Cita de Roosevelt

"Ningún país, sin importar su riqueza, puede permitirse el derroche de sus recursos humanos. La desmoralización causada por el desempleo masivo es nuestra mayor extravagancia. Moralmente es la mayor amenaza a nuestro orden social" (Franklin Delano Roosevelt)

lunes, 29 de febrero de 2016

Plan B Europa: cantos de sirena desde la izquierda

Artículo publicado en la sección Luces Rojas del Diario Infolibre el pasado 29/2/2016.


Mucho ruido y pocas nueces, así puede resumirse lo vivido este pasado fin de semana en Madrid. El carismático economista y ex-ministro de finanzas griego Yanis Varufakis encabezó la cumbre social celebrada bajo el lema “un plan B para Europa contra la austeridad y por la revolución democrática”, que ha congregado a movimientos y partidos políticos progresistas europeos en múltiples foros, conferencias y talleres donde se ha tratado de todo menos de un Plan. Si se quiere disputar a las instituciones europeas el poder, mucho debe cambiar la narrativa de la izquierda del Viejo Continentepara elaborar un programa coherente y radical con el que convencer a la población.

Algún ponente lamentó que el evento no supusiese más que una pérdida de esfuerzos y tiempo en el empeño en democratizar la Unión Europea en vano, recordando incluso a un adalid del neoliberalismo como fue Friedrich von Hayek. El economista austriaco postulaba una federación que permitiese el libre movimiento de trabajadores y capitales entre los países miembros. Esto impediría a los Estados la imposición de costes sobre los negocios que excediesen los que fuesen impuestos por otros socios, atando así de pies y manos la propia gobernanza nacional; una visión premonitoria de esta Europa de los mercaderes. Éric Coquerel, coordinador del Parti de Gauche francés, objetó ante unos asistentes envueltos en una estéril retórica internacionalista que la soberanía popular sigue canalizándose a través del Estado-nación, y que poner sobre la mesa un verdadero plan B es amenazar a las instituciones europeas con un conjunto de medidas unilaterales.

Esperar que los ciudadanos del conjunto de la Unión Europea aprueben los dictados democratizadores de los países de la periferia es cuanto menos ingenuo.


La salida o no salida del Euro estuvo presente en el conjunto de las conferencias y ponencias, quedando patente la posición más sopesada ante una posible salida de griegos, franceses y portugueses frente al tabú que parece ser debatir sobre este tema en España, donde, si acaso, se concibe vagamente una expulsión por el incumplimiento de los Tratados; pero, la unanimidad mostrada en favor del acuerdo alcanzado en el Consejo Europeo para aplacar a Cameron nos sugiere que el propósito real es continuar dentro de la federación hayekiana.

Como bien se ha expuesto a lo largo de la cumbre y estamos totalmente de acuerdo, necesitamos otro modelo energético, otro modelo social que garantice los derechos y avanzar hacia una economía feminista, verde e integradora, sin dejar a nadie atrás. Sin embargo esto no se puede hacer en una arquitectura institucional en la que están divorciadas las políticas monetaria y fiscal. Mantener la separación de ambas es aceptar que nos resignamos a un sistema en el cual la democracia hinque su rodilla en el suelo ante la tiranía de los mercados.

Pese a la voluntad patente de elaborar propuestas con la que nace este proyecto, no creemos ver nada nuevo en el modo de construir un discurso con el que afrontar el conflicto con las instituciones europeas sobre principios claros. Sin la comprensión de por qué un Estado dotado de soberanía monetaria puede mantener una deuda pública tan amplia como sea necesario, el grueso de las iniciativas debatidas se mueven irremediablemente en el espacio de la ampliación o flexibilización del margen obligado por los Tratados.

Así se ha propuesto una financiación de los gastos públicos víaaumento de impuestos a las grandes fortunas, cuya efectividad, siempre limitada a lo que se recaude, depende del control de capitales, cuestión ardua como ninguna otra.

La trampa en que cae la izquierda es aceptar el discurso neoliberal de la necesidad de unas reglas de estabilidad presupuestaria, aunque éstas sean moduladas. Aumentar los impuestos para incrementar el gasto social puede tener un efecto redistributivo, pero no por ello amplía el espacio fiscal, pudiendo tener un efecto netamente contractivo. La moneda es poder, señaló quien fue coordinador del Bloco d'Esquerda portugués, Francisco Louça, y es algo con lo que no podemos estar más de acuerdo. En diferentes momentos se expuso en la cumbre la noción de la imposibilidad de que una moneda funcione sin Estado, de lo pernicioso para la operatividad misma del Capitalismo de la “desnacionalización del dinero”, o el perjuicio que supone que las políticas públicas dependan de la financiación en los mercados.

Pero la cuestión de la soberanía se escamotea y las propuestas de una política fiscal común no pasan de un escuálido banco europeo de inversiones.

Aún peor que quedarse ahí son los desafortunados casos en que se ha escuchado como ejemplo de monetización de deuda el “Quantitative Easing”, que ha servido para bajar la prima de riesgo de los bonos de los Estados mediante la compra de éstos a los bancos privados por el Banco Central Europeo, puro agiotaje. La evidencia es que este tipo de herramientas de política monetaria sirven para bajar los intereses, si bien no llevan a estimular por sí mismas la demanda ni mucho menos producen inflación, objetivo para el cual también se han planteado con nulos resultados. En este asunto mantiene una mayor lucidez el ex-diputado de Syriza, Costas Lapavitsas, quien recriminó ante los allí presentes que, aunque la izquierda se auto-engañe con la posibilidad de reformar el Euro, solo aquéllos Estados-nación que mantengan su soberanía alimentaria o energética podrán mantenerse firmes ante el chantaje de las instituciones europeas ante una eventual transición hacia otra moneda, como sugiere la brillante economista Özlem Onaran.

Nos entristece comprobar que los planteamientos del pretendido Plan B discurran por las fronteras impuestas por unas políticas de equilibrio presupuestario. También nos sorprendió que no se tomara en consideración el control público del Banco Central para dotar a los estados de autonomía en materia fiscal. Incluso dentro de la Eurozona, a falta de una verdadera unión fiscal, podría ser posible que los Estados ganaran cierto margen con una financiación directa del BCE, pero estas soluciones exigen modificaciones de los Tratados y procelosas negociaciones desde posiciones de debilidad.

La interpretación neoliberal adolece de serias falacias, pero tiene la virtud de ser coherente con unos intereses de clase. La confusión y el precario conocimiento en la sociedad sobre el funcionamiento de una Economía Monetaria de Producción juegan en su favor; la batalla de las ideas está perdida y ésta es la gran tragedia de la izquierda. Quizás por el popular aborrecimiento de la banca, por razones de peso, se llega a exponer en un evento como este que la actividad bancaria es una mera intermediación entre ahorradores e inversores. Esto no es cierto, los bancos tienen capacidad de crear dinero con un mero apunte contable, sin necesidad de que este dinero esté respaldado por depósitos previos u oro, como algunas personas aún creen que ocurre. Las proposiciones pintorescas a las que lleva la pobre comprensión del negocio bancario como que la concesión de créditos se ajuste a sus reservas provocarían que fuese prohibitivo el crédito a pequeños negocios y familias, lo que polarizaría aún más la sociedad. ¿No sería más razonable proyectar una regulación más solvente para controlar los abusos y excesos de los bancos privados? No comulgamos con propuestas carentes de sentido práctico del tipo muerto el perro se acabó la rabia, no es una solución real.

Echamos en falta en las sesiones de Plan B una discusión sobre un sector público de mayor ambición, al que se reduce a un papel exclusivamente redistributivo incapaz de ligar la creación de empleo y sostenibilidad ambiental como objetivos simultáneos de una política económica, o el pleno empleo con la estabilidad de precios, habitualmente presentados de forma antagónica. Un Estado dotado de soberanía monetaria tiene la capacidad de movilizar los recursos ociosos de su economía y de desincentivar ciertos consumos mediante impuestos. Cuatro décadas de dominio ideológico neoliberal han llevado a que la izquierda ignore la capacidad del sector público para liderar cambios tecnológicos, que se caracterizan por una incertidumbre radical que el sector privado tiende a evitar. El Estado tiene las herramientas para satisfacer necesidades insatisfechas por servicios que el sector privado no provee, y puede priorizar inversiones verdes y un modelo de consumo sostenible sin provocar que el empleo se vea resentido, utilizando los planes de trabajo garantizado como herramienta de política de rentas para acabar con la precariedad y como un eficiente instrumento en las políticas de igualdad.

La narrativa progresista europea debe encauzar el debate hacia la consecución de una Hacienda Funcional, explicando la necesidad de los déficits públicos para maniobrar en un espacio fiscal que debe ser delimitado por los recursos reales, y no por los financieros, permitiendo así buscar los fines a los que aspiramos como sociedad. Hay que transmitir a la ciudadanía ciertos principios que permitan despojarnos de los mantras que llevan a equívocos y provocan el temor infundado hacia determinadas políticas.

La carencia de un discurso económico alternativo sólidoconvertirá a los progresistas europeos en reos de sus propios titubeos e inconsistencias. Alberto Garzón reconoció que si la izquierda no es capaz de encauzar el descontento popular será la extrema derecha quien lo haga, merced a su discurso más sencillo y de fácil asociación, a la par que falso y lesivo para el interés común y las libertades individuales.

Como advirtiese Antonio Gramsci, la conquista del poder cultural es previa a la del poder político. La izquierda debe entender la importancia de la soberanía monetaria y perderle el respeto a dogmas establecidos, no plegarse a reglas presupuestarias y escapar de la arbitraria disciplina de unos mercados financieros que sirven a oscuros intereses particulares. Sin tal exigencia, no podrá plantear un Plan B para Europa sin perderse en laberintos que no llevan a nada, más que a desencantos, resignación y sufrimiento. ¿Construimos un Plan B o nos contentamos con darle vueltas a cómo suavizar el Plan A?









Esteban Cruz Hidalgo y Stuart Medina Miltimore

domingo, 14 de febrero de 2016

El improbable efecto multiplicador del plan Juncker

23 de enero de 2016

Decía Warren Mosler que no hay crisis financiera lo suficientemente grande que no pueda arreglar un plan de estímulo fiscal lo bastante amplio.  Salir de una gran depresión como la iniciada con la crisis financiera global que asoló el mundo a partir de 2007 requería aplicar recetas bien probadas desde la Segunda Guerra Mundial. Bastaba con un programa de expansión fiscal para compensar la caída en la demanda efectiva del sector privado. Ésa fue la política del gobierno de Zapatero. Tras negar en 2008 que hubiera una crisis económica en España, —seguramente para evitar el coste político de reconocerla en plena campaña electoral— acometió un plan de expansión que inyectó más de 12 mil millones de euros. Muchos la criticaron por considerarlo extravagante pero el punto de vista de este autor es que esa política fue correcta y, si acaso, pecó de tímida.


Ilustración 1. Datos del INE


El plan dio resultados con una leve recuperación en 2010 pero la crisis griega y la reacción austericida lo abortaron prematuramente (ver gráfico 1). En ese año los mercados financieros advirtieron que el diseño institucional del Euro privaba a los países miembros del respaldo de un banco central. La escalada de la prima de riesgo sirvió de excusa para la reacción ideológica hacia la austeridad capitaneada por Merkel, Barroso, Sarkozy y Trichet que doblegó al gobierno de Zapatero. Poco tiempo después llegaba al poder Rajoy cuyos recortes presupuestarios hundieron la economía española en una segunda recesión, elevaron el desempleo a niveles insoportables y alargaron innecesariamente la crisis económica. La economía española habría caído por el abismo si Guindos y Rajoy no hubiesen reaccionado en 2013 con un plan de estímulo fiscal destinado a ganar las elecciones. Too little, too late.

Si no hubiera sido por la oportuna sustitución de Trichet por Mario Draghi, es posible que hoy la Eurozona hubiese sido una más de las 69 uniones monetarias que se rompieron desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Las políticas del BCE demostraron que los tipos de interés no los determinan los mercados y evitaron que gobiernos como el de España declararan la insolvencia. Pero cinco años adicionales de crisis han demostrado que la utilidad de la política monetaria es incapaz por sí misma de reactivar la demanda. 

Los defensores de la política monetaria piensan que una reducción de tipos de interés estimulará el crédito a empresas y familias. El problema es que el crédito depende de decisiones de los banqueros y de la existencia de una demanda solvente. Los empresarios no piden créditos porque no tienen expectativas de rentabilidad. Falta un ingrediente fundamental, al cual Keynes llamó los “animal spirits”, ese estado de euforia en el que a veces cae la clase empresarial y que le anima a acometer inversiones no siempre rentables. Las familias han reducido su consumo o lo posponen porque sus ingresos han caído o los han perdido por encontrarse en el paro. Los empresarios no invierten porque no tienen expectativas de vender sus productos. Predomina la aversión al riesgo.

Desde los años treinta sabemos, gracias a dos grandes economistas, Keynes y Kalecki, que la respuesta adecuada a una caída de la demanda privada es un estímulo fiscal que normalmente implicará un aumento del déficit. Uno de los hallazgos geniales de los economistas keynesianos es el multiplicador de la inversión. El multiplicador se comporta como las ondas en un estanque tras lanzar en él una piedra. Éstas se expanden en círculos concéntricos cada vez de menor amplitud hasta que se van disipando. De forma similar una decisión de gasto exógena como un aumento de la inversión o, mutatis mutandis, del gasto público generan repercusiones en toda la economía. Esa decisión de gasto exógena es un ingreso para los hogares o las empresas. Parte de este ingreso volverá al circuito económico mediante el consumo aunque otra se ahorrará, se destinará al pago de impuestos o incluso se fugará al exterior mediante importaciones, en definitiva, será retirada del circuito económico. La parte consumida de nuevo será un ingreso para otros hogares que de nuevo retirarán parte y consumirán otra. En cada ciclo se genera un aumento de la renta, cada vez más reducido por las fugas en forma de ahorro, impuestos e importaciones. De esta forma una decisión de gasto exógena genera un aumento del producto total de la economía que es un múltiplo del estímulo inicial. Gracias al efecto multiplicador un plan de inversión liderado por el estado puede tener una gran potencia para estimular la demanda y animar a los inversores.

Durante una recesión el déficit aumenta de forma automática. La recaudación fiscal cae porque así lo hace la base fiscal. También aumentan ciertas partidas de gasto como los seguros de desempleo. Este es el efecto de los llamados ‘estabilizadores automáticos’. Los estabilizadores automáticos podrían conseguir una recuperación de la actividad en una recesión leve pero en una gran depresión como la actual, que ha dejado la tasa de desempleo en el 21%, la respuesta correcta es incurrir en un déficit tan amplio como sea necesario para recuperar el pleno empleo.

La situación europea pide a gritos una reflación basada en un programa de expansión pública pero, si los estados endeudados del sur, sin soberanía monetaria y fiscal, no pueden asumirla ¿quién puede? En España urge porque la inversión cayó fuertemente desde un máximo de 338 mil millones € cuando se inició la crisis. La recuperación es tímida y este año no es probable que rebase los 225 mil millones, claramente insuficiente para llevar la economía al pleno empleo.



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Ilustración 2. Evolución de la inversión

Algunos recibieron con expectativa el anuncio del plan Juncker, que prometía invertir 16 mil millones de euros con la esperanza ilusoria de movilizar otros 360 millones aportados por el sector privado. Muchos economistas nos hemos mostrado escépticos y el tiempo nos ha dado la razón. La semana pasada la Comisión europea publicó los resultados del plan Juncker[1] en un informe de gran prestancia gráfica y escaso contenido. La inversión de la UE en España fue de 515 millones € con la cual esperan movilizar 1.600 millones €. Esta inyección de nuevos fondos en la economía apenas representa el 0,15% de nuestro PIB. Además, al examinar más a fondo el documento, hallamos que, de los seis proyectos anunciados con fanfarria por la UE, tres se encuentran en fase de estudio. Es decir, el plan Juncker se ejecuta con retraso. Resultan cuestionables los criterios de inversión pues se destinan en algunos casos a grandes grupos empresariales que no tienen vedado el acceso al mercado de capitales. Si la inversión se hubiese acometido de todos modos sin la aportación del plan Juncker el efecto multiplicador quedaría muy mitigado. La parvedad de los recursos de la Comisión Europea se agrava por su empeño en ceder el protagonismo a un sector privado carente de grandes empresas con capacidad de movilizar recursos en la cuantía necesaria como para que los proyectos cofinanciados por las instituciones europeas tengan un impacto relevante.

Nuestras élites políticas están dominadas por una ideología que aborrece de lo público e impide administrar la medicina que necesita Europa. Esa doctrina se llama neoliberalismo, una forma de pensamiento que introdujo el virus monetarista en los años 70. Este dogma es refractario al gasto público al que considera fuente de todo tipo de plagas, como ese antiguo fenómeno que algunos ya apenas recordamos llamado inflación. Para resistirse a un plan de expansión pública los neoliberales han encargado estudios que demuestren que el multiplicador es inferior a 1. Estos se basan en la premisa de las “expectativas racionales”, es decir, en la creencia de que, si el estado aumenta el gasto público, los ciudadanos anticiparán un aumento de los impuestos y por tanto ahorrarán más ahora para poder pagarlos en el futuro. Este comportamiento no se ha observado jamás en la vida real y es una ficción académica.

El plan Juncker necesitaría de un multiplicador descomunal para que 515 millones sacudieran a nuestra economía de su actual sopor. Aun así debemos tentarnos la ropa pues al próximo gobierno la Comisión Europea lo está esperando para exigirle recortes de al menos 9.000 millones € para cumplir con los arbitrarios límites de déficit público acordados en el ‘Pacto de Estabilidad y Crecimiento’. Los españoles deberían rezar para que se demore la constitución de un nuevo gobierno y que no haya nadie en Moncloa obligado a aplicar los recortes. La aritmética nos dice que el impacto neto de las políticas europeas será negativo en 8.500 millones €. Asumiendo un multiplicador de 1,5 veces nuestro PIB se encogerá en un 1,3% marchitando el brote de recuperación económica, con plan Juncker o sin él. Estos días desde Bruselas apelan a la responsabilidad de los políticos españoles para constituir un gobierno rápidamente que aplique los compromisos con Bruselas. Si somos sensatos nos daremos cuenta de que urge un gobierno que actúe de forma irresponsable ahora para salvar nuestro futuro o que no se forme gobierno y se repitan las elecciones.

miércoles, 10 de febrero de 2016

La estadística del día: horas trabajadas

El siguiente gráfico recoge el número de horas trabajadas según la información que facilita el INE. En 2015 el número de horas trabajadas subió un 3%.  A finales de 2015 se habían recuperado una parte de las horas perdidas desde 2008 pero seguimos trabajando un 14,8% de horas menos. En 2008 desde luego no estábamos en pleno empleo así que el output gap de la economía española es obscenamente elevado.


lunes, 1 de febrero de 2016

Daños irreversibles: el FMI descubre la paradoja de los costes

2 de diciembre de 2015. 


El FMI parece desconcertar a la opinión pública al emitir consejos contradictorios sobre moderación salarial, pidiéndola insistentemente a determinados países para después desmarcarse recientemente de tal propuesta a nivel agregado en un reciente informe titulado “Moderación Salarial en las Crisis”. Esta revelación esconde una lógica macroeconómica correcta que es corroborada por la realidad tras muchos años de sufrimiento individual y colectivo inútil e irreparable, y que intentaremos esbozar a lo largo de las siguientes líneas.
Desde las instituciones dominadas por la ortodoxia económica llevan años denunciando la rigidez de nuestro mercado laboral, a la cual culpan de mantener artificialmente elevado el coste del trabajo. (Estas instituciones nunca aclaran por qué la tasa de desempleo es el doble en Andalucía que en Euskadi con la misma legislación laboral). La teoría neoclásica, tal y como se enseña en las facultades de economía, considera al trabajo igual que cualquier otro recurso que contribuye al proceso productivo. Si la oferta supera la demanda, para restaurar el equilibrio del mercado bastaría con bajar su precio —el salario— para que aumentara esta y cayera aquélla. Un salario más bajo también contribuiría a reducir la oferta pues algunos trabajadores la retirarían.
Muchos economistas, siguiendo esta lógica, afirman que todo el desempleo es voluntario, ya que lo único que habría que hacer para “vaciar” este mercado sería ofertar nuestros esfuerzos y habilidades a aquel precio por el que las empresas, como demandantes, estén dispuestas a comprar todo el trabajo disponible en el mercado. Por tanto, si no bajan los salarios es porque los trabajadores aplicarían prácticas de colusión para impedirlo o porque las normas no son flexibles, impidiendo que el mercado se ajuste.
Es en este punto donde aparecen en el análisis las rigideces y la habitual cantinela de “flexibilizar” el mercado de trabajo con la que los medios de comunicación y creadores de opinión nos aturden. Los trabajadores que ya tienen un empleo difícilmente aceptarán una bajada de salario para unas mismas condiciones laborales particulares, lo cual crea – dicen –  un conflicto en el mercado laboral entre individuos con trabajo e individuos desempleados. La conclusión derivada del análisis convencional lleva inevitablemente a culpabilizar a los sindicatos y a la regulación que protege los derechos de los trabajadores por mantener unos “privilegios” que distorsionan el equilibrio en el mercado laboral. Dentro de este planteamiento surgen las reformas laborales del PSOE en 2010 y del PP en 2011, que han permitido precarizar el empleo y destruir puestos de trabajo, sustituyendo uno bien pagado por uno o más con menores costes para la empresa. Las prescripciones económicas de Ciudadanos proponiendo la reducción del coste del despido, —sustituyendo las indemnizaciones por la llamada mochila austríaca— y la eliminación de la distinción entre contratos temporales y fijos responden a esta forma de pensar.
Es intuitivo pensar que una persona que está dispuesta a trabajar a un salario más bajo, quizás encuentre empleo. Sin embargo, la idea de que la reducción de los salarios eliminará el desempleo es incorrecta, pues se basa en una clásica falacia de composición. Al reducir la fuerza de trabajo a la condición de una mercancía cualquiera, se incurre en la falsa deducción de que lo que es cierto para una persona que está buscando empleo, también lo es para todos los trabajadores considerados en su conjunto. El gran economista John Maynard Keynes ya advirtió en los años 30 que el empeño en aplicar políticas de reducción salarial para acabar con el desempleo estaba condenado al fracaso. Veamos por qué.
Uno de los hechos más difíciles de entender de nuestro sistema económico es que se considere normal que haya fábricas ociosas y personas en busca de trabajo y que, al mismo tiempo, siga habiendo necesidades humanas insatisfechas. Ello se debe a que nuestro sistema económico está organizado de forma que el objetivo de producir mercancías no sea la satisfacción de necesidades mediante el intercambio, como estudiamos en las universidades, sino la obtención de beneficios privados. En una economía capitalista, si los que dirigen el proceso de producción no creen que vayan a obtener beneficios, no lo iniciarán, dejando los recursos ociosos.  
La razón por la cual las empresas invierten es la tasa de beneficios esperada, que determina la cantidad de bienes y servicios producidos, el número de trabajadores contratados, y el número de personas que quedan sin empleo. Estas expectativas dependen de dos factores muy diferentes pero que se influyen mutuamente:
- Las condiciones de costes relacionadas con la compra de factores de producción y la obtención del producto.
- Las condiciones de demanda relacionadas con la tasa esperada de utilización de la capacidad productiva instalada.
Si las condiciones de demanda son buenas, es probable que las condiciones de costes sean malas. ¿Por qué? Algunas de las cosas que mejorarían las condiciones de costes producirán el efecto contrario en las condiciones de demanda. Por ejemplo, si todas o muchas empresas consiguen reducir sus salarios, sus condiciones de costes mejorarán (a menos que disminuya también la productividad), pero probablemente sus condiciones de demanda empeorarán.
Las ventas de las empresas dependen de que los trabajadores y trabajadoras tengan renta suficiente para adquirir los bienes y servicios que éstas ofertan, y los salarios constituyen, con gran diferencia, la principal fuente de renta de las personas. Al reducir los costes salariales los empresarios no encontrarán demanda para sus productos. Así, una reducción de los salarios puede empeorar la tasa de beneficios y dar lugar a una reducción de la inversión y el agravamiento del desempleo. Los economistas no ortodoxos denominan a este fenómeno “la paradoja de los costes”.
Cabe preguntarse por qué los empresarios en su conjunto tendrían interés en mantener a una parte de la población desempleada y reducir los salarios de los que emplean en el mercado de trabajo. Como al FMI, a las asociaciones de empresarios no debería costarles entender la paradoja de los costes.
Podríamos encontrar una explicación en la conducta egoísta de unos empresarios que buscan maximizar sus beneficios sin darse cuenta de que el empeño de todos en el mismo fin les lleva a una trampa de demanda deprimida. Pero no podemos subestimar ni la competencia entre empresarios como fuente de incertidumbre para cada empresa a nivel individual, ni los intereses de clase para mantener a la clase trabajadora disciplinada
El economista polaco Michal Kalecki demostró cómo los empresarios, como propietarios de los medios de producción, deciden el nivel de inversión de la economía, y por extensión de la producción y empleo. Puesto que la participación de los salarios en la economía es una función del grado de monopolio, a mayor grado de monopolio menor es la cuota en el reparto de la renta para los trabajadores, por lo cual las empresas perseguirían la concentración de la actividad para asegurarse mayores beneficios, estableciendo acuerdos con otras empresas que diesen lugar a una estructura de mercado oligopólica. De otra forma, la obligación de invertir continuamente en la búsqueda de ventajas tecnológicas para sobrevivir a la competencia, llevaría a un nivel en el cual el desempleo escasease y se hiciesen fuertes los trabajadores en la negociación salarial, reduciendo la tasa de beneficios del conjunto de los empresarios.
Puede que los empresarios tomen decisiones que vayan en detrimento de la sociedad, pero no necesariamente de sus intereses. La amenaza creíble del paro fortalece su poder de negociación y reduce el de los sindicatos. Es fácil ver cómo el poder de los sindicatos es residual en aquellos sectores donde las empresas pueden amenazar con deslocalizar su producción o externalizar los servicios hacia otros países con menores salarios y también en situaciones con un desempleo elevado.
Muchos países han aplicado políticas de contención salarial con la intención de ganar competitividad y cuota de mercado. La política de crecimiento basada en exportaciones no beneficia a los trabajadores pero si permite que los capitalistas de los países netamente exportadores arrebaten beneficios a los capitalistas de los países con déficit comercial. Pero aquí caemos en otra paradoja: si todos los países implantan políticas de moderación salarial simultáneamente, cae la demanda efectiva en su conjunto y, por tanto, se exacerba la caída en las expectativas de beneficios. La lógica capitalista que busca la rentabilidad a toda costa es claramente ineficiente. Esta carrera hacia el mínimo común denominador salarial conduce la economía global a una demanda agregada anémica. Es esta situación la que ha advertido el FMI. La victoria ideológica del capitalismo ha tomado una deriva suicida.
                No hay motivo para tolerar los costes que el desempleo impone a la sociedad. La incertidumbre a la que se ven abocadas las personas desempleadas o atormentadas por tal posibilidad no solo deprime sus decisiones de gasto, también afecta a sus capacidades y relaciones personales. Como dijo el presidente Roosevelt, « ningún país, sin importar su riqueza, puede permitirse el derroche de sus recursos humanos. La desmoralización causada por el desempleo masivo es nuestra mayor extravagancia. Moralmente es la mayor amenaza a nuestro orden social.» Este despilfarro de recursos es una lacra que solo una ideología fundamentalista impide resolver. Debemos acabar con esta permisividad exigiendo que el Estado asuma su responsabilidad y resuelva esta ineficiente dinámica intrínseca al funcionamiento del sistema capitalista, dándole una utilidad social a todos los recursos que están parados.  Ante la limitada posibilidad de que otras economías extranjeras absorban la producción nacional y la anemia de la demanda interna, necesitamos un Estado emprendedor que no se vea atado de pies y manos presupuestariamente, libre de la perniciosa disciplina que pretende neutralizar el ejercicio de la democracia misma. Solo el Leviatán puede evitar que el capitalismo se destruya a sí mismo y a la sociedad.

Sobre los autores:
Esteban Cruz Hidalgo es Licenciado en Economía y Máster en Investigación en Ciencias Sociales y Jurídicas, especialidad Economía, Empresa y Trabajo. Miembro da ATTAC Extremadura, del Instituto de Economía Política y Humana y de La Asociación por el Pleno Empleo y la Estabilidad de Precios.
Stuart Medina Miltimore es vicepresidente de la Asociación por el Pleno Empleo y la Estabilidad de Precios. Además es economista y MBA por la Darden School de la Unversidad de Virginia. Acumula más de 30 años de experiencia profesional en los sectores de material eléctrico, TIC y biotecnología. Fundó en 2003 la consultora MetasBio desde la que ha asesorado a numerosas empresas de diversos sectores.