estos programas de garantía laboral es por definición descabellada, dado que es imposible que el monopolista de la emisión de la moneda caiga en la insolvencia. En cualquier caso, insisten los críticos, garantizar el pleno empleo es tan costoso que sería inasumible. ¿De verdad pretenden que mantener recursos ociosos, despilfarrando las fuerzas productivas del país, es más “eficiente”?

Ya estamos pagando altísimos costes por culpa del desempleo, tal y como siempre insiste Pavlina Tcherneva, una de las investigadoras sobre Trabajo Garantizado más notables. No nos referimos solo a la prestación de desempleo en la que el cicatero estado social español gastó algo más de 18.600 millones de euros en 2016 (el 1,8% del PIB). En la cuenta del desempleo hay que sumar otros costes de oportunidad como los años de vida saludable perdidos por culpa de enfermedades que podían haberse evitado, puesto que es sobradamente conocido que las situaciones de desempleo prolongado y precariedad acaban socavando la salud mental y física de las personas víctimas de la depresión, el estrés y la exclusión social. También pagamos un precio en forma de mayor criminalidad. España tiene 130,7 personas encarceladas por cada 100.000 habitantes, cuando la mediana europea es de 117. Aunque hemos reducido gradualmente las tasas de encarcelamiento gracias a reformas del código penal, España mantenía en 2016 a más de 60.000 personas encarceladas en un sistema penitenciario al cual se dedicaron más de 1.546 millones de euros. Es decir, por cada preso gastamos 2.000 euros al mes, más que los 800 euros que reciben de media los parados beneficiarios de una prestación. No afirmamos que todos los encarcelados lo sean por culpa del deterioro de la economía durante la crisis, pero sí que una gran parte de ellos no habrían delinquido si hubiesen tenido otras alternativas. Pero el coste es aún mayor si computamos los años de producción potencial perdidos, los proyectos personales suspendidos, los hogares y familias que han dejado de formarse, la merma de las capacidades productivas de la fuerza de trabajo, y podríamos seguir. Estos son los costes reales, los daños irreparables ocasionados por no disponer del acceso a los instrumentos para movilizar nuestras fuerzas simplemente por la oposición de las élites a los cambios sociales que ello ocasionaría. Quieren trabajadores disciplinados y simples consumidores, no una sociedad de ciudadanos que toman las riendas de cómo y en qué sociedad vivir.

Los ataques acaban de empezar y el senador Sanders no podía ignorar que llegarían. Sin duda, Sanders es un político hecho de una pasta especial. Le habría resultado más fácil ajustar su discurso a la actualidad sensacionalista, a propuestas descafeinadas que la maquinaria de la oligarquía no concibe como amenazas, o a cuestiones identitarias que se centran en lo que diferencia a las clases populares desviando el foco de atención desde las condiciones que las someten los designios de las élites. La capacidad de Sanders para alejarse de la mojigatería centro-izquierda debe valorarse, más si la comparamos con aquella izquierda que habla de soberanía y hacienda solo para aceptar una austeridad light y crear un falso dilema entre partidas presupuestarias y regiones, buscando torpemente encontrar el dinero allá donde se esconde en vez de ir a su origen. Necesitamos una Hacienda Funcional para alcanzar el pleno empleo transformando nuestra sociedad democráticamente, no unos confundidos aspirantes a Robin Hood.