Cita de Roosevelt

"Ningún país, sin importar su riqueza, puede permitirse el derroche de sus recursos humanos. La desmoralización causada por el desempleo masivo es nuestra mayor extravagancia. Moralmente es la mayor amenaza a nuestro orden social" (Franklin Delano Roosevelt)

sábado, 27 de julio de 2019

La vieja estafa verde: los impuestos pigouvianos al carbono

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En su obra fundamental, la Economía del Bienestar, el profesor Pigou desarrolló los conceptos de producto social marginal neto y producto privado marginal neto. El producto marginal neto de un recurso es el rendimiento obtenido por añadir un recurso adicional a un proceso productivo, por ejemplo un trabajador adicional, una máquina fresadora adicional en un taller, un coche nuevo a una flota de taxis, etc. Podría haber situaciones en las que las ganancias del producto marginal neto no revirtieran completamente el propietario. En este tipo de situaciones el inversor invertiría menos de lo deseable socialmente. Un ejemplo podría ser el de un propietario de un bosque reacio a invertir en él aunque las ventajas ambientales de la reforestación beneficiarían a todos. En otros casos un empresario podría estar aprovechándose de actividades contaminantes o perjudiciales para la sociedad, por tanto transfiriendo los costes que genera su actividad a la sociedad y obteniendo un rendimiento marginal superior al que le correspondería. Pigou consideraba que el producto social neto marginal tiene que ser igual para todos los empleos de un recurso. Si un recurso arroja un rendimiento marginal mayor dedicándolo a otra actividad debería transferirse a esta para aumentar la producción total. Además el producto social marginal neto debe ser igual al producto privado marginal neto. Esto significará que el inversionista privado recibirá todas las ganancias procedentes de su inversión pero también tendrá que asumir todos sus costes. De lo contrario se producirían externalidades de costes asumidos por la sociedad o no se asignaría una cantidad de recursos óptima a determinadas actividades. Para corregir estas divergencias Pigou proponía utilizar impuestos y subvenciones.

Los impuestos pigouvianos se han convertido en el fundamento teórico de la escuela dominante para abordar los problemas medioambientales.Tal aproximación pretende resolver problemas complejos con mecanismos de incentivos y desincentivos que se acercan al ideal de la economía de mercado. Ésa es la respuesta que está dando el mainstream al reto del cambio climática. Los impuestos al carbono para lidiar con el problema de las emisiones de gases de efecto invernadero encajan con este marco teórico.

Recientemente unos senadores de EEUU han presentado un proyecto de impuesto al carbono con un descuento del 70% para las personas con rentas medias y bajas. El 30% de esta recaudación, que se espera alcance los 2,5 billones de dólaress en 10 años a partir de 2020 se destinaría a proyectos de infraestructura verde, I+D y un programa de formación para los trabajadores que pierdan sus empleos por culpa de la reconversión energética. Al otro lado del Atlántico la nueva presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyan también ha prometido un impuesto al carbono en su afán por obtener la confianza del Parlamento Europeo. La propuesta de von der Leyen también incluye potenciar el mercado donde se negocian los derechos de emisiones.

¿Se están tomando los políticos en serio la amenaza del cambio climático con estas medidas? En el pasado reconozco haber caído también en la trampa de la solución de los impuestos pigouvianos. Pero cuanto más reflexiono sobre ellos más convencido estoy de su ineficiencia y de su inequidad social. Yo creo que no serán eficaces y además contribuirán a deteriorar aun más la distribución de la renta en detrimento de los hogares más perjudicados por los efectos de las políticas neoliberales y la globalización. 

La propuesta de los impuestos al carbono es la opuesta a la del Green New Deal como el que propone Alexandria Ocasio-Cortez y que ya describí en un post anterior. Los impuestos al carbono son un señuelo que se adhieren a la fantasía de la capacidad de los mecanismos de mercado para resolver todos los problemas. Para esta visión cualquier intervención del gobierno se considera anatema.

Es muy improbable que a base de pequeños desincentivos económicos el sector privado acometa las inversiones necesarias para transformar completamente nuestro modelo productivo y energético. El ritmo de adopción de nuevas tecnologías sería demasiado lento para detener un calentamiento global que todas las observaciones demuestran que se ha acelerado en los últimos años. No es creíble que unos hogares depauperados por la crisis, sobre todo los más humildes, tengan los recursos para invertir en la mejora energética de sus hogares: instalar materiales aislantes, cambiar sus calderas, renovar sus vehículos, etc. Tampoco me resulta verosímil que las empresas se sientan atraídas por grandes obras de infraestructura verde sin un liderazgo decidido del Estado. El reto de la transformación a otro modelo energético y productivo es demasiado grande como para que lo asuma el sector privado. Las inversiones son demasiado grandes, los retornos a la inversión serán a muy largo plazo e inciertos. Solo el Estado que disfruta de soberanía monetaria puede liderar un proyecto de la escala y la ambición necesarias para detener el cambio climático.

El tiempo da y quita razones pero estoy convencido de que, si estos nuevos impuestos salen adelante, no veremos los efectos buscados en los plazos pretendidos. Dentro de diez años la emergencia climática puede ser aún mayor que en el presente y quizás nos arrepintamos de haber confiando en instrumentos tan endebles para obrar una transformación que, actuando con políticas de gasto e inversión públicas sí se habría conseguido.

Otro efecto de un impuesto al carbono es que tiende a desplazar las actividades contaminantes a los países más pobres y con estándares medioambientales más relajados. El efecto neto de esto impuetos podría ser, paradójicamente, que no se observase una reducción global de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Los impuestos sobre el carbono propuestos son tímidos y no resuelven nada. Carecen de ambición y no son capaces de ofrecer un nuevo trato a los perdedores del neoliberalismo. No aparece por ningún lado ninguna medida para crear empleos para la gente que los necesita o ayudas para mejorar las viviendas más humildes que son las peor aisladas. Estas personas deben conformarse con un plan de formación. ¿Para qué? ¿Acaso se van a crear los nuevos puestos de trabajo para ellas o simplemente se las dejará colgadas como tantas veces se ha hecho en este país? ¿Hemos de recordar en qué quedó la reconversión industrial de los años 80 en España? ¿Qué soluciones se aportaron a los mineros asturianos cada vez que e amenazó con cerrar sus minas?


Este proyecto neoliberal parte de una visión limitada de la capacidad del estado para movilizar recursos de forma eficaz. En estas propuestas subyace la idea de que el coste de la transformación energética tiene que ser financiado con nuevos impuestos ignorando la capacidad del monopolista de la divisa para movilizar nuevos recursos mediante la creación de nuevo gasto deficitario. En este blog he explicado repetidas veces cuál es la función de los impuestos y ésa no consiste en financiar al estado. Por ejemplo en esta entrada 


Esos nuevos impuestos no financian al estado, simplemente ayudan a retirar poder de compra de la economía liberando recursos reales para que los movilice el Estado. No digo que, ante un ambicioso programa de transformación energética, no se producirían tensiones inflacionista ante el intento de acceder a los recursos necesarios para invertir en nuevas infraestructuras. Tampoco niego que, ante la gran cantidad de recursos que haya que movilizar para atender todas las obras de infraestructura previstas en un GND, sea necesario ampliar el espacio fiscal del Estado liberando recursos que emplea el sector privado. En ese caso puede ser necesario subir algunos impuestos aunque también se pueden imaginar otras medidas que orienten las políticas de gasto público.

Por otra parte me preocupan las consecuencias sociales de estos nuevos impuestos. ¿Cómo debemos interpretar un impuesto sobre el carbono? Se lo traduzco: como siempre las clases populares y medias tendrán que dedicar una mayor parte de su renta a pagar su combustible y consumo energético. Los ricos podrán pagarlo perfectamente. Este impuesto es por tanto una medida regresiva. Sí, se ofrece un descuento del 70% para rentas bajas y medias. Pero para estas rentas incluso ese impuesto minorado supone otra carga adicional cuando ya hace décadas que sus rentas no aumentan en términos reales. Falsa medida para darle apariencia de progresividad. Sería más lógico establecer un impuesto sobre jets privados, mansiones gigantescas horteras, sedes corporativas sobredimensionadas, coches de lujo, campos de golf en lugares áridos o cruceros (contaminan mucho) en vez de fastidiar a los de siempre. Mucho me temo que este tipo de propuestas no están sobre la mesa.

Cuando Macron introdujo un impuesto sobre los hidrocarburos se produjo la revuelta popular de los chalecos amarillos. Estos planes también merecen una revuelta de personas adornadas con un chaleco amarillo.
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Lo verde se ha arrogado a menudo una imagen progresista pero muchas medidas verdes en realidad consiguen reservar los recursos escasos a una población privilegiada. Es como el sobrevalorado plan Madrid Central de Carmena: cierra el acceso a unas zonas selectas para que haya menos tráfico y expulsa a aquellos que no pueden pagarse un nuevo vehículo "no contaminante", oxímoron donde los haya. Una propuesta más acertada y equitativa habría sido fortalecer el transporte público, crear muchas más zonas peatonales y verdes en todos los barrios de Madrid, incluso en Vallecas o Aluche y favorecer una reducción del uso del vehículo privado sea cual sea su motorización.

Abundan los ejemplos de cómo operan estas políticas "verdes" en múltiples facetas: caza, pesca, parques nacionales, zonas urbanas de mejor calidad ambiental, impuestos sobre agua, combustibles, electricidad, bolsas de plástico son actividades y recursos que se han ido reservando cada vez a menos personas. Si no quiero que la gente use bolsas de plástico basta con ponerles un precio de 5 céntimos. El pobre dejará de usarlas, al rico le dará igual seguir llevándose su bolsa de plástico. Si la caza es un recurso escaso y regulado la privatizamos y la convertimos en una actividad reservada a la aristocracia en lugar de prohibirla. Si no queremos que mucha gente entre en un parque nacional cobramos una tasa a la entrada: el turista adinerado podrá pagarla y disfrutar de un entorno exclusivo; el pobre tendrá que buscarse otro lugar más económico. Los ejemplos son infinitos pero, en conclusión, si tengo renta alta y me ponen un precio por acceder a recursos escaso pago el precio y consumo igual. Solo las personas de renta baja deben reducir sus consumos y dejar de acceder a muchas actividades.
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Advertidos quedan de que nos encontramos ante un nuevo conflicto distributivo porque, al final, quienes van a ver otra merma en su nivel de vida real son las clases populares. El problema del cambio climático y el coste de las soluciones se van a cargar sobre ellas.

Estas iniciativas suelen acompañarse de propuestas para desarrollar un mercado de emisiones. De nuevo se utiliza el marco de análisis neoliberal para que todas las soluciones provengan del mercado que se supone resultará en el la solución óptima. Estos mercados simplemente privatizan el espacio que es de todos. Tras la estela de estos mercados para la negociación de derechos no se harán esperar los especialistas en la especulación y la creación de derivados financieros. De alguna forma el viejo dicho "nos cobran por respirar" puede hacerse realidad.

La perversión intrínseca en estos modelos neoliberales de gestión del cambio climático es que asumen que se puede establecer algún tipo de precio donde se alcanzaría una especie de equilibrio, una tasa natural de contaminación, debajo de la cual se puede seguir contaminando ya que los negocios seguirían siendo rentables aun pagando los impuestos pigouvianos y por encima de la cual la contaminación sería excesiva.

Si una empresa contamina no me parece aceptable que se le permita continuar haciéndolo por el hecho de sus márgenes sigan siendo lo suficientemente altos como para permitírselo o porque tenga un poder de mercado tan grande que simplemente transmitirá los costes a sus clientes cautivos. Si la atmósfera es de todos y tenemos derecho a un aire limpio y saludable las actividades contaminantes deben ser simplemente prohibidas o reglamentadas para reducir los daños.

Hay una alternativa superior que se llama Green New Deal que consiste en desarrollar políticas de gasto e inversión públicos ambiciosas con generación de miles de nuevos puestos de trabajo. Lo que  nos ofrecen los neoliberales en cambio es el Green Old Scam, la vieja estafa verde.


martes, 16 de julio de 2019

En respuesta a Roberts: defensa de la teoría monetaria moderna, la pieza que le faltaba al marxismo. Parte III


Ésta es la tercera parte de una serie de tres artículos. Las dos partes anteriores se pueden encontrar en estos vínculos:

El valor de la moneda

Una cuestión central en la crítica de Roberts es si el estado puede determinar el valor del dinero o no. Inclusive asimila nuestra teoría del valor del dinero a la propuesta del socialista utópico John Gray consistente en la emisión de títulos con un precio que representaría el valor de las aportaciones al stock nacional. El argumento no se sostiene porque la TMM se limita a describir la operativa de nuestro sistema monetario actual, no trata de hacer una propuesta utópica.
El valor de la mercancía queda determinado por el trabajo socialmente necesario para obtenerla. Pero, en términos monetarios ¿cuánto vale una hora de trabajo? Para Roberts el precio del dinero se decide en el tiempo mediante el movimiento del capital fijo así como por el tiempo de trabajo socialmente necesario. Pero lo que no queda claro es mediante qué mecanismos se produce tal proceso. Ya hemos visto que este razonamiento es circular. Además, en un sistema capitalista, con crisis periódicas de sobreproducción y burbujas financieras, un sistema descentralizado como el que postula daría lugar a constantes inflaciones y deflaciones de una intensidad mayor a la que vivimos habitualmente. En sus propias palabras el dinero “perdería [su valor] si no guardase relación con el valor creado por los sectores productivos de la economía capitalista que determina el trabajo socialmente necesario. El resultado será pues la inflación o la caída de los beneficios empresariales”.

El problema tiene solución más sencilla si introducimos al Estado en la ecuación. Si éste exige una cierta unidad de tiempo de trabajo a cambio de entregar una unidad de su moneda entonces el sistema de ecuaciones queda determinado. Tal solución resulta inconcebible si no se comprende el poder de monopolio del emisor que va más allá de definir cuál es la unidad de cuenta y la forma del dinero. Todo monopolista puede fijar el precio de aquello que produce dejando que el mercado decida qué cantidad adquiere a ese precio. En su descripción de la TMM Roberts nos atribuye la afirmación de que son los impuestos los que dan valor al dinero. Pero para la TMM la función de los impuestos es otra: crear demanda para asegurar que el dinero del Estado sea aceptado y por tanto reservar recursos reales que se canalizarán hacia los fines públicos. La explicación del precio del dinero está en la cita de Tcherneva que él mismo recoge en su texto pero cuya comprensión se le escapa: el precio del dinero queda fijado por lo que exige el Estado a cambio de entregar una unidad monetaria. Luego en el sector privado surge el vector de precios relativos de todas las demás mercancías que permitiría una equivalencia de unas mercancías con otras. Por ejemplo, si el estado paga la construcción de un hospital o el sueldo de un médico seguramente estará fijando una referencia para los precios de construcción y los sueldos de personal sanitarios formados en el mercado privado.


Esto obviamente es una simplificación pues en una economía capitalista se da una estratificación o filtro monetario lo cual quiere decir que para algunos agentes el acceso al dinero es menos costoso que para otros y además se dan situaciones de dominio de mercado dentro del sector privado lo cual implica que el precio de la moneda no puede ser igual para todos los agentes.


La propuesta de plan de trabajo garantizado (TG) es una herramienta que pretende introducir dinero a cambio de entregar una hora de trabajo. Es un programa completamente endógeno pues su tamaño crecería en coyunturas negativas estabilizando el ciclo. Es una potente herramienta de estabilización del ciclo económico y de los precios. El sueldo mínimo quedaría determinado de facto por el salario pagado por el TG. La forma de introducir el dinero en la economía importa y por tanto el TG está muy lejos de la renta básica universal (RBU) que lo introduce a cambio de nada. Sorprende que un marxista, tan obsesionado por vincular el precio del dinero a su representación de transacciones económicas reales, no se haya percatado de esta diferencia crucial.

El coco de la hiperinflación

El desconocimiento de las implicaciones de la soberanía monetaria lleva a que su gestión sea caótica en muchos países. Por ejemplo muchos países transigen con la inflación tolerando la indexación de precios y salarios o no entendiendo su papel central en la determinación del dinero. Esa comprensión escapa a Roberts y por eso su artículo incluye una admonición sobre los efectos inflacionistas de las políticas de gasto deficitario. Es un argumento de hombre de paja. Resultan irritantes, por aburridas y reiterativas, las constantes alusiones tanto de los críticos mainstream como de los marxistas a Zimbabue, Venezuela, Argentina o Turquía.

Para Roberts la función macroeconómica del déficit descrita por la TMM contraría el postulado de que el dinero solo tendría valor porque hay un valor en la producción que lo respalda. Si las expectativas de la producción financiada por los bancos no son validadas por el mercado, la moneda se devalúa al no corresponderse el dinero que circula en la economía con la producción real de bienes y servicios, aumentando el precio de éstos. Curiosamente a Roberts parece escapársele que los fracasos de las apuestas hechas por los bancos privados sobre la organización de la producción efectuada por los capitalistas también afectarían al valor de la moneda. Inconscientemente va de la mano de los neoliberales que solo ven riesgo de inflación en el gasto público pero nunca en los procesos de creación de dinero bancario.

Un lector atento de los trabajos de los teóricos de la TMM ya se habría percatado de que reiteradamente advierten de que si se pretenden ejercer políticas de gasto que superen la producción o recursos reales disponibles puede haber inflación, sea el origen del dinero estatal o bancario. Efectivamente en situaciones de caída dramática de la capacidad productiva, como la que siguió a la guerra de liberación del pueblo de Zimbabue y una desafortunada política de reparto de fincas entre antiguos combatientes o como cuando las potencias arrebataron a la República de Weimar tras la firma del Tratado de Versalles gran parte de su tejido productivo a la vez que se le exigían indemnizaciones exorbitantes, la pretensión de mantener el nivel de gasto nominal anterior puede desencadenar una hiperinflación.

Sin embargo, reconociendo que los gobiernos que disfrutan de soberanía monetaria no tienen una restricción financiera, en ningún momento los autores de la TMM han afirmado que puedan gastar sin límite. Decimos que tales gobiernos se enfrentan a límites en los recursos reales que están a la venta en su propia moneda. Puede ampliar su espacio fiscal elevando los impuestos pero su gasto tendrá que tener en cuenta esos límites.

La realidad es que, en el escenario actual en el que abundan los recursos ociosos y experimentamos una preocupante atonía de la demanda privada, es improbable que se produjere un proceso inflacionista si los gobiernos aplicaran una política fiscal expansionista. El contexto es importante para decidir qué políticas fiscales, de gasto y estructurales aplica el gobierno. En este sentido recomendamos la excelente revisión de Nathan Tankus, Rohan Gray y Scott Fulwiller sobre las causas de la inflación y cómo estabilizar los precios desde la perspectiva de la TMM (Tankus, Gray, & Fulwiller, 2019).

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El hombre de paja del trabajo garantizado

Ante la reciente crisis Roberts nos reprocha proponer simplemente un aumento del gasto público anticíclico en línea con otros neokeynesianos como Krugman. Estos autores defienden una estabilidad presupuestaria a lo largo del ciclo postura de la que estamos alejadísimos. Los teóricos de la TMM proponemos que el déficit público se convierta en una variable residual expandiéndose cuanto sea necesario para restaurar el pleno empleo, preferentemente mediante un plan de empleo garantizado.

Para Roberts nuestra propuesta de TG sería una mera política keynesiana para sostén del capitalismo. A partir de allí el artículo da patinazos más serios al aseverar que “al parecer no pagaría un salario digno”. Pero las últimas propuestas de TG en EEUU hablan de un salario de US$15,00 por hora, lo que se traduce a un salario anual de $27.000 que desafortunadamente muchos no ganan actualmente en el sector privado. De hecho pretendemos fijar unos estándares de contratación digna y salario mínimo que ninguna norma legal es capaz de garantizar actualmente. A Roberts le enoja también que el TG plantee fundamentalmente puestos no cualificados. ¡Evidentemente! Los ingenieros aeronáuticos y los técnicos informáticos no suelen estar en paro. Lo que pretendemos es buscar soluciones para los que son excluidos por un mercado del que, incluso en las recuperaciones económicas, se quedan fuera.

A Roberts el TG le recuerda a la Renta Básica Universal (RBU). No habrá seguido los debates entre los partidarios del TG y la RBU. Invito a los lectores a consultar la crítica a la RBU como operación de remate del neoliberalismo de este autor y de Andrés Villena (Villena Oliver & Medina Miltimore, 2017) o el artículo de Esteban Cruz que contrasta la función macroeconómica del TG frente al análisis meramente ético dentro de un marco neoclásico de los proponentes de la RBU (Cruz Hidalgo E. , 2017). La diferencie entre la RBU y el TG reside en que el primero pretende mantener el statu quo neoliberal con unidades de consumo mínimo aisladas en una sociedad desintegrada. En cambio el TG refuerza el poder negociador de los trabajadores y trastorna el marco de relaciones laborales para que la decisión sobre las tareas a realizar ya no dependa de una organización capitalista en exclusiva.

El hombre de paja de la restricción externa

Otro favorito de los críticos de la TMM es presentarla como una teoría solo apta para naciones que gozan de una moneda de reserva y no aplicable para otras en desarrollo. Reiteramos que no se puede elegir si la TMM se aplica o no. En todos los países los teoremas acerca del sistema monetario son los mismos.

La TMM ha defendido la libre flotación de las divisas para evitar que la soberanía fiscal se vea comprometida por compromisos que anclan su valor al de otro país. Estos obligan a supeditar la política económica de un estado al mantenimiento de un tipo de cambio mediante la inversión improductiva en reservas del banco central, la elevación de los tipos de interés y las políticas de depresión de la demanda interna que a corto plazo crean desempleo y a largo plazo perpetúan las situaciones de subdesarrollo porque deprimen la inversión de forma permanente.
Parecería que los tipos de cambio fijo son trucos de circulación que sí agradan a Roberts. Nuestra posición es que esas políticas cambiarias obligan a las naciones a practicar un mercantilismo que es deflacionista para la economía mundial ya que las obliga a mantener posiciones en reservas de divisas que suponen la retirada de activos financieros netos del circuito económico mundial. La política de acumulación de reservas de divisas en los bancos centrales, prescrita por los organismos multilaterales y los economistas mainstream, se han convertido en los agujeros negros de la Economía mundial al ejercer un efecto deflacionista y depresor del comercio mundial.

Roberts también nos atribuye que no defendamos el control de capitales y al parecer prescribimos que la República Bolivariana de Venezuela “imprima billetes” sin límites. Esto es completamente falso como se deduce de una lectura seria de las propuestas de Bill Mitchell, Randall Wray o Fadhel Kaboub que abogan por la introducción de controles de capitales, sobre todo de dinero caliente, que causan las violentas oscilaciones en el tipo de cambio que padecen muchos países en desarrollo. Fadhel Kaboub ha analizado con profundidad los conceptos de soberanía monetaria y las restricciones a las que se enfrentan los países en vías de desarrollo proponiendo políticas de sustitución de importaciones que desarrollen los tejidos productivos domésticos.

Falta de fervor revolucionario

Somos plenamente conscientes de que describimos una institución monetaria dentro de un sistema económico capitalista. Eso nos ubicaría en la despreciable categoría de reformistas porque pretenderíamos sostener el capitalismo en vez de superarlo. Efectivamente, proponemos políticas que ayudan a gestionar un sistema caótico propenso a las crisis financieras, períodos de desempleo elevado, crisis de sobreproducción y elevada desigualdad. Parece que Roberts atribuye a nuestros “trucos de circulación” más eficacia de la que concede en otros lugares de su texto.

El cuerpo de los teóricos de la TMM no es un bloque monolítico, al igual que tampoco lo es el de los teóricos marxistas. Afortunadamente algunos de éstos, como Bellofiore, Reuten o Terzi, se han mostrado abiertos a la TMM mientras que otros, como Astarita, Harvey o el propio Roberts han mostrado una hostilidad que los acerca a nuestros críticos neoliberales. Dentro de la TMM hay economistas que efectivamente solo aspiran a reformar el capitalismo y otros que simpatizan con la idea de superar el marco capitalista. Podemos destacar el marxismo de un Bill Mitchell o la propuesta de socialismo fiduciario de Carlos García (García, 2017) que describe como un gobierno conocedor de la potencia del sistema monetario puede facilitar el tránsito a un sistema socialista o comunista.
En la Historia varios sistemas han precedido al capitalismo como el comunismo primitivo, la economía esclavista o el feudalismo. Cada uno de estos ha durado cientos si no miles de años. De hecho el capitalismo es un recién llegado que no ha cumplido más de 300 años. Hay que reconocerle éxito en su capacidad de elevar la producción hasta niveles nunca antes conseguidos. Podría durar otros 500 años o caer el año que viene. No lo sabemos ni nos consideramos dotados para la futurología. Tampoco los marxistas pueden predecir cómo ni cuándo el capitalismo será superado ni mucho menos Marx dejó claro qué tipo de sistema sucedería al capitalismo. Mientras algunos marxistas renuncian a postular políticas que ayuden a mitigar las consecuencias del capitalismo esperando a que llegue esa Revolución, no sabemos si mañana o dentro de 2.000 años, nuestros objetivos son más modestos: describir cómo funcionan los sistemas económicos reales y hacer propuestas que ayuden a limitar los daños sociales que causa el capitalismo. Nuestro compromiso actual como economistas es proponer medidas que maximicen el bienestar de la población.
También estaremos encantados de explicarles a los marxistas que nos quieran escuchar cómo podrían gestionar eficazmente un sistema monetario sin caer en las trampas en las que se han dejado atrapar el chavismo o la URSS de los años 80. Nosotros leemos a Marx y escuchamos a los marxistas. ¿Nos escuchan ellos a nosotros?

Referencias


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