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domingo, 2 de septiembre de 2018

El monopolista de la divisa puede determinar el precio de la moneda que emite


Artículo publicado originalmente en El Viejo Topo. El Viejo topo, ISSN 0210-2706, Nº. 365 (Junio), 2018, págs. 32-38

En artículos anteriores de esta serie sobre la teoría moderna de la moneda (TMM) hemos planteado la necesidad de un programa de recuperación económica basado en un aumento del gasto público deficitario. Esta propuesta suele ser acogida con caras de espanto entre los economistas ortodoxos y entre los tertulianos de mesa camilla comentarios jocosos que denuncian aviesas intenciones de darle a la máquina de imprimir billetes y admoniciones de futuras hiperinflaciones como la que sufrieron Zimbabue o la Alemania de Weimar. De hecho el portavoz español del pensamiento económico más reaccionario, Juan Ramón Rallo, no pierde ocasión para identificar la TMM con impresión de dinero y asociarla con los problemas económicos de Venezuela en un ejercicio de deshonestidad intelectual sin límites.

 
Ilustración 1. Evolución del Índice de Precios al Consumo en España.
 
La preocupación por la inflación en los momentos actuales en los que hemos padecido más de dos años de deflación y llevamos más de dos décadas de baja inflación en todo caso resulta un tanto espuria, y, sin embargo, desgraciadamente el espantajo de la ‘hiperinflación’es uno de los argumentos popularmente más creídos y sagazmente utilizados para evitar la recuperación de la soberanía monetaria y para frenar un programa político progresista. 

La deflación o caída continuada de los precios, lejos de ser positiva para la economía, dificulta la recuperación económica tras una crisis originada por el elevado endeudamiento de hogares y empresas ya que provoca una subida del valor real de las deudas.
Sería legítimo hacerse la pregunta sobre cuál es el nivel de inflación adecuado. El BCE se ha marcado un objetivo de alcanzar una tasa de variación de los precios “inferior al, pero muy cerca del 2%”. El soporte teórico de tal objetivo de inflación no ha sido explicitado por el BCE, simplemente se afirma que «tasas de inflación inferiores, pero cercanas, al 2% son lo suficientemente bajas como para que la economía recoja plenamente los beneficios de la estabilidad de precios (European Central Bank, 2016)». ¿Por qué? No se sabe.
A los economistas de la TMM lo que nos espanta es que ante la ruina de tantas vidas por causa del desempleo y la miseria predomine la visión de que es preferible evitar cualquier atisbo de inflación antes que acabar con la pobreza. Para nosotros la prioridad es asegurar el pleno empleo porque genera un nivel de satisfacción en la sociedad muy superior al de una tasa de inflación baja.
Una vez alcanzado dicho objetivo la tarea del gobierno es asegurar que la mantiene a la vez que aplica políticas para reducir la tasa de inflación si es necesario. Países como Corea del Sur, Japón e Islandia demuestran que altos niveles de empleo son compatibles con bajos niveles de inflación. Un tipo de inflación del 0% es perfectamente aceptable si existe pleno empleo pero una tasa de inflación del 5% también es perfectamente soportable y razonable. Con esa tasa de inflación se tarda 14 años en duplicar los precios, un ritmo que no altera excesivamente los cálculos de los hombres de negocios.
Pero volvamos a las reacciones conservadoras. La expresión, “darle a la máquina de imprimir billetes” actualmente es una analogía falaz porque la mayor parte del dinero toma la forma de apuntes contables creados mediante tecleos de ordenador. Sin embargo en su versión más o menos explícitamente difundida entre la sociedad la causa de la inflación es el empeño del estado en gastar mucho más de lo que ingresa. La identificación del gobierno como principal causante de inflación parte de una teoría que explica la subida de precios como un fenómeno fundamentalmente monetario. El gasto público deficitario implica un aumento del dinero en circulación. El gasto público “incontrolado” provoca que haya más dinero en circulación del que se puede comprar con la cantidad emitida. Esta visión procede de la teoría cuantitativa del dinero. Para explicarla se suele recurrir a una sencilla ecuación:

M·V=ΣQPi

Donde ‘M’ es la masa monetaria, ‘V’ la velocidad del dinero es decir, el número de veces que una determinada masa de dinero se utiliza para pagar todos los bienes y servicios que se intercambian en la economía. El producto de ‘M’ por ‘V’ es necesariamente idéntico a la suma de todos los productos y servicios vendidos en una economía, medidos en volumen, ‘Qi’ y multiplicados por su precio ‘Pi’. La teoría cuantitativa trata de convertir una identidad en una explicación de la variación de los precios estableciendo una relación causa-efecto entre aumento de la masa monetaria y la inflación. Esto es como decir que, sabiendo que velocidad es igual a distancia partido por tiempo, la causa de los accidentes de tráfico debe ser el número de kilómetros de carreteras que construye el estado. El monetarismo de Milton Friedman, padre de la reacción neoliberal de los años 70 y padrino de los Chicago Boys que trajeron las políticas económicas de choque ultraliberal que acompañaron al golpe fascista de Pinochet, se basaba en esta simplista teoría de la formación de los precios.
La ecuación del monetarismo no explica nada acerca de las variaciones experimentadas por cada una de las variables ni sobre las relaciones de dependencia entre unas otras. Para que un aumento de M·V produjera inflación tendríamos que asumir que, en el otro lado de la ecuación Q no pudiera variar o lo hiciera de forma independiente. Dicho de otro modo, la producción tiene que ser una constante o su crecimiento no responder a estímulos monetarios. Pero podría ocurrir que la economía no se encuentre en una situación de pleno empleo y que un aumento del producto M·V estimulara la demanda y animara a los empresarios incrementando su oferta con un incremento de la producción. Un fenómeno de este tipo se da cuando los bancos conceden nuevos créditos, un proceso que consiste en crear nuevos depósitos en cuentas bancarias —recordemos que los depósitos son dinero, luego los créditos bancarios, por definición, aumentan la oferta monetaria—, para comprar coches o casas de nueva construcción.
Los bancos centrales, siguiendo las recomendaciones de Milton Friedman, intentaron controlar la variable M en los años 70 y 80 pero no tardaron en darse cuenta de que era una tarea ímproba precisamente porque la velocidad del dinero V experimenta una gran volatilidad. Philip Pilkington lo describe muy gráficamente cuando dice que «controlar la economía mediante la regulación de la oferta de dinero es como controlar las tasas de nupcialidad regulando la oferta de anillos de boda»
El fracaso de los bancos centrales en su intento por controlar el crecimiento de los agregados tiene fácil explicación. Puede que los bancos centrales, preocupados por el aumento de los precios traten de controlar el crecimiento de la masa monetaria. Para ello subirán los tipos de interés, impondrán coeficientes de caja o drenarán reservas del sistema bancario vendiendo títulos de deuda pública. Este esfuerzo será en vano si los bancos privados siguen viendo oportunidades de generar un beneficio creando nuevos depósitos a favor de sus clientes más solventes.
Las subidas de precios son un fenómeno muy complejo que no suelen deberse a una única causa. El error de los monetaristas y de los neoliberales es no reconocer que la inflación es un fenómeno más complejo de lo que sugiere la teoría cuantitativa del dinero. Los procesos de inflación se explican fundamentalmente porque todos los agentes económicos desean ejercer un poder de gasto en términos nominales que en su conjunto excede de la oferta que es capaz de entregar la economía real. Pero esto no explica gran cosa y nos obliga a profundizar un poco más.
Tradicionalmente los economistas keynesianos han distinguido entre inflación de demanda e inflación de costes. La inflación de demanda se da cuando la economía se acerca al límite de su capacidad productiva. En este caso la demanda puede superar la oferta de bienes y servicios a la venta. Esto puede ser culpa de una decisión de aumentar el gasto público adoptada por el gobierno, pero también puede ser el resultado de un crecimiento del crédito bancario al sector privado que permite a los consumidores y empresas asumir un gasto mayor del que les permite su renta, o de un aumento de las exportaciones. Si el fenómeno se lleva muy lejos puede agotarse la capacidad productiva de la economía. En esta situación la elasticidad de la oferta es baja porque ampliar capacidad productiva a corto plazo es difícil. Hacerlo requiere invertir en maquinaria, edificios y fábricas y contratar nuevos empleados a los que hay que formar y preparar; todo lo cual lleva tiempo. Entretanto, ante un aumento de la demanda, los empresarios pueden aprovechar la ocasión para aumentar precios. 
Pero ni siquiera esta afirmación puede ser categórica porque puede arrancar un proceso inflacionista en una economía que no se encuentre cerca del pleno empleo ni al límite de su capacidad productiva. La experiencia histórica sugiere que los shocks externos, como un incremento del coste de las materias primas o un conflicto bélico, pueden desencadenar subidas en los precios incluso cuando una economía no se encuentra funcionando a pleno rendimiento.
Este tipo de inflación, inducida normalmente por un shock externo, es la determinada por los costes. Durante los años 70 las autoridades se encontraron con una combinación de estancamiento e inflación —a la que se denominó ‚estanflación‘—derivada de la subida de los precios del petróleo aplicada por los países de la OPEP tras la Guerra del Yom Kipur.
Estos shocks externos pueden iniciar una pugna entre los agentes económicos por el reparto de las rentas. Este fenómeno se conoce como espiral de crecimiento de precios y salarios. En una espiral de este tipo, los trabajadores pueden responder ante una subida de los precios, con conflictos industriales, huelgas y negociaciones de convenios colectivos que les permitan recuperar parte del poder adquisitivo perdido y los empresarios pueden responder repercutiendo este aumento de costes salariales de nuevo a los precios. Estas espirales a veces se aceleran porque se consolidan las expectativas inflacionistas que inducen alzas sucesivas de precios. Determinados elementos institucionales pueden agravar y perpetuar el problema. Entre ellos podemos citar la indexación de salarios y rentas o determinadas prácticas de contratación del estado o estructuras oligopolistas que otorgan un fuerte poder de mercado a las empresas para fijar los precios y por tanto transmitir los aumentos de costes a sus clientes (Medina Miltimore S., 2016).
En estos procesos el papel de la oferta de dinero es subsidiario pues, sin un incremento de la masa monetaria que valide el crecimiento del gasto nominal, no será posible perpetuar el crecimiento del gasto. La inflación provoca aumentos en el fondo de maniobra de los empresarios ya que obliga a aumentar el valor nominal de sus stocks y de su inversión en crédito comercial. Si el negocio del empresario es rentable un banco seguirá concediendo financiación al empresario aumentando el crédito y por tanto creando nuevos depósitos bancarios que expanden la oferta monetaria. 
Pese a que su causa no fue monetaria sino un choque externo el período de estanflación de los años 70 fue aprovechado por los monetaristas, que venían dominando los ámbitos académicos, los bancos centrales y las élites de los partidos desde hacía tiempo, para darle la puntilla a las políticas keynesianas. Este episodio fue el preludio de la era neoliberal que ha priorizado la lucha contra la inflación sobre el desempleo.
Ante un proceso inflacionista causado por un exceso de demanda el estado podría aplicar políticas que aumenten la capacidad productiva de la economía pero las reformas estructurales tardan en surtir efectos. Por tanto las políticas de oferta son poco adecuadas para luchar contra la inflación de forma rápida. A corto plazo, la solución más empleada es contener el crecimiento del gasto agregado. Para ello se puede utilizar una combinación de las siguientes políticas a corto plazo.
  • Subir los impuestos retirando poder de compra del sector privado y reservando de esta forma una mayor parte del producto nacional para los fines públicos.
  • Reducir el gasto público para liberar recursos a favor de la demanda del sector no público.
  • Frenar el crecimiento de las exportaciones o fomentar el crecimiento de las importaciones para aumentar la oferta.
  • Crear desempleo con políticas monetarias restrictivas que suban los tipos de interés y desanimen la inversión y el crédito.
El problema de estas políticas es que causan un daño considerable a la sociedad y, aunque puedan ser eficaces a corto plazo, a la larga no amplían la capacidad productiva. Por otra parte, las situaciones de pleno empleo en la que la economía se encuentra al límite de su capacidad han sido muy esporádicas. Por ejemplo, según datos que publica la agencia de estadística europea Eurostat sobre utilización de capacidad productiva de la industria, la economía española nunca ha aprovechado más del 82% de la capacidad instalada y actualmente no despunta mucho por encima del 78%.
 
Por otra parte muchos economistas poskeynesianos han observado que ante un aumento de la demanda las empresas prefieren aumentar la producción para ganar o mantener su cuota de mercado antes que subir los precios. Solo cuando las empresas van agotando su capacidad productiva empezarán a revisarlos al alza.
Pero si entendemos que la inflación no siempre es causada por una situación de pleno empleo sino por una disputa por el reparto de las rentas —por ejemplo debido a un shock de costes externos— entonces la TMM nos sugiere que otro tipo de herramientas serían más útiles para asegurar la estabilidad de precios. Puede ser más apropiado impulsar una política de rentas fomentando acuerdos entre sindicatos y empresarios para controlar el crecimiento de salarios y beneficios. Entre las más eficaces puede estar impedir o desincentivar la indexación de los salarios y rentas pero también la gestión de stocks de reserva que amortigüen el impacto de los shocks de costes sin necesidad de crear desempleo. 
Sin embargo el papel del estado no se acaba en la administración de ciertos precios. En los sistemas de circulación fiduciaria, el estado disfruta del monopolio de creación de nuevas reservas bancarias. Aunque no tenga forma de controlar la demanda por su producto sí sabemos que todo monopolista tiene la potestad de fijar el precio del producto que vende. Puede fijar el precio del bien en términos de sí mismo, es decir cuántas unidades recibirá mañana a cambio de desprenderse hoy de cierto número de unidades, o dicho de otra manera, el tipo de interés. También puede determinar el valor de ese bien en relación a otros bienes.
Un aspecto ignorado por muchos autores es la influencia que tienen los propios tipos de interés en la tasa de inflación. Warren Mosler explica que los tipos de interés marcan una senda de referencia para los demás bienes. En los mercados de materias primas se forman precios para comprar y vender mercancías en la fecha actual —el mercado ‘spot’— pero también se negocian contratos para entrega de una mercancía a plazo. «Si los tipos de interés son cero, ignorando los costes de almacenamiento, el precio spot y a futuro deberían ser idénticos. Sin embargo, si los tipos de interés son más elevados, digamos el 10%, entonces el precio de esas mercancías para entrega en el futuro serían un 10% mayores (en términos anualizados). Es decir, un tipo del 10% implica un incremento continuado de los precios del 10%, ¡lo cual es una definición de inflación de manual! Es la estructura de los tipos de interés a plazo de (los activos) libres de riesgo la que refleja una estructura de precios a plazo la que se alimenta tanto en los costes de producción así como en la capacidad de vender anticipadamente a precios más elevados, estableciéndose de este modo, la inflación por definición» (Mosler, The Center of the Universe, 2014). Por este motivo Mosler recomienda como mejor política antinflacionista mantener los tipos de interés permanentemente en el 0% para la deuda pública en todos sus tramos.
Esta conclusión desafía la lógica convencional que sugeriría que un aumento de los tipos de interés ayudaría a contener la demanda. La realidad es que este tipo de políticas tienen efectos contradictorios pues, si bien un aumento de los tipos de interés puede desincentivar la creación de nuevos préstamos, también inyectan poder adquisitivo desde el estado al sector privado además de tener el efecto de trazar la senda de precios para entrega a plazo que describe Mosler. La cuestión es saber qué efecto prevalecería en cada situación y este no siempre será necesariamente el que tiene en mente el responsable de ejecutar las políticas.
Pero los economistas y los gobernantes suelen olvidar que el poder del estado es mucho mayor de lo que sugiere lo anterior. El estado es un agente económico de primer orden. Es uno de los principales empleadores pues en muchos países ocupa a más del 15% ó 20% de la fuerza de trabajo. El gasto público llega a representar en las economías modernas más del 30% del PIB. En EEUU este porcentaje es del 38%, en España del 44,5% y en Finlandia del 58,1%. No existe otro agente con mayor poder de compra y por tanto cuesta creer que el estado no sea capaz de imponer la tasa de crecimiento de los precios a través de su política de gasto.
Si el estado es el emisor en régimen de monopolio de la moneda entonces tiene la capacidad de determinar su precio. ¿Cómo determina el estado el valor de la moneda? Evidentemente a través de sus decisiones de gasto. Si un año el estado compra una producción de 1.000 unidades de un producto X a cambio de 1.000 unidades monetarias está pagando una unidad monetaria por cada unidad de X. Si al año siguiente paga 1.050 por las mismas 1.000 unidades, el precio ha subido a 1,05 unidades por X; de facto ha devaluado su moneda en un 5% en un año. Visto de otra manera, el valor de la moneda depende de lo que tiene que hacer el sector privado para conseguirla. El estado puede endurecer las condiciones de acceso a su moneda subiendo los impuestos o exigiendo al sector privado precios más bajos por sus suministros al estado.
Sería muy complejo que el gobierno tratara de administrar todos los precios de los productos que compra. Sin embargo, puede fijar el precio de un bien ‘ancla’ de forma que la fluctuación del precio de los demás bienes reflejaría las fluctuaciones de sus precios relativos respecto al bien ancla. El mecanismo consiste en comprometerse a comprar toda la oferta disponible del bien ancla a un precio decidido políticamente. Esto equivale a decir que el estado estaría dispuesto a acumular un stock de reserva de ese bien cuyo nivel variaría en función de lo que está dispuesto a ofrecer el sector privado a ese precio.
¿Cuál debe ser ese anclaje? Una buena ancla debe cumplir unas determinadas condiciones. La primera es la ‘estabilidad’, es decir que su precio relativo respecto a otros bienes tenga una tendencia a fluctuar poco en el tiempo. Si el bien ancla es un componente de coste relevante en el proceso productivo entonces la fijación de su precio en términos de nuestra divisa otorgará una gran estabilidad a los precios finales ya que los empresarios tendrán menos presión sobre sus márgenes. La segunda es la ‘liquidez’, es decir, que ningún operador en el mercado tenga la capacidad de comprar una cuota suficiente de la oferta disponible como para influir y manipular su precio.
Hasta el siglo pasado muchos economistas se han mostrado partidarios de anclar la moneda al precio del oro, como ocurrió en EEUU hasta el año 1971. No parece demasiado inteligente dejar que el crecimiento de la oferta monetaria esté limitada por la generosidad de la naturaleza o quede al albur del hallazgo de nuevos yacimientos. Un sistema monetario basado en el oro es propenso a experimentar tensiones deflacionistas muy fuertes ya que su oferta no puede crecer pari passu con la economía. El oro no es un buen anclaje para los precios porque su cotización resulta demasiado volátil.
Los economistas de la TMM han propuesto el precio del trabajo genérico como un mejor anclaje para los precios. El precio del trabajo manifiesta leves variaciones de su precio respecto a la mayoría de los bienes. El gráfico que aparece en la Ilustración 1 muestra que el salario oscila menos que el del oro. A diferencia del oro, es difícil especular con el salario lo cual le otorga la segunda propiedad deseada, la liquidez. Resultaría sorprendente y ridículamente improbable que un operador de mercado tratara de contratar a un elevado número de trabajadores para especular con su precio. 
El coste del factor trabajo es uno de los componentes más importantes de los precios finales y por tanto su estabilización contribuirá a la de los demás precios si el estado es capaz de fijar el salario. Puede conseguirlo comprando toda la fuerza de trabajo dispuesta a trabajar al salario determinado por el gobierno con un plan de trabajo garantizado. Si el estado compra toda la oferta de trabajo remunerado en períodos en los que caiga la utilización de la capacidad productiva, los trabajadores despedidos por el sector privado podrían integrarse en los programas de empleo público. Estos trabajadores podrían permanecer en esa bolsa de empleados hasta el momento en que la producción del sector privado se recupere. La retribución salarial de la bolsa de empleo pone un suelo a la caída de los sueldos que se suele observar durante las depresiones económicas. Cuando los empresarios se muestren dispuestos a contratar personal de nuevo, pueden hacerlo recurriendo a la bolsa de empleo público atrayendo a trabajadores con una oferta salarial y contractual superior a la del estado. Si empiezan a producirse tensiones salariales la existencia de la bolsa de empleados del programa de empleo garantizado permite a los empresarios contratar a trabajadores que cuentan con un historial profesional. De esta manera los costes salariales quedan determinados por el estado y presentan un potente anclaje a los precios de los demás bienes.

Ilustración 2. Evolución del precio del oro y de los costes salariales por hora

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