Stuart Medina Miltimore
22 de febrero de 2019
Parte I. Planteamiento del problema
Pocos cuestionan que nos enfrentamos a una crisis climática
que podría hasta señalar la linde entre dos eras geológicas, quizás el fin del
antropoceno. Es irrefutable que los niveles de gases de efecto invernadero han
aumentado su concentración en nuestra atmósfera. Los niveles de dióxido de
carbono (CO2), que alcanzan ya las 400 partes por millón, casi duplican
los promedios históricos. Sabemos que esta contaminación se debe al
aprovechamiento de combustibles fósiles. Casi todos los expertos atribuyen a la
emisión de gases de efecto invernadero como el CO2 un potente
impacto sobre el clima del Planeta. Las temperaturas de la Tierra están casi un
grado centígrado por encima de la media de los registros históricos. Las
superficies de los océanos se han calentado 0,4ºC. Las capas de hielo en
Groenlandia, la banquisa ártica y el hielo de la Antártida se fragmentan y
derriten. La longitud y espesor de los glaciares han menguado. El deshielo ha
elevado los niveles de los mares unos 20 centímetros lo cual puede llevar a la
desaparición de algunas tierras hasta ahora emergidas (NASA, 2019).
Las consecuencias de este calentamiento global no se agotan
en el deshielo. Al parecer el aumento en el gradiente de temperaturas favorece
la ocurrencia de eventos climáticos extremos con mayor frecuencia de huracanes,
ciclones, olas de frío o de calor e inundaciones. Los regímenes pluviométricos
cambian, posiblemente aumentando la aridez en algunas zonas, por ejemplo, de
nuestro país.
Estos cambios avanzan a un ritmo imperceptible en la escala
temporal de las personas lo cual favorece la negación. Quizá esa gradualidad
explique la mezcla de complacencia y ausencia de reacción ante una probable
catástrofe climática. Entre los expertos y los concienciados cunde la alarma
ante la falta de reacción de muchos gobiernos y la impresión es que se acaba el
tiempo para remediar o detener, si no revertir el calentamiento global. La
demora en la actuación es la forma más mortífera de negación. Pero no nos
equivoquemos, no se trata de salvar el Planeta. Puede que dentro de mil años
haya cocodrilos nadando en el Ártico pero para entonces lo más probables que el
hombre se haya extinguido o, si sobrevive, su calidad de vida sea lamentable. Pero
el planeta ya ha sobrevivido a numerosos episodios de calentamiento global y
extinciones masivas. Se trata de mantener un entorno sostenible para la
pervivencia de nuestra especie.
La derrota de quienes luchan por convencer a la sociedad de la
urgencia de actuar es muy probable si no entendemos otro fenómeno coetáneo
igualmente perverso. La amenaza climática no se puede desligar de otra plaga
que recorre los países avanzados. Es fácil describir sus síntomas. Los
afectados padecen de un malestar permanente ante la insultante concentración de
riqueza; observan la congelación de sus ingresos en términos absolutos; se
enojan por la percepción de que la clase política está carcomida por la
corrupción y alineada con intereses de grandes empresas; y son muy conscientes
de su propia impotencia para influir en las políticas públicas. Esta enfermedad
es el paroxismo de la crisis del neoliberalismo, un recetario político que se
ha aplicado de forma implacable sobre sociedades que habían alcanzado un alto
grado de bienestar hasta los años 70 u 80. Hasta esa época las sociedades
avanzadas habían aplicado políticas keynesianas, muy exitosas en términos de reparto
renta pero que resultaban poco atractivas para las oligarquías empresariales.
Gracias al episodio de inflación de los años 70, al que el
keynesianismo no supo responder, el neoliberalismo capturó las elites
occidentales con promesas de competitividad y crecimiento económico que
restablecerían la rentabilidad de un sector empresarial amenazado por la
combatividad de la clase trabajadora y la estabilidad de precios. Sin embargo,
los resultados en términos de crecimiento económico han sido decepcionantes.
Nunca las economías avanzadas habían crecido tan poco. Para echar sal sobre la
herida esta era neoliberal ha engendrado un panorama social de desigualdad y
precarización. Además, el ansia desreguladora ha contribuido a generar crisis
financieras cada vez más frecuentes y profundas.
El prontuario económico neoliberal repite como un mantra el
mismo juego de instrucciones para hacer frente a las crisis económicas:
andanadas de privatizaciones; más “liberalización” que en realidad es la
creación de normas favorables para las grandes empresas; nuevos tratados de
libre comercio anunciados con fanfarria por las autoridades de Bruselas como la
panacea que nos traerá un bienestar insospechado pero que siempre parecen
beneficiar a los mismos; o políticas activas de empleo que culpabilizan al
parado y nunca aportan los empleos prometidos. Cada ciclo genera un nuevo
estrato de personas precarizadas, que oscilan entre el desempleo y el
subempleo, con sueldos que ya no garantizan un nivel de bienestar material
digno. Todo esto ocurre precisamente en la época de mayor capacidad industrial
de la Historia si bien la calidad de los productos deja mucho que desear y los
costes ambientales de la actividad fabril son excesivos.
Ante la crisis climática se nos dice que los gobiernos deben
limitarse a establecer incentivos “de mercado” para que el sector privado, pletórico
de energías creativas gracias a las políticas “business friendly”, se ocupe de
resolver los problemas. Así se crean impuestos al carbono para desincentivar el
consumo de combustible fósiles (mecanismo de precios de mercado). Se acotan
áreas al tráfico privado —siendo honestos habría que reconocer que el proyecto
Madrid Central supone la reserva de una zona urbana a una minoría privilegiada
que puede pagarse los nuevos vehículos híbridos de cero emisiones— sin
potenciar el transporte público como alternativa. Sólo se restringen algunas
actividades como el cierre de las minas de carbón ya poco atractivas para los
empresarios.
No es que estas medidas ambientalistas no estén justificadas
pero muchas de ellas perjudican a personas cuyo medio de vida depende de
actividades tradicionalmente asociadas a la emisión de gases de efecto
invernadero. Se amenaza el futuro de personas que carecen de salidas
profesionales alternativas al desempleo: los mineros del carbón asturiano o de
Virginia Occidental, los poseedores de furgonetas propulsadas por motores
diésel, los empleados de las centrales de producción energética de El Bierzo y
otros colectivos y comunidades observan estupefactos y crecientemente airados
como sus medios de vida tradicionales están periclitados. Tras la caída de esas
actividades sigue la ruina económica de sus comunidades locales.
Esas medidas son el palo que castigan mayoritariamente a las
clases populares sin rozar los privilegios de las elites. La estrategia del
presidente neoliberal francés, Emmanuel Macron, que combinó bajadas de
impuestos a las grandes fortunas, profusas medidas de liberalización y
desregulación —que pretendían fomentar una cultura emprendedora y acabar con
añejos “privilegios” sindicales—, ha acabado detonando las violentas algaradas
de los chalecos amarillos. Visto así, tampoco extraña que, en los EEUU, el
discurso negacionista de Trump haya atraído a quienes se veían amenazados por
un ambientalismo que no les ofrecía un futuro que sustituyera al presente que
se pretende aniquilar.
El palo para las clases populares; la zanahoria para las
oligarquías. Se crean subvenciones públicas para que el sector privado encuentre
razones —jugosos
beneficios en iniciativas empresariales sin riesgo— para invertir en determinadas
actividades tales como la construcción de centrales eólicas o granjas solares. La
intención es que el sector privado lidere una transformación energética
evitando que los Estados, que se consideran poco capacitados para dirigir
proyectos ambiciosos e innovadores, actúen. En el colmo de la ingenuidad no
faltan quienes esperan que los billonarios dediquen esfuerzos filantrópicos al
cambio climático.
El imperante régimen neoliberal deja inermes a las
sociedades para dar respuesta a la doble crisis climática y social. El Estado,
encadenado por limitaciones institucionales y financieras imaginarias, carece
de herramientas eficaces para dar respuesta a uno de los mayores desafíos de la
humanidad. La despolitización arrebata el poder de decisión a los parlamentos y
se lo entrega a organismos multilaterales “independientes”. Confiar la solución
a las fuerzas del mercado o a prohibición de determinadas actividades sin
ofrecer una alternativa atractiva a los perdedores del cambio de modelo
energético expone el ciego optimismo de las élites.
Estas pretensiones solo pueden derivar en melancolía porque
es difícil que los agentes del sector privado accedan a los ingentes recursos
financieros que requiere una transformación radical de nuestro modelo
climático. Es absurdo pensar que encontrarán oportunidades de negocio
suficientemente atractivas como para abandonar completamente un modelo
energético que resulta relativamente barato y para el cual todo el sistema
productivo contemporáneo está adaptado. Lo que se está pidiendo es una
transformación profunda, radical y sistémica de una escala que el sector
privado es incapaz de asumir.
Pensemos, por ejemplo, en la necesidad de reformar toda la
industria automovilística para adaptar los vehículos a una motorización
eléctrica con la consiguiente sustitución de la red de gasolineras por otra de
conexiones de recarga y recambio de baterías, incluso planteando un cambio de régimen
de tenencia para el usuario que debería cambiar el coche en propiedad por el de
alquiler. O consideremos la escala de unas obras de infraestructuras necesarias
para introducir trenes de alta velocidad que puedan sustituir, al menos
parcialmente, al mucho más contaminante tráfico aéreo. Por último, tomemos en cuenta
la enormidad de la tarea de modernizar y adaptar el parque inmobiliario de todo
un país para que las viviendas sean carbono-neutrales sin menoscabo de la
comodidad de sus moradores.
Aquí viene al caso recordar cómo las dos apuestas
tecnológicas más interesantes del Estado Español de los últimos años fueron
decididamente impulsadas por el Gobierno. Me refiero a la promoción de las
energías eólicas y la red de ferrocarriles de alta velocidad. Ambas iniciativas
han revitalizado o engendrado nuevos sectores industriales con un interesante
potencial exportador. Este precedente nos da una idea de cómo los grandes
proyectos transformadores suelen requerir del liderazgo político y de los
recursos del Estado.
Por tanto, el capitalismo en su fase neoliberal
contemporánea se pierde en su laberinto de la austeridad para la mayoría y se
muestra impotente para encontrar los recursos necesarios para resolver la doble
crisis social y ambiental. Sin embargo, en los EEUU, la joven y refrescante
congresista Alexandria Ocasio Cortez está proponiendo una alternativa que
permitiría recuperar los pactos sociales rotos y abordar de forma decidida y
ambiciosa el reto del cambio climático sin generar nuevas marginaciones
sociales. La propuesta del Green New Deal,
o Nuevo Trato Verde, es un ambicioso programa, comparable en su escala al plan
Marshall, el plan de construcción de autopistas de Eisenhower o la carrera
espacial de las eras de Kennedy y Jruschov. En el pasado esa escala de ambición
consiguió que la economía Estadounidense creciera a tasas que nunca más se han
vuelto a observar. Tras varias décadas de “estancamiento secular”, se demuestra
el agotamiento de un modelo económico que cabalga a lomos de un aparato industrial
y energético obsoleto. Quizás sea necesario una iniciativa descabelladamente
ambiciosa para construir una alternativa a un sistema averiado.
Ilustración 1.
Crecimiento del PIB De los EEUU desde el año 1934
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