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jueves, 18 de mayo de 2017

Si no quieres un monopolio ¿para qué te metes?

Una versión más breve de este post apareció originalmente como un artículo de opinión en la sección Luces Rojas de Infolibre. 

Hace pocos días supimos que unos desaprensivos habían quemado unos coches de la empresa Cabify. El suceso despertó mi curiosidad por conocer un sector empresarial en alza; vilipendiado por unos, ensalzado por otros. Existen varias empresas tecnológicas como Uber, Cabify o Avant que explotan plataformas que ponen en contacto a conductores de vehículos y pasajeros. Estas aplicaciones ofrecen al usuario una experiencia personalizada —al parecer en vehículos de alta gama o adaptados a sus necesidades—, seguridad, localización mediante GPS e información sobre el trayecto y las tarifas. Una especie de servicio premium de taxi. Para contratarlos es necesario utilizar su plataforma online en la que se indica el trayecto que desea realizar, se recibe información del vehículo y del conductor y se conocerá el coste exacto del servicio.

Las plataformas intermedian pues entre los clientes y los conductores con licencia VTC (Autorización de Vehículos con Conductor), a los que llaman “socios” para dar la ilusión de que existe una relación de igualdad. Al consultar las páginas web de Uber y Cabify averiguo que el conductor puede trabajar cuantas horas desee —jornadas flexibles que supongo pueden ser cualquier cosa entre unos minutos o doce horas—, ganar mucho dinero —¿dónde hay que firmar?— y recibir el soporte tecnológico para localizar el camino —o sea, un GPS.

Sucede que estas plataformas han puesto en pie de guerra al gremio del taxi. Los taxistas alegan que están sometidos a una onerosa regulación de la que están exentos los conductores de Cabify o Uber. Mientras ellos han tenido que obtener una costosa licencia que les encadenará durante años al volante de su taxi para pagarla los conductores con licencia VTC pagan mucho menos. Con razón o sin ella los taxistas han identificado a los conductores de estas plataformas como competencia desleal.

Desde Cabify y Uber llegan mensajes contradictorios. Por una parte niegan ser competidores del taxi. Por ejemplo, teóricamente un conductor con licencia VTC no puede captar clientes en la calle. Pero estas autojustificaciones se entremezclan con comparaciones odiosas. Los defensores de las plataformas presentan al gremio del taxi como un colectivo obsoleto reticente al cambio tecnológico que se mantiene gracias a una regulación innecesaria. El fundador de Cabify, Juan de Antonio, explicaba en una entrevista que el propósito de su empresa es estar «al servicio de los usuarios y mejorar alguna (sic) industria que llevaba mucho tiempo sin cambiar. Y el transporte de personas estaba muy anquilosado en el pasado». Pone el ejemplo de los taxímetros de los taxis, «que tienen muy poca capacidad de inteligencia» (Cinco Días, 2011). Puede que no sean competidores pero el cruce de declaraciones entre las empresas y los colectivos del taxi deja patente que hay poco amor entre ellos.

En numerosos artículos he encontrado admiración hacia el impulso modernizador de estas plataformas. Sin embargo cuando examino sus modelos de negocio encuentro motivos de inquietud que me hacen cuestionar la pureza de las intenciones librecambistas de estas empresas.

El gran economista Abba Lerner desarrolló una sencilla ecuación que describe el índice de monopolio de una empresa privada, que llamaremos “μ”. Éste es


Donde “p” es el precio unitario y “cm” es el coste marginal, un concepto desarrollado por los economistas neoclásicos. Los manuales de microeconomía nos ilustran como en un mercado de competencia perfecta —que es como una gema porque rara vez se encuentra en la realidad— el precio unitario debería ser igual al coste marginal (cm). Ello sería así porque los empresarios deciden añadir unidades a su producción si van a poder venderlas a un precio superior al coste de producir esa unidad adicional. Como presumiblemente llegará un punto en el que cada unidad adicional producida cuesta más que la anterior, poco a poco, el coste marginal se acercará al precio y en ese momento el empresario dejará de producir unidades adicionales pues cada una que se añade se vendería a un precio inferior a su coste de producción. En cambio un monopolista tiene capacidad de imponer el precio o la cantidad que está dispuesto a vender al mercado. Por supuesto el monopolista ya no se ve obligado a ofrecer la cantidad de producto a la venta que igual coste marginal con precio sino que fijará el precio o la cantidad que desee ofrecer que maximice su beneficio. Este índice μ oscila entre 0 y 1, donde 0 correspondería a una situación de competencia perfecta —porque al ser p=mc el numerador del índice sería 0— y 1 a una de monopolio perfecto porque en esa situación los costes marginales son 0 y una empresa puede hacer crecer el volumen de producción hasta el punto en el que copa todo el mercado.

Una larga tradición entre los economistas marginalistas explica que cuando los monopolistas no llevan su producción al nivel que iguala precio con coste marginal la economía se aleja de la asignación óptima de factores productivos entre los fabricantes de y bienes producidos entre los consumidores lo cual reduce el bienestar de la sociedad. Contrastemos que ocurrirá con el grado de monopolio en el mercado del taxi actual y el que pretenden imponer las nuevas plataformas.

Es cierto que la entrada en el negocio del taxi está cerrada a quienes no consigan adquirir una licencia. Pero también lo es que los precios del servicio los imponen las autoridades locales, normalmente en negociación con el gremio. Cada taxista es un pequeño empresario poseedor de una licencia que le otorga un cierto poder de mercado. Sin embargo la ley marca un tope al número de horas que puede trabajar y se limita el número de licencias que una persona puede tener. La reglamentación asegura que el gremio del taxi funcione con unos parámetros cercanos a los de un mercado en competencia perfecta aunque seguramente habría otros modelos mejores.

Contrastemos esto con el modelo de “economía colaborativa” que ofrecen Uber y Cabify. Los representantes de la compañía se presentan como adalides de la competencia. Uno de ellos declaró a El Español que había «un grupo de radicales que todo lo que es competencia lo tienen en el punto de mira, pero no tenemos nada de lo que preocuparnos». Pero resulta poco creíble que Cabify solo venga a mejorar la competencia en ese sector. Recientemente esa empresa ha conseguido cerrar una ampliación de capital de 120 millones de dólares, que han aportado unas sociedades de capital riesgo de Silicon Valley. La pregunta entonces es «¿si no quieres un monopolio, para qué metes tanto dinero en este negocio?» La contradicción se hace patente en la misma entrevista, en la que el susodicho representante nos dice que en «grandes ciudades tenemos más o menos una cuota de mercado del 50% de todas las licencias de VTC existentes» (Martínez, 2016). ¿En qué quedamos: vienen ustedes a aumentar la competencia o a quedarse con todo el mercado?

Lejos de los modelos distribuidos, las plataformas como Cabify, Uber, Arbnb, Homelidays y otras generan modelos de negocio cada vez más centralizados, con una cúpula de socios extractores de valor, unos pocos trabajadores altamente cualificados que pueden disfrutar de cierta estabilidad laborar y condiciones de trabajo más dignas y una masa de trabajadores/emprendedores/autoexplotados que ponen todos los medios de producción, asumen el riesgo empresarial y obtienen unos rendimientos irregulares rayanos en una renta de mera supervivencia. Pero esta explotación brutal se sublima con el empleo de eufemismos (economía colaborativa, emprendedores, socios) y la fascinación de nuestra sociedad con la tecnología que se asocia a progreso y modernidad.

Cabify y Uber ilustran el sublimado modelo de la “economía colaborativa”. Observen que el uso del adjetivo “colaborativo” le otorga un barniz progresista que oculta un modelo empresarial basado en la extracción de rentas y la explotación laboral más atroz. Es evidente que Cabify o Uber ya disfrutan de un poder de mercado muy fuerte. Para empezar imponen el precio a sus clientes, que no son los usuarios finales, sino los conductores. Buscando en la web he encontrado referencias de comisiones de hasta un 20%, que se me antojan excesivas para una mera intermediación. Mientras existan distintos operadores en competencia quizás los conductores tengan alguna fuerza negociadora. Pero es improbable que esta situación sea duradera.

La naturaleza de los negocios basados en internet es que su coste marginal se aproxima a cero. A Uber o Cabify cada nuevo cliente le cuesta menos que el anterior. Los efectos de red permiten distribuir unos costes fijos entre un número mayor de usuarios y los costes variables son muy bajos. Estas plataformas carecen de límites para crecer indefinidamente. Por tanto alguna resultará ganadora y tarde o temprano expulsará a sus competidores llevándolos a la quiebra o comprándolos para ampliar su cuota de mercado.

De paso, a medida que la plataforma se vuelva más sofisticada y eficaz, ya no será práctico buscar un taxi en la calle con el tradicional gesto de levantar el brazo. Es posible que resulte más eficaz simplemente darle a un botón en el móvil y, si el parque de vehículos del operador es suficientemente grande, en pocos segundos nos llegará un taxi al lugar en el que estamos. Técnicamente el conductor no habrá captado a un cliente en la calle pero se le parece mucho. Los precios de los viajes en coches VTC no están regulados, sus licencias son más baratas en el mercado y por tanto sus precios son menores. En España hay 67.089 licencias de taxi pero ya existen 5.890 licencias VTC (Gutiérrez, 2017).

Es probable que a medida que estas empresas consoliden su poder de mercado e impongan un monopolio efectivo, el taxi tradicional se extinguirá y será sustituido por profesionales del VTC. Con menos competencia veremos cómo cobran comisiones cada vez más altas y llegaremos al punto en el que, una vez descontados los costes de mantenimiento del vehículo, combustible, seguro, impuestos de circulación, amortización, etc. al conductor no le quede más que lo justo para vivir, desde luego con menor holgura que un “obsoleto” taxista. Estas empresas tecnológicas hacen el negocio perfecto: a diferencia de los capitalistas de antaño, dejan que los medios de producción los ponga el socio/emprendedor/autoexplotado. Estos conductores corren con el riesgo inversor y además se comprometen a asumir el coste de renovar su coche cada seis años y mantenerlo en condiciones de limpieza resplandeciente. Las empresas tratan de seducir al conductor con ilusiones de que se convertirán en emprendedores que decidirán cuántas horas trabajan y cuánto quieren cobrar. La realidad es más burda. Un artículo en OK Dinero contaba que algunos clientes de Cabify eran empresas que a su vez contrataban a conductores a través de empresas de trabajo temporal. Están sometidos a duras condiciones laborales con horarios de hasta doce horas, sin posibilidad de cobrar horas extras y pendientes las 24 horas del día 7 días a la semana de la aplicación que les encadena a una relación esclava (Jiménez, 2017). Recurriendo a intermediarios Cabify consigue desprenderse de las responsabilidades legales. El término jornada “flexibile” disfraza una brutal explotación laboral con jornadas interminables.

El negocio se redondea ofreciendo al “emprendedor/autoexplotado” préstamos para la compra de un vehículo si lo necesita. El Financial Times se hizo eco recientemente de las críticas a las prácticas crediticias de Uber. Según asociaciones de consumidores y trabajadores de EEUU, «Uber se aprovecha de sus conductores, arrastrándolos a una deuda que no se pueden permitir». Es una forma rápida de dotarse de una base de conductores atrapados por un préstamo usurario (Hook, 2016).

Es comprensible que los taxistas se sientan amenazados por estos nuevos negocios. Sin embargo, la estrategia de quemar los coches de los conductores VTC no parece la más inteligente. Harían mejor informando de los peligros para la sociedad de estos modelos empresariales que amenazan con reducir a los conductores a la condición de un precariado ferozmente explotado. Deberían instar a las administraciones locales para que estudien la conveniencia de que haya dos tipos de licencias y exigir que regulen las condiciones de trabajo de los conductores VTC con mayor diligencia y que se prohíba a las plataformas que actúen como entidades financieras. Una excelente práctica antimonopolista sería que las administraciones públicas financiaran la implantación de una plataforma que ofreciera prestaciones similares —si no superiores— a las de Cabify y Uber. La alternativa es que dentro de pocos años contemplemos asombrados los millonarios dividendos que cobran los socios capitalistas de estas plataformas mientras lamentamos las horrorosas condiciones de trabajo de los conductores.


Cinco Días. (2011 de diciembre de 23). Un fundador de Tuenti se pasa a los coches de lujo bajo demanda. Obtenido de Cinco Días: http://cincodias.elpais.com/cincodias/2011/12/23/empresas/1324651184_850215.html
Gutiérrez, H. (28 de abril de 2017). El País. Obtenido de La batalla de las licencias: 67.089 taxis y 5.8990 VTC: http://economia.elpais.com/economia/2017/04/28/actualidad/1493390941_523371.html
Hook, L. (11 de Agosto de 2016). Uber hitches a ried with car finance schemes. Obtenido de Financial Times: https://www.ft.com/content/921289f6-5dd1-11e6-bb77-a121aa8abd95#axzz4HROk5W7Q
Jiménez, B. (19 de 02 de 2017). Conductores de Cabify advierten de las duras condiciones laborales impuestas por Jobandtalent. Obtenido de OK dinero: https://okdiario.com/economia/empresas/2017/02/19/conductores-cabify-advierten-duras-condiciones-laborales-impuestas-jobandtalent-766408
Martínez, J. (16 de febrero de 2016). Cabify se rearma con nuevos fondos para competir con Uber. Obtenido de El Español: http://www.elespanol.com/economia/20151012/70992931_0.html

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