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domingo, 9 de septiembre de 2018

Los socialistas se enredan en la trampa presupuestaria. Dos críticas

Artículo publicado inicialmente en Cuarto Poder el 25 de agosto de 2018
Stuart Medina y Manolo Monereo.

Crítica moral: la comodidad de culpar a otros de tus propios errores

En psicología se describe la proyección negativa como un mecanismo de autodefensa en el que se atribuyen a otros nuestras culpas o defectos. Este verano el nuevo gobierno del PSOE ha presentado una propuesta de senda de consolidación fiscal y ampliación de techo de gasto que ha sido rechazada por Unidos Podemos y otros socios parlamentarios del gobierno. Sánchez señala a los partidos que le prestaron sus votos: “Quieren desgastar al Gobierno golpeando a la ciudadanía”. Con tal acusación Pedro Sánchez descarga su culpa ante la opinión pública. Olvidan los socialistas que ellos mismos fueron quienes se tendieron la celada presupuestaria.

En 2011 Pedro Sánchez era un diputado del grupo parlamentario socialista en el Congreso. El 26 de agosto de 2011 participó en la reunión en la que se propuso la reforma del artículo 135 de la Constitución. En ella participaron Elena Valenciano, Javier Moscoso, Carlos Mulas, Pedro Sánchez y el jefe de gabinete de Zapatero. Días después se registró la reforma en el Congreso que fue apoyada con entusiasmo por el diputado Sánchez. En la hemeroteca encontramos un artículo del actual presidente publicado en El Periódico de Catalunya del que extraemos estos párrafos:

“Nunca creí que lo que diferenciara a la izquierda y la derecha fuese el tamaño del déficit público. La estabilidad de las cuentas es un principio de buen gobierno. Establecido el marco, el debate político entre la izquierda y la derecha debe girar en lo que de verdad importa a la ciudadanía: cuánto ingresas y cuánto y cómo lo gastas.
La estabilidad no está reñida con la justicia social, al contrario, la alimenta al garantizar la sostenibilidad del Estado del bienestar“.

Por ignorancia o convicción Sánchez fue cómplice de la más nefasta reforma de la Constitución de 1978. Ésta fue posible gracias a que el bipartidismo reunía en 2011 una mayoría suficiente como para reformar por la vía exprés y sin debate nuestra carta magna, un hecho que quizá nunca se repita y por ello será irreversible.

La fatalidad se vuelve sobre un partido que plantó los cimientos de la austeridad sobre los cuales luego el PP levantó un edificio construido con el hormigón armado de la ley orgánica. La reforma del artículo 135 priorizaba el pago de la deuda pública y confinaba el déficit público estructural al límite que marcaría la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. Esta ley es la criatura congénitamente tarada de la reforma constitucional. Esa misma ley es la que impone en su artículo 30 un límite en el gasto no financiero “coherente con el objetivo de estabilidad presupuestaria”.

Pese al sesgo de austeridad de este nuevo marco legal podría pensarse que un gobierno socialista lo aplicaría con menor rigor que su predecesor ultraconservador. Sin embargo, el historial de los miembros de este gobierno sugiere que no deberíamos hacernos muchas ilusiones acerca de su posicionamiento fiscal. Nada indica que el Gobierno de Pedro Sánchez vaya a salirse del guion marcado por la jerarquía bruselense. Ya resultó ominoso que Nadia Calviño fuese recibida con aplausos cuando se comprometió, en un auto de fe ante la curia bruselense, con la estabilidad presupuestaria y el cumplimiento de mal llamado “objetivo de déficit”. Recordemos que Nadia Calviño ha desempeñado anteriormente el papel de celosa centinela de las lindes marcadas al gasto fiscal por las autoridades europeas en calidad de Directora General de Presupuestos, bajo el mando del comisario europeo alemán Günther Oettinger. Éste es más célebre desde que hace pocas semanas se jactara de que los mercados pondrían en su sitio a los italianos. La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, es otra conocida obsesa del rigor presupuestario.

Este gobierno se ha posicionado como más “virtuoso” fiscalmente que el anterior afirmando su intención de incrementar el gasto social solo si puede ser financiado con un aumento de los impuestos. Veremos un poco más adelante cómo esto está muy lejos de ser una política progresista. Como mucho el gobierno del PSOE nos ofrece una “austerity lite” a la portuguesa. Así es cómo hay que interpretar que el Gobierno considerase poco realista la senda de reducción de déficit propuesta por el ministro Montoro. No nos equivoquemos: a los socialistas jamás se les pasaría por la cabeza la “irresponsabilidad” de aumentar el déficit público. No olvidemos que para el dogma vigente lo responsable es reducir el déficit y por eso el observatorio creado por el anterior Gobierno para vigilar la senda de consolidación fiscal se llama Agencia Independiente de Responsabilidad Fiscal. Rigor presupuestario, responsabilidad fiscal, esas virtudes cardinales tan elogiadas por economistas y comentaristas moralizantes y que, sin embargo, tanto daño causaron a la sociedad. La maldita fábula de la cigarra y de las hormigas es la moralina que ha justificado siempre condenar a media humanidad al desempleo y la pobreza.

Pese a todo, el Gobierno ha dado muestras de “buena voluntad” tratando de ampliar el techo de gasto en 6.000 millones de euros (el 0,5% del PIB). Se cuenta que la ministra de Economía, “Nadia Calviño, había desplegado una frenética actividad en Bruselas para pactar una nueva senda con el comisario francés Pierre Moscovici” y que éste “dio su visto bueno a cierta relajación. Pero con una condición: presentar un presupuesto creíble en los capítulos de ingresos y gastos el próximo otoño”. Los compromisos presupuestarios con Bruselas consisten en que un cargo no electo como Moscovici se pueda enseñorear con tales exigencias. El credo económico actual nos dice que la Política Económica no es cosa que deba dejarse en manos de políticos electos. La cultura de la austeridad es profundamente antidemocrática pues se trata de sustraer del debate político las decisiones sobre política fiscal.

Nos informa el medio de propaganda más afín al PSOE que ahora el gobierno se ve “obligado” a un ajuste adicional que eleva el total de los recortes a 11 millardos de euros. Parece ser que somos la vergüenza de Europa porque el “Gobierno del PP dejó el déficit público en el 3,1% del PIB el año pasado: el mayor de Europa, por encima de Grecia y de todos los demás países del euro, con España convertida en el único país que sigue en el brazo correctivo del Pacto de Estabilidad”. Quizás sea una persona trasnochada pero pienso que a un progresista lo que debería darle vergüenza es la segunda tasa de desempleo más elevada de Europa; el hundimiento de la tasa de natalidad porque los jóvenes no pueden plantearse formar hogares con los sueldos de miseria que les ofrece el mercado laboral; o que nos hayamos convertido en el quinto país más desigual de la UE.

La perplejidad del gobierno de Sánchez ante la reacción de sus aliados parlamentaros, empeñados en discutir estos límites, revela las contradicciones irresolubles entre la Europa tecnocrática de los tratados que considera los límites de déficit como un dogma de fe inapelable y las pretensiones de un parlamento, supuesta sede de la soberanía popular, reducido —nolis, velis— a mero sancionador de las decisiones de Bruselas. En nuestra época asistimos a los últimos estertores de la democracia ante la indiferencia de la mayoría.

Paradójicamente el PSOE de Pedro Sánchez podría beneficiarse de una negociación que resultara en una senda de reducción de déficit más laxa. Cumplir con las exigencias de Bruselas podría dificultar nuestra recuperación o incluso conducirnos a una nueva recesión y eso podría llevar al PSOE al panteón de los partidos socialdemócratas europeos. La osadía de obedecer al parlamento y no a Bruselas, en cambio, permitiría desarrollar políticas sociales progresistas. El debate y la negociación parlamentarios, aunque resulten ruidosos y enrevesados, pueden dar resultados superiores a la orden ejecutiva emitida por un comisario. Un pequeño paso han dado aceptando la propuesta de Unidos-Podemos para que se elimine el veto que la Ley de Estabilidad Presupuestaria daba al Senado, es decir, al PP:

Crítica técnica: superar la fijación neurótica por la estabilidad presupuestaria

Pedro Sánchez y la reforma 135 de la Constitución son hermanos siameses. Juntos fueron concebidos, paridos y criados. El presidente del Gobierno actual nunca podrá escindirse de la misión de alcanzar el equilibrio presupuestario. Están orgánicamente conectados por las arterias, las venas y el tejido cutáneo del pensamiento económico neokeynesiano y, si uno muere, el otro también.
La estabilidad presupuestaria se ha convertido en una verdadera enfermedad nerviosa de los políticos europeos. Pero el guarismo que indica la fracción que representa el saldo contable llamado déficit sobre el PIB guarda poca relación con el bienestar de los ciudadanos. Esta neurosis contemporánea es dañina porque lleva a la destrucción del ahorro privado y contribuye a aumentar la desigualdad.
Para entender por qué hay que partir del concepto de sectores institucionales. Para el análisis macroeconómico resulta útil la agrupación de los agentes que desempeñan una función similar. Las administraciones públicas prestan servicios públicos y recaudan impuestos. Los hogares consumen y aseguran la reproducción de los trabajadores, las empresas obtienen financiación que los capitalistas anticipan para la producción de bienes y servicios que luego venden a los demás sectores cuando concluye el ciclo productivo. En esta fase recuperan el dinero invertido, probablemente incrementado por los beneficios que esperaban obtener con el que podrán recompensar a los capitalistas. Entre estos sectores se producen compraventas de bienes y servicios pero también flujos financieros. Asimismo se cierran negocios entre los sectores domésticos y los extranjeros. Las transacciones que se producen entre unos sectores y otros afectan a sus respectivos balances. Es imposible que las decisiones que tome un sector no afecten a los demás porque todos están conectados por una densa red de negocios.

Presten atención al siguiente gráfico que he preparado a partir de datos que publica el Banco de España. Simplemente muestra los activos financieros netos que detentaban cuatro sectores institucionales entre los años 2010 y 2017: administraciones públicas, instituciones financieras, exterior y privado doméstico constituido por empresas y hogares. Observen que el gráfico es perfectamente simétrico. Eso quiere decir que las deudas de unos son los activos financieros de otros como es lógico.



Como pueden comprobar el sector exterior (barras verde oscuro) tiene una posición financiera neta positiva: los españoles les debemos a los extranjeros más de lo que ellos nos deben. Durante varios años mantuvimos un déficit comercial, sobre todo con países como Alemania, China o Países Bajos cuyo modelo de crecimiento es adicto al superávit comercial perpetuo.

Contemplen las barras amarillas. Corresponden al sector privado, integrado por empresas y hogares. Cuando empezó la crisis el sector privado doméstico estaba muy endeudado con el exterior. Ese endeudamiento excesivo fue impulsado por los bancos que hincharon una burbuja de crédito entre 1997 y 2007. Los depósitos bancarios creados por las entidades financieras se utilizaron para comprar bienes producidos en el extranjero. Estos depósitos acabaron en manos de empresas y bancos del núcleo exportador europeo en su mayor parte. El pinchazo de esa burbuja de crédito en 2008 fue la causa del colapso de la demanda interna que nos llevó a la crisis. El economista de Nomura, Richard Koo, ha estudiado este tipo de “crisis de balance” y concluye que, si el sector privado está demasiado endeudado, hay que aplicar políticas que ayuden a reducir sus pasivos. Para que un sector se desendeude otro tiene que endeudarse o desahorrar. Es como un balancín donde, si uno sube, otro tiene que bajar.

Si partíamos de un endeudamiento excesivo del sector privado solo había dos formas de reparar sus balances: reducir nuestro déficit exterior o endosarle las deudas al sector público.
Lo primero era complicado porque no dependía solamente de nuestra voluntad. Como en el pasodoble, en el comercio exterior hacen falta dos para bailar. En parte el sector exterior contribuyó a mejorar la situación financiera de nuestras familias y empresas, pero esto fue sobre todo porque nosotros disponíamos de menos financiación para comprar bienes del extranjero. También aumentamos nuestras exportaciones, es decir, dedicamos una mayor parte de nuestra producción a satisfacer los deseos de consumo de los extranjeros. Cuando se presenta como una fortaleza que un país tenga un superávit comercial conviene recordar que eso suele significar que nuestro nivel de vida será inferior al que nos permitiría nuestra producción total. Esto explica que, pese a que ahora crezca el producto interior bruto, muchas familias no notan mejoría en su nivel de vida. En todo caso, gracias a que hemos tenido un saldo positivo en nuestra cuenta corriente desde hace algunos años esta deuda externa se ha reducido. La estrategia de devaluación interna (léase reducción de salarios) prescrita por Bruselas pretendía este objetivo pero observen que en realidad su impacto ha sido menor de lo pretendido.

Ahora fíjense en las barras azules: corresponden a la deuda neta del gobierno que se fue haciendo cada vez más negativa en estos años. En términos netos el año pasado toda la deuda exterior de España fue finalmente transferida del sector privado al sector exterior. ¿Cómo lo hizo? Simple aritmética: aumentando el gasto o reduciendo los impuestos, es decir, incumpliendo los compromisos de consolidación fiscal firmados con Bruselas año tras año. El sector público se ha responsabilizado del rescate de los balances del sector privado; aunque no todos los balances han sido tratados con equidad a juzgar por los efectos en la distribución de renta y riqueza de tal política. No es difícil de entender: no es lo mismo rescatar a las familias con políticas de empleo público, becas escolares y ayudas al desempleo que mediante políticas de expansión cuantitativa que suben los precios de los activos financieros de los grandes patrimonios. Otro reproche es que debió hacerlo más rápidamente. En lugar de aplicar políticas de austeridad, si el estado hubiese reducido los impuestos y aumentado el gasto público con mayor decisión, habríamos reparado los balances del sector privado y salido de la crisis en 2011 y no en 2017. La política fiscal europea se ha empeñado en el dificilísimo arte de sorber y soplar a la vez.

Echemos un último vistazo al gráfico. Podemos apreciar cómo en 2017 el saldo neto de los activos financieros del sector privado era prácticamente cero. Un análisis simplista podría llevarnos a concluir que ahora sí toca cumplir con los objetivos exigidos por Bruselas llevando el déficit por debajo del 3 por ciento del PIB. Sin embargo, esto sería un error.

El hecho es que, según los datos que publica el Banco de España, el sector privado en agregado no tiene ahorros. Sabemos que los hogares tienen una manía, que a algunos quizás resulte incomprensible, consistente en acumular ahorros. Sí: las familias quieren terminar de pagar sus hipotecas, saldar sus tarjetas, acumular saldos bancarios para una contingencia. Incluso muchos economistas del dogma vigente considerarían positivo que el sector privado tuviera una posición financiera neta positiva. También es probable que muchas empresas aun necesiten reducir su endeudamiento para ser más solventes.

Con un sector privado desprovisto de ahorros el gobierno se propone cumplir con una senda de reducción de déficit consistente en aumentar el gasto compensándolo con una subida mayor de impuestos. El dinero que entre en los bolsillos de los ciudadanos gracias al mayor gasto público será inmediatamente succionado mediante nuevas alzas de impuestos pero no necesariamente de los mismos bolsillos.

La pregunta que debe hacerse el gobierno es si es conveniente que el sector privado siga con unos ahorros tan escasos. Lo cierto es que el sector privado quiere con avidez conservar el dinero del estado; y el estado no necesita ese dinero que puede crear sin coste. El sector privado puede quebrar; el estado no.

En la concepción platónica de la economía las cuentas públicas deben tener un saldo cero a lo largo del ciclo económico en un vector con infinitos equilibrios. Si aumenta el gasto social, deben aumentar los impuestos; si cae la recaudación, deben bajar los impuestos. Ergo, aumentar los impuestos es aumentar el gasto social y es progresista. A sensu contrario, no podríamos aumentar el gasto social sin aumentar los impuestos, por muy grandes que fueran las urgencias sociales.

Sin embargo, en el mundo real, los estados normalmente tienen déficit precisamente porque el sector privado quiere tener ahorros. Si éste no los consigue, seguramente los buscará reduciendo sus gastos y creando desempleo. El desempleo es precisamente un síntoma de que el déficit fiscal es demasiado bajo. Si el sector privado decide reducir su gasto el gobierno tiene que reducir sus ingresos. Lo que uno cede otro lo tiene que recoger. Alguien tiene que ocuparse de todas las almas que se incorporan a la cola del paro. ¿Por qué no dejar por tanto que el déficit sea tan amplio como sea necesario hasta asegurar el pleno empleo? En ausencia de inflación y con una tasa de desempleo tan elevado no hay justificación para subir impuestos más que la fijación con un saldo contable.

Por otra parte subir los impuestos no es algo que ocurra de manera automática. Hay urgencias sociales que no pueden esperar a que el gobierno equilibre una magnitud contable cuyo saldo ahora no causa ningún perjuicio a la economía nacional. Es más justa una política de “predistribución”, atendiendo a los colectivos más desfavorecidos primero; redistribuyendo o aumentado las cargas tributarias después.

Existe una indudable utilidad social en subir los impuestos a unos para bajárselos a otros, redistribuyendo la carga fiscal. Es notorio que el sistema fiscal español se ha hecho crecientemente regresivo bajo los sucesivos gobiernos del PP y del PSOE. En este sentido, una propuesta de reducción del IVA —quizás el impuesto más regresivo que existe— que fuera compensada con un alza en los impuestos sobre las rentas procedentes del ahorro, la recuperación del impuesto de sucesiones o un impuesto georgista sobre el suelo merecería ser apoyada siempre que no aumentase la carga fiscal total o incluso —¿por qué no?— la redujese hasta que desapareciese completamente la lacra del atroz desempleo español.

La fijación neurótica con objetivos, que no por ser cuantitativos no dejande ser arbitrarios, como el de la senda de reducción de déficit debería ser repudiada por todos los partidos progresistas. Frente a lo que afirmaba Pedro Sánchez hace siete años, lo que debe diferenciar a la izquierda de la derecha es precisamente renunciar a la obsesión por la estabilidad presupuestaria y centrarse en los efectos que tiene la política fiscal en la economía real, es decir, evaluar cómo asegura el pleno empleo, mejora la distribución de renta y riqueza y garantiza la estabilidad de precios. A eso se le llama aplicar el método científico a la política fiscal y no el cabalístico.

Destruir el ahorro de un sector privado en el que solo unos lo tienen y la mayoría solo tiene deudas no resuelve nada. Reconozcamos además que es difícil confiar en un partido político como el PSOE que no tiene un buen registro histórico de reformas que mejorasen la distribución de la carga fiscal. Por otra parte, el día en que la izquierda entienda que el objetivo no es el déficit sino sus efectos sobre la economía real y el bienestar de la gente habremos dado un gran paso adelante porque podremos a preocuparnos por algo más importante: la distribución del ahorro y la riqueza entre los agentes del sector privado.

domingo, 2 de septiembre de 2018

El monopolista de la divisa puede determinar el precio de la moneda que emite


Artículo publicado originalmente en El Viejo Topo. El Viejo topo, ISSN 0210-2706, Nº. 365 (Junio), 2018, págs. 32-38

En artículos anteriores de esta serie sobre la teoría moderna de la moneda (TMM) hemos planteado la necesidad de un programa de recuperación económica basado en un aumento del gasto público deficitario. Esta propuesta suele ser acogida con caras de espanto entre los economistas ortodoxos y entre los tertulianos de mesa camilla comentarios jocosos que denuncian aviesas intenciones de darle a la máquina de imprimir billetes y admoniciones de futuras hiperinflaciones como la que sufrieron Zimbabue o la Alemania de Weimar. De hecho el portavoz español del pensamiento económico más reaccionario, Juan Ramón Rallo, no pierde ocasión para identificar la TMM con impresión de dinero y asociarla con los problemas económicos de Venezuela en un ejercicio de deshonestidad intelectual sin límites.

 
Ilustración 1. Evolución del Índice de Precios al Consumo en España.
 
La preocupación por la inflación en los momentos actuales en los que hemos padecido más de dos años de deflación y llevamos más de dos décadas de baja inflación en todo caso resulta un tanto espuria, y, sin embargo, desgraciadamente el espantajo de la ‘hiperinflación’es uno de los argumentos popularmente más creídos y sagazmente utilizados para evitar la recuperación de la soberanía monetaria y para frenar un programa político progresista. 

La deflación o caída continuada de los precios, lejos de ser positiva para la economía, dificulta la recuperación económica tras una crisis originada por el elevado endeudamiento de hogares y empresas ya que provoca una subida del valor real de las deudas.
Sería legítimo hacerse la pregunta sobre cuál es el nivel de inflación adecuado. El BCE se ha marcado un objetivo de alcanzar una tasa de variación de los precios “inferior al, pero muy cerca del 2%”. El soporte teórico de tal objetivo de inflación no ha sido explicitado por el BCE, simplemente se afirma que «tasas de inflación inferiores, pero cercanas, al 2% son lo suficientemente bajas como para que la economía recoja plenamente los beneficios de la estabilidad de precios (European Central Bank, 2016)». ¿Por qué? No se sabe.
A los economistas de la TMM lo que nos espanta es que ante la ruina de tantas vidas por causa del desempleo y la miseria predomine la visión de que es preferible evitar cualquier atisbo de inflación antes que acabar con la pobreza. Para nosotros la prioridad es asegurar el pleno empleo porque genera un nivel de satisfacción en la sociedad muy superior al de una tasa de inflación baja.
Una vez alcanzado dicho objetivo la tarea del gobierno es asegurar que la mantiene a la vez que aplica políticas para reducir la tasa de inflación si es necesario. Países como Corea del Sur, Japón e Islandia demuestran que altos niveles de empleo son compatibles con bajos niveles de inflación. Un tipo de inflación del 0% es perfectamente aceptable si existe pleno empleo pero una tasa de inflación del 5% también es perfectamente soportable y razonable. Con esa tasa de inflación se tarda 14 años en duplicar los precios, un ritmo que no altera excesivamente los cálculos de los hombres de negocios.
Pero volvamos a las reacciones conservadoras. La expresión, “darle a la máquina de imprimir billetes” actualmente es una analogía falaz porque la mayor parte del dinero toma la forma de apuntes contables creados mediante tecleos de ordenador. Sin embargo en su versión más o menos explícitamente difundida entre la sociedad la causa de la inflación es el empeño del estado en gastar mucho más de lo que ingresa. La identificación del gobierno como principal causante de inflación parte de una teoría que explica la subida de precios como un fenómeno fundamentalmente monetario. El gasto público deficitario implica un aumento del dinero en circulación. El gasto público “incontrolado” provoca que haya más dinero en circulación del que se puede comprar con la cantidad emitida. Esta visión procede de la teoría cuantitativa del dinero. Para explicarla se suele recurrir a una sencilla ecuación:

M·V=ΣQPi

Donde ‘M’ es la masa monetaria, ‘V’ la velocidad del dinero es decir, el número de veces que una determinada masa de dinero se utiliza para pagar todos los bienes y servicios que se intercambian en la economía. El producto de ‘M’ por ‘V’ es necesariamente idéntico a la suma de todos los productos y servicios vendidos en una economía, medidos en volumen, ‘Qi’ y multiplicados por su precio ‘Pi’. La teoría cuantitativa trata de convertir una identidad en una explicación de la variación de los precios estableciendo una relación causa-efecto entre aumento de la masa monetaria y la inflación. Esto es como decir que, sabiendo que velocidad es igual a distancia partido por tiempo, la causa de los accidentes de tráfico debe ser el número de kilómetros de carreteras que construye el estado. El monetarismo de Milton Friedman, padre de la reacción neoliberal de los años 70 y padrino de los Chicago Boys que trajeron las políticas económicas de choque ultraliberal que acompañaron al golpe fascista de Pinochet, se basaba en esta simplista teoría de la formación de los precios.
La ecuación del monetarismo no explica nada acerca de las variaciones experimentadas por cada una de las variables ni sobre las relaciones de dependencia entre unas otras. Para que un aumento de M·V produjera inflación tendríamos que asumir que, en el otro lado de la ecuación Q no pudiera variar o lo hiciera de forma independiente. Dicho de otro modo, la producción tiene que ser una constante o su crecimiento no responder a estímulos monetarios. Pero podría ocurrir que la economía no se encuentre en una situación de pleno empleo y que un aumento del producto M·V estimulara la demanda y animara a los empresarios incrementando su oferta con un incremento de la producción. Un fenómeno de este tipo se da cuando los bancos conceden nuevos créditos, un proceso que consiste en crear nuevos depósitos en cuentas bancarias —recordemos que los depósitos son dinero, luego los créditos bancarios, por definición, aumentan la oferta monetaria—, para comprar coches o casas de nueva construcción.
Los bancos centrales, siguiendo las recomendaciones de Milton Friedman, intentaron controlar la variable M en los años 70 y 80 pero no tardaron en darse cuenta de que era una tarea ímproba precisamente porque la velocidad del dinero V experimenta una gran volatilidad. Philip Pilkington lo describe muy gráficamente cuando dice que «controlar la economía mediante la regulación de la oferta de dinero es como controlar las tasas de nupcialidad regulando la oferta de anillos de boda»
El fracaso de los bancos centrales en su intento por controlar el crecimiento de los agregados tiene fácil explicación. Puede que los bancos centrales, preocupados por el aumento de los precios traten de controlar el crecimiento de la masa monetaria. Para ello subirán los tipos de interés, impondrán coeficientes de caja o drenarán reservas del sistema bancario vendiendo títulos de deuda pública. Este esfuerzo será en vano si los bancos privados siguen viendo oportunidades de generar un beneficio creando nuevos depósitos a favor de sus clientes más solventes.
Las subidas de precios son un fenómeno muy complejo que no suelen deberse a una única causa. El error de los monetaristas y de los neoliberales es no reconocer que la inflación es un fenómeno más complejo de lo que sugiere la teoría cuantitativa del dinero. Los procesos de inflación se explican fundamentalmente porque todos los agentes económicos desean ejercer un poder de gasto en términos nominales que en su conjunto excede de la oferta que es capaz de entregar la economía real. Pero esto no explica gran cosa y nos obliga a profundizar un poco más.
Tradicionalmente los economistas keynesianos han distinguido entre inflación de demanda e inflación de costes. La inflación de demanda se da cuando la economía se acerca al límite de su capacidad productiva. En este caso la demanda puede superar la oferta de bienes y servicios a la venta. Esto puede ser culpa de una decisión de aumentar el gasto público adoptada por el gobierno, pero también puede ser el resultado de un crecimiento del crédito bancario al sector privado que permite a los consumidores y empresas asumir un gasto mayor del que les permite su renta, o de un aumento de las exportaciones. Si el fenómeno se lleva muy lejos puede agotarse la capacidad productiva de la economía. En esta situación la elasticidad de la oferta es baja porque ampliar capacidad productiva a corto plazo es difícil. Hacerlo requiere invertir en maquinaria, edificios y fábricas y contratar nuevos empleados a los que hay que formar y preparar; todo lo cual lleva tiempo. Entretanto, ante un aumento de la demanda, los empresarios pueden aprovechar la ocasión para aumentar precios. 
Pero ni siquiera esta afirmación puede ser categórica porque puede arrancar un proceso inflacionista en una economía que no se encuentre cerca del pleno empleo ni al límite de su capacidad productiva. La experiencia histórica sugiere que los shocks externos, como un incremento del coste de las materias primas o un conflicto bélico, pueden desencadenar subidas en los precios incluso cuando una economía no se encuentra funcionando a pleno rendimiento.
Este tipo de inflación, inducida normalmente por un shock externo, es la determinada por los costes. Durante los años 70 las autoridades se encontraron con una combinación de estancamiento e inflación —a la que se denominó ‚estanflación‘—derivada de la subida de los precios del petróleo aplicada por los países de la OPEP tras la Guerra del Yom Kipur.
Estos shocks externos pueden iniciar una pugna entre los agentes económicos por el reparto de las rentas. Este fenómeno se conoce como espiral de crecimiento de precios y salarios. En una espiral de este tipo, los trabajadores pueden responder ante una subida de los precios, con conflictos industriales, huelgas y negociaciones de convenios colectivos que les permitan recuperar parte del poder adquisitivo perdido y los empresarios pueden responder repercutiendo este aumento de costes salariales de nuevo a los precios. Estas espirales a veces se aceleran porque se consolidan las expectativas inflacionistas que inducen alzas sucesivas de precios. Determinados elementos institucionales pueden agravar y perpetuar el problema. Entre ellos podemos citar la indexación de salarios y rentas o determinadas prácticas de contratación del estado o estructuras oligopolistas que otorgan un fuerte poder de mercado a las empresas para fijar los precios y por tanto transmitir los aumentos de costes a sus clientes (Medina Miltimore S., 2016).
En estos procesos el papel de la oferta de dinero es subsidiario pues, sin un incremento de la masa monetaria que valide el crecimiento del gasto nominal, no será posible perpetuar el crecimiento del gasto. La inflación provoca aumentos en el fondo de maniobra de los empresarios ya que obliga a aumentar el valor nominal de sus stocks y de su inversión en crédito comercial. Si el negocio del empresario es rentable un banco seguirá concediendo financiación al empresario aumentando el crédito y por tanto creando nuevos depósitos bancarios que expanden la oferta monetaria. 
Pese a que su causa no fue monetaria sino un choque externo el período de estanflación de los años 70 fue aprovechado por los monetaristas, que venían dominando los ámbitos académicos, los bancos centrales y las élites de los partidos desde hacía tiempo, para darle la puntilla a las políticas keynesianas. Este episodio fue el preludio de la era neoliberal que ha priorizado la lucha contra la inflación sobre el desempleo.
Ante un proceso inflacionista causado por un exceso de demanda el estado podría aplicar políticas que aumenten la capacidad productiva de la economía pero las reformas estructurales tardan en surtir efectos. Por tanto las políticas de oferta son poco adecuadas para luchar contra la inflación de forma rápida. A corto plazo, la solución más empleada es contener el crecimiento del gasto agregado. Para ello se puede utilizar una combinación de las siguientes políticas a corto plazo.
  • Subir los impuestos retirando poder de compra del sector privado y reservando de esta forma una mayor parte del producto nacional para los fines públicos.
  • Reducir el gasto público para liberar recursos a favor de la demanda del sector no público.
  • Frenar el crecimiento de las exportaciones o fomentar el crecimiento de las importaciones para aumentar la oferta.
  • Crear desempleo con políticas monetarias restrictivas que suban los tipos de interés y desanimen la inversión y el crédito.
El problema de estas políticas es que causan un daño considerable a la sociedad y, aunque puedan ser eficaces a corto plazo, a la larga no amplían la capacidad productiva. Por otra parte, las situaciones de pleno empleo en la que la economía se encuentra al límite de su capacidad han sido muy esporádicas. Por ejemplo, según datos que publica la agencia de estadística europea Eurostat sobre utilización de capacidad productiva de la industria, la economía española nunca ha aprovechado más del 82% de la capacidad instalada y actualmente no despunta mucho por encima del 78%.
 
Por otra parte muchos economistas poskeynesianos han observado que ante un aumento de la demanda las empresas prefieren aumentar la producción para ganar o mantener su cuota de mercado antes que subir los precios. Solo cuando las empresas van agotando su capacidad productiva empezarán a revisarlos al alza.
Pero si entendemos que la inflación no siempre es causada por una situación de pleno empleo sino por una disputa por el reparto de las rentas —por ejemplo debido a un shock de costes externos— entonces la TMM nos sugiere que otro tipo de herramientas serían más útiles para asegurar la estabilidad de precios. Puede ser más apropiado impulsar una política de rentas fomentando acuerdos entre sindicatos y empresarios para controlar el crecimiento de salarios y beneficios. Entre las más eficaces puede estar impedir o desincentivar la indexación de los salarios y rentas pero también la gestión de stocks de reserva que amortigüen el impacto de los shocks de costes sin necesidad de crear desempleo. 
Sin embargo el papel del estado no se acaba en la administración de ciertos precios. En los sistemas de circulación fiduciaria, el estado disfruta del monopolio de creación de nuevas reservas bancarias. Aunque no tenga forma de controlar la demanda por su producto sí sabemos que todo monopolista tiene la potestad de fijar el precio del producto que vende. Puede fijar el precio del bien en términos de sí mismo, es decir cuántas unidades recibirá mañana a cambio de desprenderse hoy de cierto número de unidades, o dicho de otra manera, el tipo de interés. También puede determinar el valor de ese bien en relación a otros bienes.
Un aspecto ignorado por muchos autores es la influencia que tienen los propios tipos de interés en la tasa de inflación. Warren Mosler explica que los tipos de interés marcan una senda de referencia para los demás bienes. En los mercados de materias primas se forman precios para comprar y vender mercancías en la fecha actual —el mercado ‘spot’— pero también se negocian contratos para entrega de una mercancía a plazo. «Si los tipos de interés son cero, ignorando los costes de almacenamiento, el precio spot y a futuro deberían ser idénticos. Sin embargo, si los tipos de interés son más elevados, digamos el 10%, entonces el precio de esas mercancías para entrega en el futuro serían un 10% mayores (en términos anualizados). Es decir, un tipo del 10% implica un incremento continuado de los precios del 10%, ¡lo cual es una definición de inflación de manual! Es la estructura de los tipos de interés a plazo de (los activos) libres de riesgo la que refleja una estructura de precios a plazo la que se alimenta tanto en los costes de producción así como en la capacidad de vender anticipadamente a precios más elevados, estableciéndose de este modo, la inflación por definición» (Mosler, The Center of the Universe, 2014). Por este motivo Mosler recomienda como mejor política antinflacionista mantener los tipos de interés permanentemente en el 0% para la deuda pública en todos sus tramos.
Esta conclusión desafía la lógica convencional que sugeriría que un aumento de los tipos de interés ayudaría a contener la demanda. La realidad es que este tipo de políticas tienen efectos contradictorios pues, si bien un aumento de los tipos de interés puede desincentivar la creación de nuevos préstamos, también inyectan poder adquisitivo desde el estado al sector privado además de tener el efecto de trazar la senda de precios para entrega a plazo que describe Mosler. La cuestión es saber qué efecto prevalecería en cada situación y este no siempre será necesariamente el que tiene en mente el responsable de ejecutar las políticas.
Pero los economistas y los gobernantes suelen olvidar que el poder del estado es mucho mayor de lo que sugiere lo anterior. El estado es un agente económico de primer orden. Es uno de los principales empleadores pues en muchos países ocupa a más del 15% ó 20% de la fuerza de trabajo. El gasto público llega a representar en las economías modernas más del 30% del PIB. En EEUU este porcentaje es del 38%, en España del 44,5% y en Finlandia del 58,1%. No existe otro agente con mayor poder de compra y por tanto cuesta creer que el estado no sea capaz de imponer la tasa de crecimiento de los precios a través de su política de gasto.
Si el estado es el emisor en régimen de monopolio de la moneda entonces tiene la capacidad de determinar su precio. ¿Cómo determina el estado el valor de la moneda? Evidentemente a través de sus decisiones de gasto. Si un año el estado compra una producción de 1.000 unidades de un producto X a cambio de 1.000 unidades monetarias está pagando una unidad monetaria por cada unidad de X. Si al año siguiente paga 1.050 por las mismas 1.000 unidades, el precio ha subido a 1,05 unidades por X; de facto ha devaluado su moneda en un 5% en un año. Visto de otra manera, el valor de la moneda depende de lo que tiene que hacer el sector privado para conseguirla. El estado puede endurecer las condiciones de acceso a su moneda subiendo los impuestos o exigiendo al sector privado precios más bajos por sus suministros al estado.
Sería muy complejo que el gobierno tratara de administrar todos los precios de los productos que compra. Sin embargo, puede fijar el precio de un bien ‘ancla’ de forma que la fluctuación del precio de los demás bienes reflejaría las fluctuaciones de sus precios relativos respecto al bien ancla. El mecanismo consiste en comprometerse a comprar toda la oferta disponible del bien ancla a un precio decidido políticamente. Esto equivale a decir que el estado estaría dispuesto a acumular un stock de reserva de ese bien cuyo nivel variaría en función de lo que está dispuesto a ofrecer el sector privado a ese precio.
¿Cuál debe ser ese anclaje? Una buena ancla debe cumplir unas determinadas condiciones. La primera es la ‘estabilidad’, es decir que su precio relativo respecto a otros bienes tenga una tendencia a fluctuar poco en el tiempo. Si el bien ancla es un componente de coste relevante en el proceso productivo entonces la fijación de su precio en términos de nuestra divisa otorgará una gran estabilidad a los precios finales ya que los empresarios tendrán menos presión sobre sus márgenes. La segunda es la ‘liquidez’, es decir, que ningún operador en el mercado tenga la capacidad de comprar una cuota suficiente de la oferta disponible como para influir y manipular su precio.
Hasta el siglo pasado muchos economistas se han mostrado partidarios de anclar la moneda al precio del oro, como ocurrió en EEUU hasta el año 1971. No parece demasiado inteligente dejar que el crecimiento de la oferta monetaria esté limitada por la generosidad de la naturaleza o quede al albur del hallazgo de nuevos yacimientos. Un sistema monetario basado en el oro es propenso a experimentar tensiones deflacionistas muy fuertes ya que su oferta no puede crecer pari passu con la economía. El oro no es un buen anclaje para los precios porque su cotización resulta demasiado volátil.
Los economistas de la TMM han propuesto el precio del trabajo genérico como un mejor anclaje para los precios. El precio del trabajo manifiesta leves variaciones de su precio respecto a la mayoría de los bienes. El gráfico que aparece en la Ilustración 1 muestra que el salario oscila menos que el del oro. A diferencia del oro, es difícil especular con el salario lo cual le otorga la segunda propiedad deseada, la liquidez. Resultaría sorprendente y ridículamente improbable que un operador de mercado tratara de contratar a un elevado número de trabajadores para especular con su precio. 
El coste del factor trabajo es uno de los componentes más importantes de los precios finales y por tanto su estabilización contribuirá a la de los demás precios si el estado es capaz de fijar el salario. Puede conseguirlo comprando toda la fuerza de trabajo dispuesta a trabajar al salario determinado por el gobierno con un plan de trabajo garantizado. Si el estado compra toda la oferta de trabajo remunerado en períodos en los que caiga la utilización de la capacidad productiva, los trabajadores despedidos por el sector privado podrían integrarse en los programas de empleo público. Estos trabajadores podrían permanecer en esa bolsa de empleados hasta el momento en que la producción del sector privado se recupere. La retribución salarial de la bolsa de empleo pone un suelo a la caída de los sueldos que se suele observar durante las depresiones económicas. Cuando los empresarios se muestren dispuestos a contratar personal de nuevo, pueden hacerlo recurriendo a la bolsa de empleo público atrayendo a trabajadores con una oferta salarial y contractual superior a la del estado. Si empiezan a producirse tensiones salariales la existencia de la bolsa de empleados del programa de empleo garantizado permite a los empresarios contratar a trabajadores que cuentan con un historial profesional. De esta manera los costes salariales quedan determinados por el estado y presentan un potente anclaje a los precios de los demás bienes.

Ilustración 2. Evolución del precio del oro y de los costes salariales por hora