Artículo publicado originalmente en El Viejo Topo. El Viejo topo, ISSN 0210-2706, Nº. 365 (Junio), 2018, págs. 32-38
En artículos anteriores
de esta serie sobre la teoría moderna de la moneda (TMM) hemos planteado la
necesidad de un programa de recuperación económica basado en un aumento del
gasto público deficitario. Esta propuesta suele ser acogida con caras de
espanto entre los economistas ortodoxos y entre los tertulianos de mesa camilla
comentarios jocosos que denuncian aviesas intenciones de darle a la máquina de
imprimir billetes y admoniciones de futuras hiperinflaciones como la que
sufrieron Zimbabue o la Alemania de Weimar. De hecho el portavoz español del
pensamiento económico más reaccionario, Juan Ramón Rallo, no pierde ocasión
para identificar la TMM con impresión de dinero y asociarla con los problemas
económicos de Venezuela en un ejercicio de deshonestidad intelectual sin
límites.
Ilustración 1. Evolución del Índice de Precios al Consumo en España.
Ilustración 1. Evolución del Índice de Precios al Consumo en España.
La preocupación por la
inflación en los momentos actuales en los que hemos padecido más de dos años de deflación y
llevamos más de dos décadas de baja inflación en todo caso resulta un tanto
espuria, y, sin embargo, desgraciadamente
el espantajo de la ‘hiperinflación’es uno de los argumentos popularmente más creídos y sagazmente utilizados para
evitar la recuperación de la soberanía monetaria y para frenar un programa
político progresista.
La deflación o caída continuada de los precios, lejos de ser positiva para la economía, dificulta la recuperación económica tras una crisis originada por el elevado endeudamiento de hogares y empresas ya que provoca una subida del valor real de las deudas.
La deflación o caída continuada de los precios, lejos de ser positiva para la economía, dificulta la recuperación económica tras una crisis originada por el elevado endeudamiento de hogares y empresas ya que provoca una subida del valor real de las deudas.
Sería legítimo hacerse la
pregunta sobre cuál es el nivel de inflación adecuado. El BCE se ha marcado un
objetivo de alcanzar una tasa de variación de los precios “inferior al, pero
muy cerca del 2%”. El soporte teórico de tal objetivo de inflación no ha sido
explicitado por el BCE, simplemente se afirma que «tasas de inflación inferiores, pero cercanas, al 2% son lo
suficientemente bajas como para que la economía recoja plenamente los
beneficios de la estabilidad de precios (European Central Bank, 2016)». ¿Por qué? No
se sabe.
A los economistas de la
TMM lo que nos espanta es que ante la ruina de tantas vidas por causa del
desempleo y la miseria predomine la visión de que es preferible evitar
cualquier atisbo de inflación antes que acabar con la pobreza. Para nosotros la
prioridad es asegurar el pleno empleo porque genera un nivel de satisfacción en
la sociedad muy superior al de una tasa de inflación baja.
Una vez alcanzado dicho
objetivo la tarea del gobierno es asegurar que la mantiene a la vez que aplica
políticas para reducir la tasa de inflación si es necesario. Países como Corea
del Sur, Japón e Islandia demuestran que altos niveles de empleo son
compatibles con bajos niveles de inflación. Un tipo de inflación del 0% es
perfectamente aceptable si existe pleno empleo pero una tasa de inflación del
5% también es perfectamente soportable y razonable. Con esa tasa de inflación
se tarda 14 años en duplicar los precios, un ritmo que no altera excesivamente
los cálculos de los hombres de negocios.
Pero volvamos a las
reacciones conservadoras. La expresión, “darle a la máquina de imprimir
billetes” actualmente es una analogía falaz porque la mayor parte del dinero
toma la forma de apuntes contables creados mediante tecleos de ordenador. Sin
embargo en su versión más o menos explícitamente difundida entre la sociedad la
causa de la inflación es el empeño del estado en gastar mucho más de lo que
ingresa. La identificación del gobierno como principal causante de inflación
parte de una teoría que explica la subida de precios como un fenómeno
fundamentalmente monetario. El gasto público deficitario implica un aumento del dinero en circulación. El gasto público
“incontrolado” provoca que haya más dinero en circulación del que se puede
comprar con la cantidad emitida. Esta visión procede de la teoría cuantitativa del dinero. Para explicarla se suele recurrir a
una sencilla ecuación:
M·V=ΣQi·Pi
Donde ‘M’ es la masa
monetaria, ‘V’ la velocidad del dinero es decir, el número de veces que una
determinada masa de dinero se utiliza para pagar todos los bienes y servicios
que se intercambian en la economía. El producto de ‘M’ por ‘V’ es
necesariamente idéntico a la suma de todos los productos y servicios vendidos
en una economía, medidos en volumen, ‘Qi’ y multiplicados por su
precio ‘Pi’. La teoría cuantitativa trata de convertir una identidad
en una explicación de la variación de los precios estableciendo una relación
causa-efecto entre aumento de la masa monetaria y la inflación. Esto es como
decir que, sabiendo que velocidad es igual a distancia partido por tiempo, la
causa de los accidentes de tráfico debe ser el número de kilómetros de
carreteras que construye el estado. El monetarismo de Milton Friedman, padre de
la reacción neoliberal de los años 70 y padrino de los Chicago Boys que trajeron
las políticas económicas de choque ultraliberal que acompañaron al golpe
fascista de Pinochet, se basaba en esta simplista teoría de la formación de los
precios.
La ecuación del monetarismo no
explica nada acerca de las variaciones experimentadas por cada una de las
variables ni sobre las relaciones de dependencia entre unas otras. Para que un
aumento de M·V produjera inflación tendríamos que asumir que, en el otro lado
de la ecuación Q no pudiera variar o lo hiciera de forma independiente. Dicho de
otro modo, la producción tiene que ser una constante o su crecimiento no
responder a estímulos monetarios. Pero podría ocurrir que la economía no se
encuentre en una situación de pleno empleo y que un aumento del producto M·V
estimulara la demanda y animara a los empresarios incrementando su oferta con
un incremento de la producción. Un fenómeno de este tipo se da cuando los
bancos conceden nuevos créditos, un proceso que consiste en crear nuevos
depósitos en cuentas bancarias —recordemos que los depósitos son dinero, luego
los créditos bancarios, por definición, aumentan la oferta monetaria—, para
comprar coches o casas de nueva construcción.
Los bancos centrales,
siguiendo las recomendaciones de Milton Friedman, intentaron controlar la
variable M en los años 70 y 80 pero no tardaron en darse cuenta de que era una
tarea ímproba precisamente porque la velocidad del dinero V experimenta una
gran volatilidad. Philip Pilkington lo describe muy gráficamente cuando dice
que «controlar la economía mediante la regulación
de la oferta de dinero es como controlar las tasas de nupcialidad regulando la
oferta de anillos de boda»
El fracaso de los bancos
centrales en su intento por controlar el crecimiento de los agregados tiene
fácil explicación. Puede que los bancos centrales, preocupados por el aumento
de los precios traten de controlar el crecimiento de la masa monetaria. Para
ello subirán los tipos de interés, impondrán coeficientes de caja o drenarán
reservas del sistema bancario vendiendo títulos de deuda pública. Este esfuerzo
será en vano si los bancos privados siguen viendo oportunidades de generar un
beneficio creando nuevos depósitos a favor de sus clientes más solventes.
Las subidas de precios son un fenómeno muy
complejo que no suelen deberse a una única causa. El error de los monetaristas y de los neoliberales
es no reconocer que la inflación es un fenómeno más complejo de lo que sugiere
la teoría cuantitativa del dinero. Los procesos de inflación se explican
fundamentalmente porque todos los agentes económicos desean ejercer un poder de
gasto en términos nominales que en su conjunto excede de la oferta que es capaz
de entregar la economía real. Pero esto no explica gran cosa y nos obliga a
profundizar un poco más.
Tradicionalmente los economistas keynesianos
han distinguido entre inflación de demanda e inflación de costes. La inflación
de demanda se da cuando la economía se acerca al límite de su capacidad
productiva. En este caso la demanda puede superar la oferta de bienes y
servicios a la venta. Esto puede ser culpa de una decisión de aumentar el gasto
público adoptada por el gobierno, pero también puede ser el resultado de un
crecimiento del crédito bancario al sector privado que permite a los
consumidores y empresas asumir un gasto mayor del que les permite su renta, o
de un aumento de las exportaciones. Si el fenómeno se lleva muy lejos puede
agotarse la capacidad productiva de la economía. En esta situación la
elasticidad de la oferta es baja porque ampliar capacidad productiva a corto
plazo es difícil. Hacerlo requiere invertir en maquinaria, edificios y fábricas
y contratar nuevos empleados a los que hay que formar y preparar; todo lo cual
lleva tiempo. Entretanto, ante un aumento de la demanda, los empresarios pueden
aprovechar la ocasión para aumentar precios.
Pero ni siquiera esta
afirmación puede ser categórica porque puede arrancar un proceso inflacionista
en una economía que no se encuentre cerca del pleno empleo ni al límite de su
capacidad productiva. La experiencia histórica sugiere que los shocks externos,
como un incremento del coste de las materias primas o un conflicto bélico,
pueden desencadenar subidas en los precios incluso cuando una economía no se
encuentra funcionando a pleno rendimiento.
Este tipo de inflación, inducida normalmente
por un shock externo, es la determinada por los costes. Durante los años 70 las
autoridades se encontraron con una combinación de estancamiento e inflación —a
la que se denominó ‚estanflación‘—derivada de la subida de los precios del
petróleo aplicada por los países de la OPEP tras la Guerra del Yom Kipur.
Estos shocks externos
pueden iniciar una pugna entre los agentes económicos por el reparto de las
rentas. Este fenómeno se conoce como espiral de crecimiento de precios y
salarios. En una espiral de este tipo, los trabajadores pueden responder ante
una subida de los precios, con conflictos industriales, huelgas y negociaciones
de convenios colectivos que les permitan recuperar parte del poder adquisitivo
perdido y los empresarios pueden responder repercutiendo este aumento de costes
salariales de nuevo a los precios. Estas espirales a veces se aceleran porque
se consolidan las expectativas inflacionistas que inducen alzas sucesivas de
precios. Determinados elementos institucionales pueden agravar y perpetuar el
problema. Entre ellos podemos citar la indexación de salarios y rentas o
determinadas prácticas de contratación del estado o estructuras oligopolistas
que otorgan un fuerte poder de mercado a las empresas para fijar los precios y
por tanto transmitir los aumentos de costes a sus clientes (Medina
Miltimore S., 2016).
En estos procesos el
papel de la oferta de dinero es subsidiario pues, sin un incremento de la masa
monetaria que valide el crecimiento del gasto nominal, no será posible
perpetuar el crecimiento del gasto. La inflación provoca aumentos en el fondo
de maniobra de los empresarios ya que obliga a aumentar el valor nominal de sus
stocks y de su inversión en crédito comercial. Si el negocio del empresario es
rentable un banco seguirá concediendo financiación al empresario aumentando el
crédito y por tanto creando nuevos depósitos bancarios que expanden la oferta
monetaria.
Pese a que su causa no
fue monetaria sino un choque externo el período de estanflación de los años 70
fue aprovechado por los monetaristas, que venían dominando los ámbitos
académicos, los bancos centrales y las élites de los partidos desde hacía
tiempo, para darle la puntilla a las políticas keynesianas. Este episodio fue
el preludio de la era neoliberal que ha priorizado la lucha contra la inflación
sobre el desempleo.
Ante un proceso
inflacionista causado por un exceso de demanda el estado podría aplicar
políticas que aumenten la capacidad productiva de la economía pero las reformas
estructurales tardan en surtir efectos. Por tanto las políticas de oferta son
poco adecuadas para luchar contra la inflación de forma rápida. A corto plazo,
la solución más empleada es contener el crecimiento del gasto agregado. Para
ello se puede utilizar una combinación de las siguientes políticas a corto
plazo.
- Subir los impuestos retirando poder de compra del sector privado y reservando de esta forma una mayor parte del producto nacional para los fines públicos.
- Reducir el gasto público para liberar recursos a favor de la demanda del sector no público.
- Frenar el crecimiento de las exportaciones o fomentar el crecimiento de las importaciones para aumentar la oferta.
- Crear desempleo con políticas monetarias restrictivas que suban los tipos de interés y desanimen la inversión y el crédito.
El problema de estas políticas
es que causan un daño considerable a la sociedad y, aunque puedan ser eficaces
a corto plazo, a la larga no amplían la capacidad productiva. Por otra parte, las situaciones de pleno empleo en la que la economía se
encuentra al límite de su capacidad han sido muy esporádicas. Por ejemplo,
según datos que publica la agencia de estadística europea Eurostat sobre
utilización de capacidad productiva de la industria, la economía española nunca
ha aprovechado más del 82% de la capacidad instalada y actualmente no despunta
mucho por encima del 78%.
Por otra parte muchos
economistas poskeynesianos han observado que ante un aumento de la demanda las
empresas prefieren aumentar la producción para ganar o mantener su cuota de
mercado antes que subir los precios. Solo cuando las empresas van agotando su
capacidad productiva empezarán a revisarlos al alza.
Pero si entendemos que la
inflación no siempre es causada por una situación de pleno empleo sino por una
disputa por el reparto de las rentas —por ejemplo debido a un shock de costes
externos— entonces la TMM nos sugiere
que otro tipo de herramientas serían más útiles para asegurar la estabilidad de
precios. Puede ser más apropiado impulsar una política de rentas fomentando acuerdos
entre sindicatos y empresarios para controlar el crecimiento de salarios y
beneficios. Entre las más eficaces puede estar impedir o desincentivar la
indexación de los salarios y rentas pero también la gestión de stocks de
reserva que amortigüen el impacto de los shocks de costes sin necesidad de
crear desempleo.
Sin embargo el papel del
estado no se acaba en la administración de ciertos precios. En los sistemas de
circulación fiduciaria, el estado disfruta del monopolio de creación de nuevas
reservas bancarias. Aunque no tenga forma de controlar la demanda por su
producto sí sabemos que todo
monopolista tiene la potestad de fijar el precio del producto que vende. Puede
fijar el precio del bien en términos de sí mismo, es decir cuántas unidades
recibirá mañana a cambio de desprenderse hoy de cierto número de unidades, o
dicho de otra manera, el tipo de interés. También puede determinar el valor de
ese bien en relación a otros bienes.
Un aspecto ignorado por muchos
autores es la influencia que tienen los propios tipos de interés en la tasa de
inflación. Warren Mosler explica que los tipos de interés marcan una senda de
referencia para los demás bienes. En los mercados de materias primas se forman
precios para comprar y vender mercancías en la fecha actual —el mercado ‘spot’— pero también se negocian
contratos para entrega de una mercancía a plazo. «Si los tipos de interés son cero, ignorando los costes de
almacenamiento, el precio spot y a futuro deberían ser idénticos. Sin embargo,
si los tipos de interés son más elevados, digamos el 10%, entonces el precio de
esas mercancías para entrega en el futuro serían un 10% mayores (en términos
anualizados). Es decir, un tipo del 10% implica un incremento continuado de los
precios del 10%, ¡lo cual es una definición de inflación de manual! Es la
estructura de los tipos de interés a plazo de (los activos) libres de riesgo la
que refleja una estructura de precios a plazo la que se alimenta tanto en los
costes de producción así como en la capacidad de vender anticipadamente a
precios más elevados, estableciéndose de este modo, la inflación por definición» (Mosler, The
Center of the Universe, 2014). Por este motivo
Mosler recomienda como mejor política antinflacionista mantener los tipos de
interés permanentemente en el 0% para la deuda pública en todos sus tramos.
Esta conclusión desafía la
lógica convencional que sugeriría que un aumento de los tipos de interés
ayudaría a contener la demanda. La realidad es que este tipo de políticas
tienen efectos contradictorios pues, si bien un aumento de los tipos de interés
puede desincentivar la creación de nuevos préstamos, también inyectan poder
adquisitivo desde el estado al sector privado además de tener el efecto de
trazar la senda de precios para entrega a plazo que describe Mosler. La
cuestión es saber qué efecto prevalecería en cada situación y este no siempre
será necesariamente el que tiene en mente el responsable de ejecutar las
políticas.
Pero los economistas y los gobernantes suelen
olvidar que el poder del estado es mucho mayor de lo que sugiere lo anterior. El
estado es un agente económico de primer orden. Es uno de los principales empleadores
pues en muchos países ocupa a más del 15% ó 20% de la fuerza de trabajo. El gasto
público llega a representar en las economías modernas más del 30% del PIB. En EEUU
este porcentaje es del 38%, en España del 44,5% y en Finlandia del 58,1%. No existe
otro agente con mayor poder de compra y por tanto cuesta creer que el estado no
sea capaz de imponer la tasa de crecimiento de los precios a través de su
política de gasto.
Si el estado es el emisor en régimen de
monopolio de la moneda entonces tiene la capacidad de determinar su precio. ¿Cómo
determina el estado el valor de la moneda? Evidentemente a través de sus decisiones
de gasto. Si un año el estado compra una producción de 1.000 unidades de un
producto X a cambio de 1.000 unidades monetarias está pagando una unidad
monetaria por cada unidad de X. Si al año siguiente paga 1.050 por las mismas 1.000
unidades, el precio ha subido a 1,05 unidades por X; de facto ha devaluado su moneda en un 5% en un año. Visto de otra manera,
el valor de la moneda depende de lo que tiene que hacer el sector privado para conseguirla.
El estado puede endurecer las condiciones de acceso a su moneda subiendo los
impuestos o exigiendo al sector privado precios más bajos por sus suministros
al estado.
Sería muy complejo que el gobierno tratara de
administrar todos los precios de los productos que compra. Sin embargo, puede fijar el precio de un bien ‘ancla’ de forma que la fluctuación del precio
de los demás bienes reflejaría las fluctuaciones de sus precios relativos respecto
al bien ancla. El mecanismo consiste en comprometerse a comprar toda la oferta
disponible del bien ancla a un precio decidido políticamente. Esto equivale a
decir que el estado estaría dispuesto a acumular un stock de reserva de ese
bien cuyo nivel variaría en función de lo que está dispuesto a ofrecer el
sector privado a ese precio.
¿Cuál debe ser ese anclaje? Una buena ancla debe
cumplir unas determinadas condiciones. La primera es la ‘estabilidad’, es decir
que su precio relativo respecto a otros bienes tenga una tendencia a fluctuar poco
en el tiempo. Si el bien ancla es un componente de coste relevante en el
proceso productivo entonces la fijación de su precio en términos de nuestra divisa
otorgará una gran estabilidad a los precios finales ya que los empresarios
tendrán menos presión sobre sus márgenes. La segunda es la ‘liquidez’, es decir,
que ningún operador en el mercado tenga la capacidad de comprar una cuota suficiente
de la oferta disponible como para influir y manipular su precio.
Hasta el siglo pasado muchos economistas se han
mostrado partidarios de anclar la moneda al precio del oro, como ocurrió en
EEUU hasta el año 1971. No parece demasiado inteligente dejar que el crecimiento
de la oferta monetaria esté limitada por la generosidad de la naturaleza o quede
al albur del hallazgo de nuevos yacimientos. Un sistema monetario basado en el oro
es propenso a experimentar tensiones deflacionistas muy fuertes ya que su
oferta no puede crecer pari passu
con la economía. El oro no es un buen anclaje para los precios porque su cotización
resulta demasiado volátil.
Los economistas de la TMM han propuesto el precio
del trabajo genérico como un mejor anclaje para los precios. El precio del trabajo
manifiesta leves variaciones de su precio respecto a la mayoría de los bienes.
El gráfico que aparece en la Ilustración
1 muestra que el salario oscila
menos que el del oro. A diferencia del oro, es difícil especular con el salario
lo cual le otorga la segunda propiedad deseada, la liquidez. Resultaría sorprendente
y ridículamente improbable que un operador de mercado tratara de contratar a un
elevado número de trabajadores para especular con su precio.
El coste del factor trabajo es uno de los componentes
más importantes de los precios finales y por tanto su estabilización
contribuirá a la de los demás precios si el estado es capaz de fijar el
salario. Puede conseguirlo comprando toda la fuerza de trabajo dispuesta a
trabajar al salario determinado por el gobierno con un plan de trabajo garantizado.
Si el estado compra toda la oferta de trabajo remunerado en períodos en los que
caiga la utilización de la capacidad productiva, los trabajadores despedidos
por el sector privado podrían integrarse en los programas de empleo público.
Estos trabajadores podrían permanecer en esa bolsa de empleados hasta el
momento en que la producción del sector privado se recupere. La retribución
salarial de la bolsa de empleo pone un suelo a la caída de los sueldos que se
suele observar durante las depresiones económicas. Cuando los empresarios se
muestren dispuestos a contratar personal de nuevo, pueden hacerlo recurriendo a
la bolsa de empleo público atrayendo a trabajadores con una oferta salarial y
contractual superior a la del estado. Si empiezan a producirse tensiones
salariales la existencia de la bolsa de empleados del programa de empleo
garantizado permite a los empresarios contratar a trabajadores que cuentan con
un historial profesional. De esta manera los costes salariales quedan
determinados por el estado y presentan un potente anclaje a los precios de los
demás bienes.
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