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lunes, 29 de mayo de 2017

El negocio artístico de las criptomonedas.

Publicado originalmente en el Blog Alternativas el 24 de mayo de 2017

Como economista adscrito a la escuela conocida como teoría monetaria moderna frecuentemente me preguntan lo que pienso acerca de las criptomonedas. Estudiar los sistemas monetarios modernos no te convierte en un experto en criptomonedas pero si permite entender cuál es su función en nuestro sistema económico. Aun reconociendo que mi grado de competencia tecnológica es bajo, confieso que me producen bastante prevención por motivos que detallaré más adelante.

¿Qué son las criptomonedas?


Cualquier sistema monetario —ya sea el euro, el dólar o el del Bitcoin— es una especie de cuenta de mayor en la que queda registrada una posición acreedora y una deudora. Un billete de banco es una cuenta en el cual se registra el nombre del deudor (el banco central) con la particularidad de que el acreedor, el tenedor de este título, permanece en el anonimato. La mayor parte del dinero actualmente es digital, es decir, consiste en meros apuntes contables en una cuenta de mayor cuya única materialización son bytes en un ordenador. A diferencia del dinero físico el dinero digital no asegura el anonimato.

¿Qué son las criptomonedas? Aclaremos que estamos hablando de criptomonedas “descentralizadas”, es decir sistemas creados y mantenidos por comunidades de informáticos al margen de ninguna autoridad central. Es posible crear una criptomoneda estatal y también existen algunas gestionados por empresas privadas como el Ripple. Es un sistema distribuido donde existe un algoritmo que permite crear la criptomoneda a una tasa predefinida no determinada por una autoridad central. Es la comunidad de informáticos la que se ocupa de generar la moneda de forma colectiva.

La seguridad y la integridad de los registros contables que constituyen el balance de la criptomoneda se basa en la desconfianza mutua entre los participantes en el sistema. Estos son conocidos como mineros que realizan tareas de validación y fechado de las transacciones que quedan registradas en lo que se conoce como ‘cadena de bloques’. Estas validaciones se van a añadiendo a la cuenta de mayor de la moneda y requieren que una mayoría de los participantes muestren su acuerdo. Cuando alguien confirma un bloque éste se añade a la cadena y se comunica todos los demás participantes. Una vez que la transacción ha sido certificada por consenso queda inscrita en el registro de forma inmutable y permanente. La forma de asegurar de que los mineros trabajan en interés de la comunidad es que tengan un incentivo financiero recibiendo unidades de la criptomoneda cada vez que comprueban un bloque de la cadena.

La más conocida de las criptomonedas es el Bitcoin, la autoría de cuyo algoritmo es un tanto misteriosa y disputada, pero existen varias decenas de imitadoras. La capitalización actual en el mercado de criptomonedas es de unos nada desdeñables 52 mil millones de dólares. El algoritmo del Bitcoin es ingenioso pero tiene problemas de diseño. El sistema de verificación está basado en “cadenas de bloques” cuyo procesamiento requiere un masivo poder de computación con su correspondiente coste energético. La naturaleza distribuida de la información implica que todas las transacciones pueden ser examinadas por todos los participantes lo cual plantea dudas acerca de la garantía de privacidad y anonimato que alegan los defensores del Bitcoin. La producción está limitada a un máximo de 21 millones de unidades. Debido a su altísima cotización los mineros obtienen fracciones de Bitcoin cada vez menores por su trabajo. Al acercarse el momento en que no se emitirán más unidades nadie tendrá un incentivo de seguir haciendo tareas de minería y en ese momento supongo que esa actividad se abandonará completamente.

Las criptomonedas no son moneda


La tradición chartalista describe la moneda como una institución social originada desde el estado. En esencia la moneda es un crédito fiscal entregado por el estado a cambio de los recursos reales que obtiene del sector privado. Los agentes aceptan la moneda del estado porque previamente éste obliga a los ciudadanos a pagar impuestos con ella.

Hyman Minsky decía que el problema no es crear una moneda —cualquiera puede hacerlo— sino que te la acepten. Existen monedas privadas y un ejemplo es el dinero bancario. Éste es universalmente aceptado porque el estado respalda sus emisiones y porque los bancos siempre estarán dispuestos a redimir su deuda entregando dinero del estado por su valor nominal. Las criptomonedas no disfrutan de estos privilegios. Pocos comerciantes aceptan en pago Bitcoins y ciertamente no se pueden utilizar para pagar impuestos.

El valor de las criptomonedas


El valor del dinero queda determinado por las decisiones de gasto del estado. El estado disfruta una posición de monopolio en la creación de la moneda y, como todo monopolista, puede decidir su precio. Lo hace decidiendo qué deben entregar a cambio los ciudadanos para conseguir una unidad monetaria. Si el estado decide que paga una hora de trabajo a 10 euros por hora de facto está vinculando el valor de una unidad su moneda a una décima de hora de trabajo. Es el acto de gastar el que define el valor de la moneda mientras que los impuestos generan la demanda por ella.

Nadie está obligado a pagar impuestos en Bitcoins u otras criptomonedas ni existe ningún deudor que respalde estas emisiones. Lo cierto es que no existe ningún sostén para el valor de las criptomonedas. Siendo honestos el justiprecio de las criptomonedas es exactamente cero. Sin embargo el siguiente gráfico muestra cómo la cotización del Bitcoin ha ido subiendo de forma exponencial.

Cotización y capitalización del Bitcoin


La otra característica de los precios de las criptomonedas es que experimentan variaciones muy bruscas de un día para otro. El siguiente gráfico muestra cómo han variado diariamente en porcentaje los precios de algunas de ellas durante el mes de mayo. Bitcoin, la más líquida, experimentan menos volatilidad pero en mayo ha experimentado caídas de hasta un 7% en una sola jornada.

Esta volatilidad en los precios y la apreciación exponencial sugieren que las criptomonedas serían de dudosa utilidad como dinero. Como herramienta para conservar el ahorro tienen un elevado riesgo. Su uso como medio de pago está limitado a muy pocas transacciones y es mejor convertirlas a dinero real si se quiere comprar algo. Si una economía funcionara con Bitcoins la limitación al crecimiento de su oferta la llevaría a la deflación.
Variación en precio diario de las criptomonedas
El comportamiento de las cotizaciones de las criptomonedas recuerda al de determinados activos de oferta inelástica como algunas obras de arte o el oro. En 1961 el artista italiano Piero Manzoni produjo una obra conocida como Merda d’Artista, una serie de latas numeradas que contenían heces del autor. En la subasta más reciente una de estas latas alcanzó una cotización superior a los 275.000 euros.

Nos queda la duda de saber qué ocurrirá con el precio de los Bitcoins en dos o tres años. ¿Seguirá apreciándose como la obra de Manzoni o se acabará deshinchando como un globo. Mi apuesta es que tarde o temprano, cuando el modelo haya agotado su vida útil, algunos de los inversores con posiciones fuertes se desembarazarán de ellas convirtiéndolas en dinero real, tumbando el mercado de paso y dejando a algún inocente con su monedero electrónico repleto de monedas virtuales sin valor. La locura de las criptomonedas recuerda demasiado a la de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII.

El nombre “criptomoneda” es pues un tanto engañoso. Sería más útil llamarlas “criptoactivos”, “criptotesoros” e incluso “criptofraudes” en algunos casos.

Para qué sirven las criptomonedas


Las redes sociales están llenas de entusiastas de las criptomonedas. Podemos encontrar entre ellos naturalmente a los minarquistas y otros anarcocapitalistas para los que la idea de una moneda creada al margen del estado encaja con su ideología. También a los “tecnoutópicos” fascinados con las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías y los modelos colaborativos. Hay también una cierta izquierda con raíces ácratas que idealiza las iniciativas comunitarias desarrolladas al margen del control estatal.

Pero creo que la principal utilidad de Bitcoin y otras monedas virtuales reside en el anonimato que supuestamente permiten en transacciones de pago. La semana pasada numerosas empresas de países occidentales sufrieron el ataque de hackers que pidieron un rescate en Bitcoins para liberar los servidores que habían secuestrado. Creo que veremos cada vez más episodios de este tipo y que iremos entendiendo para qué sirven las criptomonedas.

El episodio de hackeo de la semana pasada sugiere un escenario distópico con “ciberestados” pirata con la capacidad de extraer tributos de empresas en criptomonedas. Quizás los entusiastas de la utopía “criptomonetaría” deberían dejar de hacerse ilusiones libertarias. Pueden ser los tontos útiles sobre los que se construye un estado criminal.

La importancia de que el sistema monetario esté controlado por una autoridad central democrática


Quien escribe estas líneas es partidario del estado nacional dotado de plena soberanía, una de cuyas manifestaciones es la moneda fiduciaria. Los grandes logros democráticos, los avances en los derechos sociales o la creación de un cuerpo de derecho son victorias de una institución que es hija de la ilustración y de las grandes revoluciones emancipadoras: el estado de derecho democrático y social. En mi opinión actualmente los estados necesitan más que nunca utilizar el poder que les otorgan los sistemas monetarios para afrontar los graves problemas que acucian a nuestras sociedades: el desempleo, la amenaza del cambio climático, los retos migratorios, etc…Todos estos retos deben ser abordados por instituciones democráticas sometidas a controles y a procesos de deliberación. Las criptomonedas solo pretenden socavar este poder entregándoselo a especuladores, delincuentes, mafiosos y narcotraficantes.

martes, 23 de mayo de 2017

Portugal sale del procedimiento de déficit excesivo y esa es una mala noticia

Editorial publicado en RedMMT



Escrito por Redacción


Esta semana hemos conocido que la Comisión Europea ha sacado a Portugal del procedimiento abierto por déficit excesivo. Muchos progresistas han cantado albricias y explican la noticia como una prueba de la superior capacidad de gestión del gobierno de Costas, en coalición con los partidos de la izquierda, y lo contrastan con el hecho de que España, bajo la presidencia de un gobierno conservador y corrupto, siga incluido en el proceso de déficit excesivo. Hay un problema de corrupción, pero no es un problema de corrupción.

Creemos que tal posición es un grave error de apreciación. En Portugal la tasa de desempleo es del 10%, un guarismo alejadísimo del pleno empleo y que probablemente esconde una realidad social más trágica ya que no computa a los que han abandonado la búsqueda activa de empleo o han abandonado el país. En estas circunstancias la acción correcta es subir el déficit, no bajarlo. El gran economista Abba Lerner desarrolló el concepto de finanzas funcionales para determinar la política fiscal adecuada a la consecución de los objetivos de pleno empleo y estabilidad de precios:


El principio de juzgar por los efectos ha sido aplicado a muchos otros campos de la actividad humana, se conoce como el método científico que se opone al escolástico. El principio de juzgar las medidas fiscales por la forma en que operan o funcionan en la economía podríamos llamarlo Finanza Funcional.

Esto llevó a Abba Lerner a definir una simple regla para un gobierno que trata de maximizar el bienestar de la sociedad:


Si existe desempleo es conveniente reducir impuestos o aumentar el gasto. Si hay un exceso de demanda de forma que hay pleno empleo con precios al alza que amenaza con inflación la política adecuada es la contraria. Esta es la primera ley de las finanzas funcionales. (Selected Economic Writings of Abba P. Lerner, 1983)

Las finanzas funcionales dejan sin efecto los principios de las finanzas “responsables” en los que creen las autoridades de Bruselas. Atenerse a las insensatas reglas fiscales impuestas en el Tratado de Maastricht es plegarse a una ideología obsoleta y conservadora que antepone ridículos objetivos presupuestarios basados en una fracción (déficit fiscal en porcentaje del PIB) carente de significado y adverso al bienestar del pueblo.

Lamentamos que el Gobierno socialdemócrata de Portugal haya renunciado a las señas de identidad de la izquierda plegándose a irrelevantes reglas de “decoro” fiscal que solo sirven a intereses oligárquicos. Este tipo de actitudes han caracterizado la gestión de los acomplejados partidos socialdemócratas que han preferido someterse a los dogmas del pensamiento neoliberal antes que defender con convicción políticas a favor de la mayoría social que acaben de una vez con la lacra del desempleo en el sur de Europa.

Pedimos a los partidos progresistas de Europa que despierten ante los cantos de sirena a ritmo de fado que llegan desde Portugal y tengan el coraje de presentar un discurso alternativo, enfrentándose a las autoridades de Bruselas si fuese menester. La prioridad es el pleno empleo, y si hay que despojarse de un Banco Central Europeo que mira hacia otro lado forzando la austeridad presupuestaria y obviando el sufrimiento social a favor de unas estructuras de poder que nos esquilman, no queda más opción que dotarse de soberanía monetaria y abandonar este diseño disfuncional y sus frugales apariencias de cambio.

lunes, 22 de mayo de 2017

Ornitología fiscal

En el espectro político podemos encontrar fundamentalmente a dos clases de aves en función de su posicionamiento respecto al déficit fiscal. Por un lado tenemos a los “halcones”, los partidarios de reducir el gasto público a toda costa y asegurar que haya un superávit. Los halcones suelen asociar todo tipo de catástrofes a la existencia de déficit prolongados tales como hiperinflaciones, montañas de deuda impagables, etc. No suelen comprender que si los halcones se saliesen con la suya el estado estaría literalmente destruyendo todo el dinero en circulación y llevaría la economía a tasas cada vez más altas de desempleo y deflación que además hacen imposible que el estado cumpla con sus objetivos de recaudación fiscal puesto que la caída de rentas provocará que ésta baje.

En la fauna política encontramos también a los “palomos”. Estos son un versión más blanda de los partidarios de la hacienda “responsable” y suelen hallarse en los partidos políticos de izquierda socialdemócrata. Los palomos creen que el saldo público debe equilibrarse en el tiempo. Si hoy hay un déficit mañana el gobierno debe alcanzar un superávit para evitar que se produzcan los terroríficos males con los que amenazan los halcones. En definitiva los palomos están dispuestos a aceptar un déficit no muy grande en tiempos de recesión pero éste debe corregirse cuanto antes. Los palomos suelen renunciar a sus promesas electorales porque piensan que todo aumento del gasto social debe ir acompañado de un aumento de la recaudación fiscal. Por ello suelen ponerse la soga al cuello. Cuando la economía se está recuperando de una recesión son propensos a alarmarse porque el déficit no se está reduciendo al ritmo deseado y renuncian a políticas de gasto público o recurren a aumentos de impuestos que obstaculizan la recuperación económica.


El conocimiento de la teoría moderna de la moneda y de las finanzas funcionales permitiría que los políticos actuaran como búhos del déficit. El búho es el ave silenciosa y astuta, capaz de anticipar los movimientos de su presa y actuar con eficacia asesina cuando es necesario. El búho fiscal toma sus decisiones políticas en función de sus efectos aplicando las dos leyes que formuló Abba Lerner quien consideraba que el «procedimiento racional es juzgar todas las acciones por sus efectos y no por vagas nociones de decoro o indecoro. “Por sus frutos los conoceréis”» (Lerner, The Economics of Control, 1944).

El principio de juzgar por los efectos ha sido aplicado a muchos otros campos de la actividad humana, se conoce como el método científico que se opone al escolástico. El principio de juzgar las medidas fiscales por la forma en que operan o funcionan en la economía podríamos llamarlo Finanza Funcional. (Lerner, Selected Economic Writings of Abba P. Lerner, 1983)


Si el dinero que consigue el estado por vender sus acitvos, emitir deuda o recaudar impuestos es superior al que entrega por transferir rentas, hacer préstamos o comprar entonces no necesita imprimir dinero (hogaño diríamos teclear dinero). A la inversa si los cobros son menores que los gastos entonces habría que imprimir dinero.

La recaudación de impuestos efectivamente aumenta el dinero en manos del estado y detrae dinero de los bolsillos de los ciudadanos. El primer efecto no tendría mucha relevancia. Si se acumulan billetes en sus cofres podría guardarlos pero también podría quemarlos o destruirlos. Lo importante es el segundo efecto. Lerner entendió que recaudar impuestos no servía para financiar al estado sino para detraer poder de compra del sector privado y otros fines de política pública como desincentivar determinados comportamientos. El hecho de que el gobierno ingresara más dinero del que gastara tendría poca importancia. 

La primera responsabilidad del gobierno (que nadie más puede asumir) es mantener la tasa total de gasto del país en bienes y servicios ni por encima ni por debajo de la tasa a la que los precios actuales comprarían todos los bienes que es posible producir. Si se consiente que el gasto supere ese límite habrá inflación y si se permite que caiga por debajo habrá desempleo. Esto llevó a Abba Lerner a definir una simple regla para un gobierno que trata de maximizar el bienestar de la sociedad. Si existe desempleo es conveniente reducir impuestos o aumentar el gasto. Si hay un exceso de demanda de forma que hay pleno empleo con precios al alza que amenaza con inflación la política adecuada es la contraria. Esta es la primera ley de las finanzas funcionales.

Emitir deuda tampoco sirve para proveer al estado de recursos financieros. Tomar dinero en préstamo o prestarlo solo tiene la utilidad de determinar los tipos de interés. Esta es la segunda ley de la finanza funcional: el gobierno debe pedir prestado si es deseable que el público tenga menos dinero y más bonos del tesoro. En definitiva las finanzas funcionales dejan sin efecto los principios de las finanzas “responsables” en los que creen las autoridades de Bruselas, los políticos conservadores y —lamentablemente— la mayoría de los políticos sedicentes progresistas. Equilibrar las cuentas públicas no tiene ninguna utilidad y el déficit público no es más que un guarismo que indica poca cosa más que el hecho de que el estado ha inyectado más poder adquisitivo del que ha drenado. Si observamos que existe pleno empleo y estabilidad de precios entonces sabemos que vamos bien, sea el déficit público equivalente al -2% del PIB, el -8% del PIB, o el -15% del PIB.

El empeño por equilibrar las cuentas públicas en una época en la que el desempleo es muy elevado solo puede provocar un descenso de precios y un hundimiento adicional de la demanda agregada. Como dice Warren Mosler, «un presupuesto equilibrado por principio corresponde al gasto mínimo que no provoca una deflación continuada (Mosler, Soft Currency Economics, 1996)». 

jueves, 18 de mayo de 2017

Si no quieres un monopolio ¿para qué te metes?

Una versión más breve de este post apareció originalmente como un artículo de opinión en la sección Luces Rojas de Infolibre. 

Hace pocos días supimos que unos desaprensivos habían quemado unos coches de la empresa Cabify. El suceso despertó mi curiosidad por conocer un sector empresarial en alza; vilipendiado por unos, ensalzado por otros. Existen varias empresas tecnológicas como Uber, Cabify o Avant que explotan plataformas que ponen en contacto a conductores de vehículos y pasajeros. Estas aplicaciones ofrecen al usuario una experiencia personalizada —al parecer en vehículos de alta gama o adaptados a sus necesidades—, seguridad, localización mediante GPS e información sobre el trayecto y las tarifas. Una especie de servicio premium de taxi. Para contratarlos es necesario utilizar su plataforma online en la que se indica el trayecto que desea realizar, se recibe información del vehículo y del conductor y se conocerá el coste exacto del servicio.

Las plataformas intermedian pues entre los clientes y los conductores con licencia VTC (Autorización de Vehículos con Conductor), a los que llaman “socios” para dar la ilusión de que existe una relación de igualdad. Al consultar las páginas web de Uber y Cabify averiguo que el conductor puede trabajar cuantas horas desee —jornadas flexibles que supongo pueden ser cualquier cosa entre unos minutos o doce horas—, ganar mucho dinero —¿dónde hay que firmar?— y recibir el soporte tecnológico para localizar el camino —o sea, un GPS.

Sucede que estas plataformas han puesto en pie de guerra al gremio del taxi. Los taxistas alegan que están sometidos a una onerosa regulación de la que están exentos los conductores de Cabify o Uber. Mientras ellos han tenido que obtener una costosa licencia que les encadenará durante años al volante de su taxi para pagarla los conductores con licencia VTC pagan mucho menos. Con razón o sin ella los taxistas han identificado a los conductores de estas plataformas como competencia desleal.

Desde Cabify y Uber llegan mensajes contradictorios. Por una parte niegan ser competidores del taxi. Por ejemplo, teóricamente un conductor con licencia VTC no puede captar clientes en la calle. Pero estas autojustificaciones se entremezclan con comparaciones odiosas. Los defensores de las plataformas presentan al gremio del taxi como un colectivo obsoleto reticente al cambio tecnológico que se mantiene gracias a una regulación innecesaria. El fundador de Cabify, Juan de Antonio, explicaba en una entrevista que el propósito de su empresa es estar «al servicio de los usuarios y mejorar alguna (sic) industria que llevaba mucho tiempo sin cambiar. Y el transporte de personas estaba muy anquilosado en el pasado». Pone el ejemplo de los taxímetros de los taxis, «que tienen muy poca capacidad de inteligencia» (Cinco Días, 2011). Puede que no sean competidores pero el cruce de declaraciones entre las empresas y los colectivos del taxi deja patente que hay poco amor entre ellos.

En numerosos artículos he encontrado admiración hacia el impulso modernizador de estas plataformas. Sin embargo cuando examino sus modelos de negocio encuentro motivos de inquietud que me hacen cuestionar la pureza de las intenciones librecambistas de estas empresas.

El gran economista Abba Lerner desarrolló una sencilla ecuación que describe el índice de monopolio de una empresa privada, que llamaremos “μ”. Éste es


Donde “p” es el precio unitario y “cm” es el coste marginal, un concepto desarrollado por los economistas neoclásicos. Los manuales de microeconomía nos ilustran como en un mercado de competencia perfecta —que es como una gema porque rara vez se encuentra en la realidad— el precio unitario debería ser igual al coste marginal (cm). Ello sería así porque los empresarios deciden añadir unidades a su producción si van a poder venderlas a un precio superior al coste de producir esa unidad adicional. Como presumiblemente llegará un punto en el que cada unidad adicional producida cuesta más que la anterior, poco a poco, el coste marginal se acercará al precio y en ese momento el empresario dejará de producir unidades adicionales pues cada una que se añade se vendería a un precio inferior a su coste de producción. En cambio un monopolista tiene capacidad de imponer el precio o la cantidad que está dispuesto a vender al mercado. Por supuesto el monopolista ya no se ve obligado a ofrecer la cantidad de producto a la venta que igual coste marginal con precio sino que fijará el precio o la cantidad que desee ofrecer que maximice su beneficio. Este índice μ oscila entre 0 y 1, donde 0 correspondería a una situación de competencia perfecta —porque al ser p=mc el numerador del índice sería 0— y 1 a una de monopolio perfecto porque en esa situación los costes marginales son 0 y una empresa puede hacer crecer el volumen de producción hasta el punto en el que copa todo el mercado.

Una larga tradición entre los economistas marginalistas explica que cuando los monopolistas no llevan su producción al nivel que iguala precio con coste marginal la economía se aleja de la asignación óptima de factores productivos entre los fabricantes de y bienes producidos entre los consumidores lo cual reduce el bienestar de la sociedad. Contrastemos que ocurrirá con el grado de monopolio en el mercado del taxi actual y el que pretenden imponer las nuevas plataformas.

Es cierto que la entrada en el negocio del taxi está cerrada a quienes no consigan adquirir una licencia. Pero también lo es que los precios del servicio los imponen las autoridades locales, normalmente en negociación con el gremio. Cada taxista es un pequeño empresario poseedor de una licencia que le otorga un cierto poder de mercado. Sin embargo la ley marca un tope al número de horas que puede trabajar y se limita el número de licencias que una persona puede tener. La reglamentación asegura que el gremio del taxi funcione con unos parámetros cercanos a los de un mercado en competencia perfecta aunque seguramente habría otros modelos mejores.

Contrastemos esto con el modelo de “economía colaborativa” que ofrecen Uber y Cabify. Los representantes de la compañía se presentan como adalides de la competencia. Uno de ellos declaró a El Español que había «un grupo de radicales que todo lo que es competencia lo tienen en el punto de mira, pero no tenemos nada de lo que preocuparnos». Pero resulta poco creíble que Cabify solo venga a mejorar la competencia en ese sector. Recientemente esa empresa ha conseguido cerrar una ampliación de capital de 120 millones de dólares, que han aportado unas sociedades de capital riesgo de Silicon Valley. La pregunta entonces es «¿si no quieres un monopolio, para qué metes tanto dinero en este negocio?» La contradicción se hace patente en la misma entrevista, en la que el susodicho representante nos dice que en «grandes ciudades tenemos más o menos una cuota de mercado del 50% de todas las licencias de VTC existentes» (Martínez, 2016). ¿En qué quedamos: vienen ustedes a aumentar la competencia o a quedarse con todo el mercado?

Lejos de los modelos distribuidos, las plataformas como Cabify, Uber, Arbnb, Homelidays y otras generan modelos de negocio cada vez más centralizados, con una cúpula de socios extractores de valor, unos pocos trabajadores altamente cualificados que pueden disfrutar de cierta estabilidad laborar y condiciones de trabajo más dignas y una masa de trabajadores/emprendedores/autoexplotados que ponen todos los medios de producción, asumen el riesgo empresarial y obtienen unos rendimientos irregulares rayanos en una renta de mera supervivencia. Pero esta explotación brutal se sublima con el empleo de eufemismos (economía colaborativa, emprendedores, socios) y la fascinación de nuestra sociedad con la tecnología que se asocia a progreso y modernidad.

Cabify y Uber ilustran el sublimado modelo de la “economía colaborativa”. Observen que el uso del adjetivo “colaborativo” le otorga un barniz progresista que oculta un modelo empresarial basado en la extracción de rentas y la explotación laboral más atroz. Es evidente que Cabify o Uber ya disfrutan de un poder de mercado muy fuerte. Para empezar imponen el precio a sus clientes, que no son los usuarios finales, sino los conductores. Buscando en la web he encontrado referencias de comisiones de hasta un 20%, que se me antojan excesivas para una mera intermediación. Mientras existan distintos operadores en competencia quizás los conductores tengan alguna fuerza negociadora. Pero es improbable que esta situación sea duradera.

La naturaleza de los negocios basados en internet es que su coste marginal se aproxima a cero. A Uber o Cabify cada nuevo cliente le cuesta menos que el anterior. Los efectos de red permiten distribuir unos costes fijos entre un número mayor de usuarios y los costes variables son muy bajos. Estas plataformas carecen de límites para crecer indefinidamente. Por tanto alguna resultará ganadora y tarde o temprano expulsará a sus competidores llevándolos a la quiebra o comprándolos para ampliar su cuota de mercado.

De paso, a medida que la plataforma se vuelva más sofisticada y eficaz, ya no será práctico buscar un taxi en la calle con el tradicional gesto de levantar el brazo. Es posible que resulte más eficaz simplemente darle a un botón en el móvil y, si el parque de vehículos del operador es suficientemente grande, en pocos segundos nos llegará un taxi al lugar en el que estamos. Técnicamente el conductor no habrá captado a un cliente en la calle pero se le parece mucho. Los precios de los viajes en coches VTC no están regulados, sus licencias son más baratas en el mercado y por tanto sus precios son menores. En España hay 67.089 licencias de taxi pero ya existen 5.890 licencias VTC (Gutiérrez, 2017).

Es probable que a medida que estas empresas consoliden su poder de mercado e impongan un monopolio efectivo, el taxi tradicional se extinguirá y será sustituido por profesionales del VTC. Con menos competencia veremos cómo cobran comisiones cada vez más altas y llegaremos al punto en el que, una vez descontados los costes de mantenimiento del vehículo, combustible, seguro, impuestos de circulación, amortización, etc. al conductor no le quede más que lo justo para vivir, desde luego con menor holgura que un “obsoleto” taxista. Estas empresas tecnológicas hacen el negocio perfecto: a diferencia de los capitalistas de antaño, dejan que los medios de producción los ponga el socio/emprendedor/autoexplotado. Estos conductores corren con el riesgo inversor y además se comprometen a asumir el coste de renovar su coche cada seis años y mantenerlo en condiciones de limpieza resplandeciente. Las empresas tratan de seducir al conductor con ilusiones de que se convertirán en emprendedores que decidirán cuántas horas trabajan y cuánto quieren cobrar. La realidad es más burda. Un artículo en OK Dinero contaba que algunos clientes de Cabify eran empresas que a su vez contrataban a conductores a través de empresas de trabajo temporal. Están sometidos a duras condiciones laborales con horarios de hasta doce horas, sin posibilidad de cobrar horas extras y pendientes las 24 horas del día 7 días a la semana de la aplicación que les encadena a una relación esclava (Jiménez, 2017). Recurriendo a intermediarios Cabify consigue desprenderse de las responsabilidades legales. El término jornada “flexibile” disfraza una brutal explotación laboral con jornadas interminables.

El negocio se redondea ofreciendo al “emprendedor/autoexplotado” préstamos para la compra de un vehículo si lo necesita. El Financial Times se hizo eco recientemente de las críticas a las prácticas crediticias de Uber. Según asociaciones de consumidores y trabajadores de EEUU, «Uber se aprovecha de sus conductores, arrastrándolos a una deuda que no se pueden permitir». Es una forma rápida de dotarse de una base de conductores atrapados por un préstamo usurario (Hook, 2016).

Es comprensible que los taxistas se sientan amenazados por estos nuevos negocios. Sin embargo, la estrategia de quemar los coches de los conductores VTC no parece la más inteligente. Harían mejor informando de los peligros para la sociedad de estos modelos empresariales que amenazan con reducir a los conductores a la condición de un precariado ferozmente explotado. Deberían instar a las administraciones locales para que estudien la conveniencia de que haya dos tipos de licencias y exigir que regulen las condiciones de trabajo de los conductores VTC con mayor diligencia y que se prohíba a las plataformas que actúen como entidades financieras. Una excelente práctica antimonopolista sería que las administraciones públicas financiaran la implantación de una plataforma que ofreciera prestaciones similares —si no superiores— a las de Cabify y Uber. La alternativa es que dentro de pocos años contemplemos asombrados los millonarios dividendos que cobran los socios capitalistas de estas plataformas mientras lamentamos las horrorosas condiciones de trabajo de los conductores.


Cinco Días. (2011 de diciembre de 23). Un fundador de Tuenti se pasa a los coches de lujo bajo demanda. Obtenido de Cinco Días: http://cincodias.elpais.com/cincodias/2011/12/23/empresas/1324651184_850215.html
Gutiérrez, H. (28 de abril de 2017). El País. Obtenido de La batalla de las licencias: 67.089 taxis y 5.8990 VTC: http://economia.elpais.com/economia/2017/04/28/actualidad/1493390941_523371.html
Hook, L. (11 de Agosto de 2016). Uber hitches a ried with car finance schemes. Obtenido de Financial Times: https://www.ft.com/content/921289f6-5dd1-11e6-bb77-a121aa8abd95#axzz4HROk5W7Q
Jiménez, B. (19 de 02 de 2017). Conductores de Cabify advierten de las duras condiciones laborales impuestas por Jobandtalent. Obtenido de OK dinero: https://okdiario.com/economia/empresas/2017/02/19/conductores-cabify-advierten-duras-condiciones-laborales-impuestas-jobandtalent-766408
Martínez, J. (16 de febrero de 2016). Cabify se rearma con nuevos fondos para competir con Uber. Obtenido de El Español: http://www.elespanol.com/economia/20151012/70992931_0.html

lunes, 8 de mayo de 2017

El bosque de la deuda pública

Cualquiera que haya seguido la prensa económica o las secciones de economía de la prensa generalista durante los últimos años habrá observado cómo periódicamente se nos alerta acerca del crecimiento insostenible de la deuda pública. La deuda del estado despierta temores entre la derecha porque se asocia con una subida de impuestos en el futuro cuando haya que pagarla —otro motivo menos confesable es que la derecha desea limitar el ámbito de actuación del estado. Incluso desde la izquierda se habla con frecuencia de deuda “ilegitima” y la necesidad de someterla a auditoría. Creo que la izquierda tiene problemas para comprender que las emisiones de deuda constituyen una mera operación monetaria en la que se produce un simple canje de activos. Hay que auditar la ejecución del gasto, no la deuda.

Muchos creen honestamente que la deuda no se puede pagar y que, tarde o temprano, llegará la hora de la verdad en la que el estado se verá obligado a suspender pagos y aplicar políticas de austeridad draconiana, incluso a vender empresas públicas y todas las joyas de la corona. El pavor a la deuda pública se refleja en los en el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria de la Unión Europea que obliga a los países con una deuda pública superior al 60% del PIB a llevarla a ese límite en veinte años a un ritmo de una veinteava parte al año (Boletín Oficial del Estado, 2013, pág. 28).

La histeria de deuda lleva a algunas personas a hacer aseveraciones asombrosas. Por ejemplo no son pocos los que dicen que estamos dejando una pesada carga a futuras generaciones. Según esta visión de pesadilla la presente generación dejará tal carga de deuda que en el futuro nuestros hijos o nietos tendrán que destinar la mayor parte de su renta a pagar el principal y los interesas. Pero la pregunta es cómo exactamente van a pagar esas futuras generaciones esa deuda con los que las hemos cargado tan onerosamente. ¿Tendrán que enviar bienes y servicios producidos en el futuro hacia el pasado por algún mecanismo que la tecnología actual no permite? ¿A quién o quiénes deberán pagar nuestros nietos esa pesada carga?

Es evidente que eso es absurdo: los pagos por el servicio de una deuda se realizan siempre entre personas de una misma generación. En cada generación unos serán acreedores y otros deudores. Cuando el estado paga intereses por el servicio de la deuda alguien está cobrando ese flujo de intereses en el momento presente, no el futuro ni en el pasado. La creación y destrucción de activos financieros no crea ni destruye riqueza ni presente ni futura, simplemente transfiere rentas entre unos agentes y otros. Unos tendrán una posición financiera neta positiva y otros la tendrán negativa pero, en agregado, la posición financiera de la economía es cero.

Existe incluso una página web en EEUU que trata de alarmar a los americanos con un contador de deuda que les ilustra sobre el ritmo al que crece (US Debt Clock). Pero estos ejercicios son pueriles y absurdos. Para empezar es inimaginable que llegará un día del juicio final en el que todos tendrán que saldar su deuda. El gran economista Abba Lerner comparó la deuda a un bosque en el que todos los años mueren árboles pero también nacen otros nuevos (Lerner, 1944, pág. 303). En algunas épocas el bosque crecerá porque nacerán más árboles de los que mueren y en otras el bosque menguará. Puede que una compañía papelera decida tallar una parte para utilizar la pulpa o que haya un incendio pero luego el bosque se podrá recuperar y volverá a crecer aunque todos y cada uno de los árboles que lo componen acabarán por morir. De la misma manera la deuda total aumentará o menguará pero nunca desaparecerá de golpe. Por cada inversor antiguo que quiera desinvertir siempre habrá nuevos inversores que desean comprar nueva deuda. Cuando los primeros son más que lo segundos la deuda aumentará y viceversa.

La fobia a la deuda se deriva de entender al estado como un hogar o una empresa. Pero un estado no es un hogar porque las emisiones de deuda pública cuentan con el respaldo del banco central (también en los países de la zona Euro desde que el Banco Central Europeo inició su programa de flexibilización cuantitativa).

Decir que el estado se endeuda es lo mismo que decir que alguien está acumulando activos financieros. Deuda y crédito son las dos caras de la misma moneda. Cuando el estado se endeuda simplemente está creando instrumentos de ahorro para el sector no gubernamental.
El propósito por el cual el estado emite deuda es reducir la cantidad de reservas existentes en el sistema bancario. Cuando el estado gasta crea reservas bancarias y cuando recauda impuestos las destruye. Por tanto un déficit presupuestario tiene como efecto incrementar el saldo de reservas en el sistema bancario. Las emisiones de deuda drenan estas reservas con la finalidad de crear una escasez y subir el tipo de interés en el mercado interbancario donde los bancos se prestan reservas unos a otros. El interés de este mercado interbancario es una referencia para los bancos que suelen determinar los tipos de interés que aplican a sus clientes añadiendo un margen. En el caso extremo si nadie aceptara el canje de reservas por deuda propuesto por el estado los tipos de interés tenderían a caer a cero. Pero éste sería un comportamiento extraño en entidades capitalistas cuyo objetivo es maximizar el beneficio.

La deuda pública no puede arruinar al estado. Sin embargo la crítica de la deuda pública desde la izquierda tiene una cierta validez aunque por motivos equivocados. Al emitir deuda pública el estado simplemente está sustituyendo un instrumento de ahorro que no paga intereses, las reservas, por otro que sí los paga. La justificación es reducir el poder de compra en manos del sector privado, normalmente con la intención declarada de evitar la inflación. Sin embargo, si lo pensamos con detenimiento, el estado simplemente está modificando las carteras de individuos adinerados que de todas formas no pensaban gastar ese dinero.

Antiguamente eran los más adinerados quienes podían comprar deuda pública. Thomas Piketty nos recuerda en su estudio sobre la desigualdad como los personajes de las novelas decimonónicas de Jean Austen y Balzac colocaban sus ahorros en deuda pública lo cual les permitía sacar una renta anual sin asumir ningún riesgo (Piketty, 2013). Actualmente los grandes tenedores de deuda pública son los fondos de pensiones y de inversiones donde conservan sus ahorros las personas de mayor patrimonio. En realidad la deuda pública es una operación innecesaria que responde a un atavismo que procede de la época de los patrones monetarios metálicos. Entonces los estados debían emitir deuda para conseguir el oro o plata que necesitaban para gastar cuando los ingresos tributarios eran insuficientes. Actualmente el estado se ve obligado por una mera restricción institucional a emitir deuda pública por importe equivalente a su déficit. De esta forma las reservas creadas por el estado quedan automáticamente destruidas. Sin embargo en una etapa posterior los bancos centrales se muestran dispuestos a comprar esa misma deuda pública a cambio de cuentas de reservas si un exceso de reservas lleva los tipos de interés por debajo del nivel deseado por el emisor.
En realidad no hay ninguna necesidad de que los tipos de interés sean distintos del 0%. Pensemos con detenimiento qué supone que el estado pague intereses a los tenedores de deuda pública. En 2015 el estado español pagó más de 33 mil millones de euros en intereses, es decir entregó a los tenedores de la deuda pública el equivalente al 3% del PIB, más que los recortes que histéricamente nos piden los sacerdotes de la austeridad bruselenses. ¿Qué bienes y servicios habían entregado a cambio los tenedores de la deuda pública al estado? Realmente no tuvieron que mover un dedo para conseguir esa cantidad de dinero. Se trata pues de una partida de gasto totalmente regresiva que acentúa la desigualdad en el reparto de rentas en beneficio de una minoría exigua; mera beneficencia para millonarios.


Para los estados que disfrutan de un monopolio en la emisión de la moneda no existe ningún motivo racional que lo obligue a conseguir un dinero que él mismo puede crear sin coste alguno. Lo lógico sería que el estado dejara de emitir deuda pública en lo sucesivo y que el déficit público simplemente se materializara en un aumento de las reservas bancarias llevando los tipos de interés a su tasa natural —el 0%— de forma permanente. Deberíamos suprimir la deuda pública por ser innecesaria y socialmente regresiva.

viernes, 5 de mayo de 2017

Tres alternativas para la zona euro

En este enlace pueden encontrar el vídeo de mi intervención en el Seminario de Economía Marxista, Poskeynesiana y Cuántica al cual el Prof. Julián Sánchez tuvo la gentileza de invitarme.