Cita de Roosevelt

"Ningún país, sin importar su riqueza, puede permitirse el derroche de sus recursos humanos. La desmoralización causada por el desempleo masivo es nuestra mayor extravagancia. Moralmente es la mayor amenaza a nuestro orden social" (Franklin Delano Roosevelt)

martes, 24 de septiembre de 2019

La muerte del virrey Blasco Núñez Vela y la creación de un mercado de trabajadores en el Perú virreinal

En su Historia General del Perú el historiador mestizo Inca Garcilaso de la Vega narra la muerte el 18 de enero de 1546 del primer virrey del Perú, el desafortunado Blasco Núñez Vela. El virrey se había presentado a la batalla ataviado con una camisa de indio para que no lo reconocieran al enfrentamiento con las huestes de Gonzalo Pizarro que atacaban Quito. 
«El Licenciado Carvajal, viendo vencidos los del Visorrey, anduvo con gran diligencia corriendo el campo en busca del Visorrey, para satisfacer su ira y rencor sobre la muerte de su hermano. Halló que el capitán Pedro de Puelles le quería matar, aunque estaba ya casi muerto, así de la caída como de un arcabuzazo que le habían dado. A Pedro de Puelles dió a conocer al Visorrey un soldado de los suyos, que si no fuera por el aviso que éste le dió no le conociera, según iba trocado de hábito. El Licenciado Carvajal se quiso apear para acabarle de matar; estorbóselo Pedro de Puelles, diciendo que era bajeza poner las manos en un hombre ya casi muerto; entonces mandó el Licenciado a un negro suyo que le cortase la cabeza, y así se hizo, y la llevaron a Quitu y la pusieron en la picota, donde estuvo poco espacio hasta que lo supo Gonzalo Pizarro, de que se enojó mucho y la mandó quitar de allí y juntarla con el cuerpo para enterrarlo» (Suárez de Figueroa conocido como Inca Garcilaso de la Vega, 1618).
 
Matar a un virrey, al encargado por el mismo emperador Carlos V de gobernar el Reino del Perú, era un atrevimiento de extrema gravedad. Tanto Gonzalo Pizarro, el medio hermano del conquistador del Perú, como su compañero de fechorías, Francisco de Carvajal, acabarían pagando la afrenta al monarca dos años después con su enjuiciamiento, condena y decapitación. La sangrienta revuelta de los encomenderos peruleros puso a prueba los esfuerzos de la monarquía para imponer su voluntad sobre unos hombres rudos, arrogantes y dispuestos a todo para ejercer sus derechos de conquista y afirmar su condición de señores feudales del Nuevo Mundo.


Ilustración 1. El virrey Blasco Núñez Vela

Para entender el conflicto hay que retroceder a tiempos de la Reina Isabel la Católica quien había prohibido expresamente la esclavitud de sus nuevos súbditos en las Indias Occidentales. Las pulsiones esclavistas no se reprimían con facilidad. En el año 1500 el mismo almirante Colón había desafiado la autoridad real desembarcado más de 150 indígenas americanos en Sevilla para venderlos como esclavos. Airada, la reina ordenó que fuesen liberados y devueltos a sus países de origen con amenaza de pena de muerte para quien traficase con los naturales de las Indias. En su testamento la reina mandó que «no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien».
 
El incidente de los esclavos traídos por Colón nos sugiere una pequeña digresión en este relato. Uno de esos esclavos fue un niño que había sido entregado a la familia sevillana de las Casas, socios de las expediciones de Cristóbal Colón. En esa casa creció el futuro Fray Bartolomé de las Casas. Cuando fue liberado y “devuelto a su naturaleza” Bartolomé nunca más lo volvió a ver. No es desaventurado suponer que se hiciera amigo del joven indio que había sido asignado a su servicio y que esta convivencia influyera en su futura predilección por los nativos de las Indias. La historia está plagada de episodios azarosos con consecuencias imprevisibles.

Los conquistadores no habían llegado a las Indias y ocupado aquellas tierras, con mil tribulaciones y sufrimientos, arriesgando su vida y dineros, para convertirse en meros agricultores. La aventura solo tendría sentido si podían asentar su condición de grandes señores feudales. Si no había posibilidad de reducir los indios a la esclavitud otra forma debía encontrarse de conseguir mano de obra barata. Nicolás de Ovando designado gobernador de La Española para corregir los desmanes de la desastrosa administración de los Colón, padre e hijo, aportó la solución que buscaban los colonizadores. Ovando, que había sido encomendero mayor de la orden de Alcántara, simplemente transfirió a América una institución medieval que habían implantado las órdenes militares en la península durante la Reconquista: la encomienda militar. Establecía una relación de dependencia en la que una parte ofrecía protección a cambio de determinados servicios personales. La institución se había impuesto a la población musulmana sometida tras cada avance de la cristiandad. El repartimiento de los indios entre los españoles como mano de obra forzada se justificaba porque a cambio estos se beneficiaban del preciado don de la catequesis. La solución era redonda ya que encajaba perfectamente en la mentalidad tardomedieval de los conquistadores y se tornaba presentable ante los monarcas. Es cierto que la encomienda no implicaba un derecho de propiedad sobre las personas pero el trato abusivo y las horas extras no eran vigiladas por ningún inspector de trabajo.

Entretanto el joven Bartolomé había llegado a la edad en la que podía acompañar a sus  mayores en la aventura indiana, participando en la conquista de Cuba y recibiendo repartimientos de tierras e indios. En La Española conocería a un dominico, Fray Antón de Montesinos, quien ya había empezado a denunciar los deplorables efectos de la encomienda. El fraile había recriminado a los colonos el trato que dispensaban a los indígenas con duras palabras en su célebre sermón de adviento de 1511.



Ilustración 2. Bartolomé de las Casas
«[...] Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer y curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, y sean bautizados, oigan misa y guarden las fiestas y los domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en esta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto que, en el estado en que estáis, no os podéis más salvar, que los moros y turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo».
 
Montesinos denegó al propio Bartolomé de las Casas la absolución tras la confesión por su participación en la explotación de los indios. Pero en Cuba, donde recibió repartimientos, parece que se tomó su obligación de encomendero con seriedad y se esmeró en la evangelización de sus indios. Se horrorizaría ante algunas matanzas como la de Caonao que él intentó detener. En 1514 Bartolomé sufre una crisis de conciencia, libera a sus indios y algunos años más tarde se ordena fraile en la orden de los dominicos. Se une a la titánica campaña de Fray Antón de Montesinos contra la encomienda.

El más célebre fruto de esa labor sería un opúsculo conocido como la Brevísima relación de la destrucción de las Indias que Bartolomé dirigió al príncipe, el futuro Felipe II. En su dedicatoria escribe «Suplico a Vuestra Alteza lo resciba e lea con la clemencia e real benignidad que suele las obras de sus criados y servidores que puramente, por sólo el bien público e prosperidad del estado real, servir desean. Lo cual visto, y entendida la deformidad de la injusticia que a aquellas gentes inocentes se hace, destruyéndolas y despedazándolas sin haber causa ni razón justa para ello, sino por sola la codicia e ambición de los que hacer tan nefarias obras pretenden, Vuestra Alteza tenga por bien de con eficacia suplicar e persuadir a Su Majestad que deniegue a quien las pidiere tan nocivas y detestables empresas, antes ponga en esta demanda infernal perpetuo silencio, con tanto terror, que ninguno sea osado desde adelante ni aun solamente se las nombrar» (de las Casas, 1552).

En uno de sus viajes de regreso a la Península Ibérica Bartolomé de las Casas conocería en Salamanca al dominico Francisco de Vitoria, teólogo y profesor de la universidad, a quien enlistó para su causa. En un texto en latín, la Relectio De Indis, Vitoria define su postura ante los excesos cometidos en las tierras conquistadas en América. Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria fueron consultados por el rey Carlos I y pudieron hablar en las Cortes. Es famosa la controversia de Valladolid entre las Casas y Ginés de Sepúlveda, quien argumentaba que los indios encajaban en la definición aristotélica de ‘esclavos naturales’. Pero la victoria moral fue para los frailes dominicos. Fruto de esta campaña fueron las ordenanzas o Leyes Nuevas que Carlos V sancionó en Barcelona El 20 de noviembre de 1542. El Inca Garcilaso resume su esencia:

«La primera ordenanza fué que después de la muerte de los conquistadores y pobladores vecinos de las Indias que tuviesen repartimientos de indios encomendados y puestos en sus cabezas por Su Majestad, no sucediesen en ellos sus hijos ni mujeres, sino que fuesen puestos en cabeza del Rey, dando a los hijos cierta cantidad de los frutos de ellos, de que se sustentasen.
Que ningún indio se cargase, salvo en aquellas partes que no se pudiese escusar, y se les pagase su trabajo, y que no se echasen indios a las minas ni a la pesquería de las perlas, y que se tasasen los tributos que hubiesen de dar a sus encomenderos, quitándoles juntamente el servicio personal.
Que se les quitasen las encomiendas y repartimiento de indios que tenían los Obispos, monasterios y hospitales; quitasen asimismo los indios a los que hubiesen sido o de presente lo fuesen, Gobernadores, Presidentes y Oidores, Corregidores y oficiales de justicia y sus tenientes y oficiales de la hacienda de Su Majestad, y que no pudiesen tener indios aunque dijesen que querían renunciar los oficios.
Que todos los encomenderos del Perú, que se entiende de los que tenían indios, que se hubiesen hallado en las alteraciones y pasiones de Don Francisco Pizarro y Don Diego de Almagro, perdiesen los indios» (Suárez de Figueroa conocido como Inca Garcilaso de la Vega, 1618).
 
Bartolomé de las Casas sería señalado por los conquistadores como el principal impulsor de estas ordenanzas. «Pasando adelante en sus desacatos y desvergüenzas, no perdonaban a los consejeros y consultores de las Ordenanzas; decían mil males de ellos, principalmente sabiendo que Fray Bartolomé de las Casas había sido el solicitador y el inventor de ellas» (Suárez de Figueroa conocido como Inca Garcilaso de la Vega, 1618). Bartolomé nunca fue un personaje popular entre los conquistadores.


Ilustración 3. Inca Garcilaso de la Vega

Sancionadas las leyes el reto era conseguir que se cumpliesen. Para el Reino del Perú Carlos I encargó está delicada misión a Blasco Núñez Vela, vástago de un linaje nobiliario avileño que había ejercido los cargos de Corregidor de Málaga y Cuenca, Capitán de lanzas de Orán, Veedor general de las galeras y de la gente de guerra de Castilla, e Inspector general de la frontera de Navarra. En abril de 1543 Carlos I le otorgó los títulos de Virrey, Gobernador y Capitán General de los reinos del Perú, Tierra Firme y Chile y presidente de la Real Audiencia, que con las atribuciones y preeminencias de la de Valladolid, debía establecerse en la Ciudad de los Reyes o Lima. Su salario anual quedó fijado en 18,000 ducados de oro, hermosa retribución que no llegaría a compensar sus posteriores padecimientos.

Parece que Núñez Vela era conocido por su intransigencia y mano dura. Como capitán de la armada se hizo notar por el rigor de sus castigos. Su fama le precedía y, lógicamente, su llegada fue recibida con inquietud pues los colonos ya conocían el tenor de las ordenanzas que debía imponer. El nuevo virrey se aplicó a su nueva misión sin mucho tacto. Acompañado de cuatro oidores, llegó a Lima 15 de mayo de 1544 liberando de las encomiendas a los indios que se iba encontrando por el camino. Los numerosos dueños de esclavos indios y encomenderos protestaron pero el virrey se limitó a decir que él solo era ejecutor y no autor de las leyes, y que debían dirigir sus quejas al rey.

Pese a las advertencias de sus asesores los modos expeditivos le granjearon pocas amistades. Quisquilloso y susceptible reaccionaba de forma violenta ante la más mínima ofensa. De camino a Lima se alojó en una venta que pertenecía a un tal Antonio Solar. Cuando advirtió que en una pared blanca de la venta, «que, como dice el refrán, es papel de atrevidos, vió escrito un mote que decía: “A quien viniere a echarme de mi casa y hacienda procuraré yo echarle del mundo”» el virrey sospechó de Antonio Solar y a punto estuvo ahorcarlo cuando se lo encontró posteriormente en Lima si no hubiesen suplicado el arzobispo y otras personas de calidad que lo perdonase decidiendo finalmente echarlo a la cárcel. El incidente demuestra el creciente nerviosismo de un virrey aislado y rodeado de enemigos (Suárez de Figueroa conocido como Inca Garcilaso de la Vega, 1618).

Los españoles trataron de convencer al virrey de que no aplicase las ordenanzas pero no doblegaron su voluntad. Andaban enojados porque «se habían de ver desposeídos de sus indios y hacienda e imposibilitados de poder ganar otra para sustentar la vida, por su larga edad, y estar ya consumidos de los trabajos pasados (…) Y aunque metieron al Visorrey debajo de un palio de brocado, y los regidores que llevaban las varas iban con ropas que llaman rozagantes, de raso carmesí, aforradas en damasco blanco, y aunque se repicaban las campanas de la Iglesia Catedral y de los demás conventos, y sonaban instrumentos musicales por las calles, y ellas estaban enramadas de mucha juncia, con muchos arcos triunfales, que, como hemos dicho los indios los hacen con mucha variedad de flores y hermosura, todo esto más parecía y semejaba a un entierro triste y lloroso que recibimiento de Visorrey, según el silencio y dolor interior que todos llevaban» (Suárez de Figueroa conocido como Inca Garcilaso de la Vega, 1618).

Los encomenderos optaron por manifestar su fuerza y eligieron como caudillo a Gonzalo Pizarro, el hermano del conquistador Francisco Pizarro, que se dirigió a Lima con una hueste armada. La marcha de los encomenderos desde Cusco se estaba convirtiendo rápidamente en una revuelta. El virrey, consciente de contar con pocos amigos, se volvió cada vez más paranoico ejerciendo una violencia desmesurada contra cualquiera que fuese sospechoso de connivencia con los pizarristas. Metió en cárcel pública al anterior gobernador Vaca de Castro. Asimismo asesinó con sus propias manos al factor Illén Suárez de Carvajal al que acusaba de traición causando gran escándalo entre la colonia y reduciendo aún más sus menguantes partidarios. Los abusos de autoridad del virrey alentaban la causa de los encomenderos rebeldes y desencadenaron la guerra civil.

Las vicisitudes del virrey se narran con detalle en la Historia General del Perú. Baste decir que, tras ser aprehendido por los partidarios de Gonzalo y metido en un barco con destino a España custodiado por uno de los cuatro oidores, Blasco Núñez consiguió convencerlo para que lo liberase. Gonzalo Pizarro consigue hacerse con el poder en Lima y forzar su nombramiento como gobernador del Perú utilizando una violencia desmesurada y ahorcando a cualquiera que se interpusiera en su camino. Su ejército se enfrentó al virreinal en diversas escaramuzas hasta concluir en la batalla en la que el virrey perdería su vida de forma tan indecorosa.

Gonzalo Pizarro y su lugarteniente Carvajal acabarían pagando con su vida la rebelión. Sería necesario enviar un nuevo virrey, Pedro de Lagasca, experimentado militar con mayores dotes diplomáticas, para someter a la levantisca colonia. La corona decidió suavizar la eliminación de la encomienda, graduando su extinción y estableciendo una administración colonial en la que los conquistadores configurarían una aristocracia criolla. El régimen monárquico español, aunque tenía pretensiones de absoluto, siempre tuvo un aspecto transaccional que siempre se ignora; transacciones que normalmente se cerraban con las oligarquías locales. Aunque el sistema de la encomienda continuó languidecería hasta caer en desuso y ser finalmente abolido en 1720.

Las Nuevas Leyes de Indias que promulgaron los reyes pueden considerarse precursoras de ideales ilustrados. Son un primer antecedente en el largo camino que superaría milenios de esclavización del hombre por el hombre. La importancia de este esfuerzo de los reyes, con insuficientes efectos prácticos inicialmente, no puede desdeñarse en el plano ideológico.

Pero detengámonos un momento a pensar en el significado de los hechos históricos narrados. Que los reyes españoles tenían motivaciones éticas loables no parece cuestionable. Parecen realmente sinceras las muestras de indignación de los reyes y es cierto que prestaron mucha atención a las protestas de los religiosos católicos.

Pero a los historiadores no se les escapa que, además de preocuparse por el buen trato de los indios y la salvación de sus almas, en ese empeño pesó también la necesidad de cortar de raíz la extensión del feudalismo a América y la formación de una clase de aristócratas y hacendados poderosísimos. Afirmar el poder real también debió pesar en la insistencia de que los indios fueran meramente súbditos del Rey y no vasallos de los nuevos señores de la guerra. La superación del régimen feudal se construye, como no, sobre un discurso ético. No es posible cambiar un orden social sin antes conquistar las almas de la gente. No bastaba convencer al rey. Había que articular una ideología que justificara las decisiones. Que los intelectuales católicos de la Escuela de Salamanca defendieran el derecho de gentes y la liberta de los indios a la vez que encontraban maneras de justificar la propiedad privada o el pago de intereses no es una casualidad.

Lo interesante del abolicionismo de la encomienda impulsado por los reyes es que ilustra un hecho que no resulta evidente a primera vista. Se suele presentar la transición del feudalismo al capitalismo fue un fenómeno “natural” producto de la evolución de las ideas y de la tecnología. Una de las consecuencias del tránsito del feudalismo al capitalismo es la creación de los mercados de trabajadores “libres”.

En su obra más conocida, La Gran Transformación, Polanyi explica cómo se creó el mercado de trabajo en la Inglaterra del siglo XVIII. Para ello bastó con expulsar a los vasallos de sus tierras y ejercer un pleno dominio sobre ellas. Por ejemplo, como hizo Enrique VIII en el siglo XVI arrebatando sus tierras a los monasterios católicos o hicieron los liberales españoles con las desamortizaciones del siglo XIX. Esas tierras siempre acabaron en manos de latifundistas. La creación de los mercados de trabajo es el resultado de un ejercicio de ingeniería social sin precedentes.

Polanyi habló de cómo el liberalismo se construyó sobre tres falsas mercancías: tierra, trabajo y dinero (Polanyi, 2016). Precisamente fue el dinero el motor que la Monarquía empleó como palanca para conseguir que sus reformas arraigasen, como veremos más adelante.

El tránsito al capitalismo se erigió sobre una afirmación del pleno dominio de la propiedad privada. Un tipo de propiedad sin ataduras sobre los medios de producción combinada con la plena libertad de los individuos sobre los que los antiguos señores feudales ya no tienen ningún tipo de responsabilidad. En adelante las relaciones productivas se darán entre los propietarios de los medios de producción —una exigua minoría— y los proletarios obligados a vender su fuerza de trabajo. Si el propietario necesita mano de obra no tiene más que hacer una oferta y acudirán raudos a prestar sus servicios los trabajadores. La transacción es así limpia y transparente y, aparentemente, a precios determinados en el mercado. No hay relaciones de dependencia entre señores y vasallos con engorrosas obligaciones recíprocas. Hecha la tarea se puede despedir sin miramientos al trabajador. Polanyi lo explica muy bien: «separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de existencia y reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual» (Polanyi, 2016, pág. 285).

La historia del Perú virreinal demuestra que el tránsito a una economía monetaria con un mercado de trabajo dista mucho de ser un fenómeno natural. Su creación responde más bien al interés de los reyes por asentar su poder y a la vez contentar a los poderosos. Habría podido ser aprovechado por Polanyi para ilustrar el tránsito al capitalismo.

Cabe preguntarse qué pensaban los indígenas del Perú mientras los españoles se masacraban en una sangrienta guerra civil. ¿Por qué se mantuvieron mansamente al margen del conflicto? ¿Por qué no tomaron el partido del virrey o de los encomenderos? 

Según el Inca Garcilaso de la Vega, citando a Gómara, el virrey Blasco Núñez fue «quitándo [los indios] a monasterios, iglesias, hospitales y conquistadores que los habían ganado. Y lo que peor era, que imponían doblado pecho y tributo a los indios que así quitaban y ponían en cabeza del Rey, y aún los mismos indios lloraban por esto». Entre las cuatro provisiones del virrey quizá la más interesante fuera la que prohibía obligar a los indios a trabajar para los conquistadores «salvo en aquellas partes que no se pudiese escusar, y se les pagase su trabajo, y que no se echasen indios a las minas ni a la pesquería de las perlas». Pero a cambio el rey ordenaba que «se tasasen los tributos que hubiesen de dar a sus encomenderos, quitándoles juntamente el servicio personal» (Suárez de Figueroa conocido como Inca Garcilaso de la Vega, 1618). Si bien el Inca Garcilaso de la Vega era un mestizo, hijo de conquistador y de una ñusta de la familia de los incas, sabía bien donde residían sus intereses de clase. Desde nuestra perspectiva un impuesto monetario, obligación que nuestra civilización tiene plenamente asumida, es algo natural. ¿No mejoraba la condición de los indios al suprimirse el servicio personal por un impuesto? Es lógico que seamos escépticos ante la noticia de que los indios lloraban por la eliminación de la encomienda pero quizá hubiese algo de cierto.

El tributo se cobraba primero por los encomenderos y luego, según disposiciones del virrey Toledo, por los corregidores. Éste debía ser pagado a los corregidores en junio (San Juan) y diciembre (Navidad). El curaca era quien recibía directamente el tributo y lo llevaba a la capital de su repartimiento. Según «una autoridad coetánea, en 1632 la distribución de los 1.384.228 pesos recaudados en concepto de tributos en Perú fue la siguiente: 8.614 pesos (0,6 por 100) para la beneficencia local, 53.920 pesos (4 por 100) para salarios de caciques, 181.305 pesos (13 por 100) para los corregidores y sus lugartenientes, 280.840 pesos (20 por 100) para los sínodos y 859.540 pesos (62 por 100) para el tesoro o los encomenderos» (Andrien, 1986). Como vemos las políticas sociales recibían poca atención. Una gran parte del gasto público servía para asegurar la lealtad de los administradores del virreinato. Lo más llamativo es que la parte de león se la llevaban los encomenderos. Los indios habían trocado su servicio personal por un impuesto; los encomenderos su fuerza de trabajo gratuita por una renta. En el nuevo mercado de trabajo ambos volvían a encontrarse, todo ello lubricado con la potencia oleaginosa del dinero metálico haciéndolo más eficiente pero no más justo.

Raquel Gil Montera sintetiza en un estudio «la transición que se observa a lo largo del período colonial como ‘de trabajadores a tributarios’, inscrita en el largo camino entre su pasado prehispánico —cuando el estado Inca demandaba de sus súbditos principalmente energía—, y el siglo XIX, cuando el tributo era uno de los ingresos principales del fisco y la tierra se convirtió en el centro de las disputas». Un momento importante «se caracterizó por la monetización del tributo y su incremento, (…) la causa principal de la participación temprana y forzada de esta población en la economía colonial, no solo como mano de obra sino además como proveedores de los mercados regionales de bienes» (Gil Montero, 2015).

La liberación de la encomienda es pues una ficción desde el momento en que la servidumbre personal se transmuta en tributo monetario para cuya redención hace falta moneda que solo se puede conseguir trabajando para el anterior encomendero beneficiario de las rentas virreinales. La quinta parte destinada a predicadores por supuesto ayudaría a suavizar el sistema de explotación con las enseñanzas cristianas de resignación acompañadas de promesas de vida eterna para el indio manso. La libertad era nominal pues los nuevos tributos recaían sobre los indígenas mientras que los conquistadores recibían el grueso del gasto fiscal. El virrey pretendían romper las cadenas del indio pero quizá los vínculos creados por la moneda y la apropiación de las tierras fuesen aún más pesados y sólidos que los de la servidumbre personal.

Hay motivos para suponer que la situación de los indígenas liberados habría empeorado. Los historiadores recogen el despoblamiento de las reducciones de indígenas abrumadas por el peso insoportable del tributo monetario. El virrey Lagasca consideró útil reducir los tributos de los indios. Sería porque los inicialmente establecidos en las ordenanzas que traía Blasco Núñez Vela eran excesivamente onerosos.

La historia virreinal ilustra el principio enunciado por la teoría monetaria moderna de que la introducción de la moneda está ligada a la previa creación de un tributo monetario dirigido a proveer de mano de obra a una autoridad. La obligación de pagar un impuesto, discriminatorio por razón de etnia, generaría la oferta de mano de obra que beneficiaba a una minoría privilegiada por el estado. La institución monetaria es muy potente. Algo debía intuir el Rey Carlos I acerca cuando decidió apostar tan fuerte por el fin de la encomienda sacrificando en la tarea a uno de sus mejores hombres. Pero un sistema monetario puede generar la forma más atroz de explotación si no se pone al servicio de una concepción democrática e igualitaria de la sociedad.

El acceso al dinero del estado está estratificado, también en nuestra sociedad contemporánea, y las cargas fiscales no siempre se reparten de forma equitativa. Al lector contemporáneo le chocará que el estado virreinal diese una parte de la recaudación a los encomenderos a cambio de nada más que comprar su adhesión. Pero si contemplase la sociedad en la que está inmerso con ojos críticos vería que lo mismo hacen los estados modernos cuando pagan un interés sobre la deuda pública. Verá también que las grandes empresas no tienen muchas dificultades para ganar grandes contratas y licitaciones de obras públicas para un Estado que apenas crea empleo público.

El capitalismo es posible porque hay un estado que ha legitimado y lustrado los robos del pasado, ha obligado a respetar los títulos de propiedad que legitiman el latrocinio y ha sustituido la esclavitud y la servidumbre por la necesidad perentoria de encontrar un trabajo asalariado en un mercado supuestamente libre. Los hermosos discursos de libertad individual son el acto de prestidigitación que permitió que el capitalismo implantase un sistema de explotación cada vez más exigente e implacable con el apoyo de sus propias víctimas.

Referencias

Andrien, K. J. (1986). EL CORREGIDOR DE INDIOS, LA CORRUPCIÓN Y EL ESTADO VIRREINAL EN PERÚ (1580-1630). Revista de Historia Económica , Año IV Otoño 1986 n. 3 pp. 493--520.
de las Casas, B. (1552). Brevísima relación de la destrucción de las Indias.
Gil Montero, R. (2015). El tributo andino reinterpretado: El caso del corregimiento de Lípez. Revista Europea de Estudios Latinoamericanos y del Caribe, No. 99, October, pp. 69-88.
Polanyi, K. (2016). La Gran Transformación. Barcelona: Virus Editorial.
Suárez de Figueroa conocido como Inca Garcilaso de la Vega, G. (1618). Historia General del Perú. Córdoba: Viuda de Andrés Barrera.