Cita de Roosevelt

"Ningún país, sin importar su riqueza, puede permitirse el derroche de sus recursos humanos. La desmoralización causada por el desempleo masivo es nuestra mayor extravagancia. Moralmente es la mayor amenaza a nuestro orden social" (Franklin Delano Roosevelt)

miércoles, 27 de julio de 2016

O sea que pretendes darle a la "maquinita de imprimir billetes"

Cuando desde la Teoría Monetaria Moderna defendemos la introducción de un programa de trabajao garantizado suele contestarnos con la célebre expresión “o sea, que quieres darle a la maquinita de imprimir billetes”.

El fenómeno de la inflación se explica fundamentalmente porque todos los agentes económicos desean ejercer un poder de gasto que en su conjunto excede de la oferta que es capaz de entregar la economía real. Si la suma del poder de compra que todos los agentes tratan de ejercer supera el valor nominal de la producción de la economía y la oferta en la mayoría de los sectores se ha hecho inelástica porque los fabricantes se encuentran cerca de su límite de capacidad productiva, entonces se producirán subidas de precios. Pero ni siquiera esta afirmación puede ser categórica porque puede arrancar un proceso inflacionista en una economía que no se encuentre cerca del pleno empleo ni al límite de su capacidad productiva. La experiencia histórica sugiere que los shocks externos, como un incremento del coste de las materias primas o un conflicto bélico, pueden desencadenar subidas en los precios cuando una economía no se encuentra funcionando a pleno rendimiento. La pugna entre los agentes económicos por el reparto de las rentas puede iniciar una espiral de crecimiento de precios y salarios y consolidando expectativas inflacionistas. En una espiral de este tipo, los trabajadores pueden responder ante una subida de los precios, con conflictos industriales, huelgas y negociaciones de convenios colectivos que les permitan recuperar parte del poder adquisitivo perdido y los empresarios pueden responder repercutiendo este aumento de coste de nuevo a los precios. Estas espirales a veces se aceleran induciendo alzas sucesivas de precios y pueden entrar en una fase descontrolada. No podemos culpar al déficit público de la inflación pero determinados elementos institucionales como la indexación de salarios y rentas o determinadas prácticas de contratación del estado pueden agravar y perpetuar el problema. El papel de la oferta de dinero es subsidiario pues, sin un incremento de la masa monetaria que alimente al incremento del gasto nominal no será posible perpetuar el crecimiento del gasto. Pero como el dinero es una variable endógena, es decir, que depende de decisiones que toman las instituciones financieras en el sector privado, pueden ser decisiones del sector privado las que validen los procesos inflacionistas una vez iniciados. La inflación provoca aumentos en el fondo de maniobra de los empresarios ya que obliga a aumentar el valor nominal de sus stocks y de su inversión en crédito comercial. Si el negocio del empresario es rentable un banco seguirá concediendo financiación al empresario aumentando el crédito y por tanto creando nuevos depósitos bancarios que expanden la oferta monetaria. Por ello, la mala noticia es que será fútil aplicar políticas monetaristas a la Friedman, es decir que el estado se limite a controlar la oferta de dinero, para prevenir la inflación. La buena noticia es que en una situación inflacionista el estado tiene una caja de herramientas que le permite hacer frente a la subida de precios.

La respuesta más sencilla ante un proceso inflacionista sería que el estado aplicara políticas que aumentaren la capacidad productiva de la economía. El inconveniente es que éstas suelen tardar en producir efectos pues la inversión en capacidad productiva se hace efectiva con un retardo (desde que se presenta un pedido para la construcción de una fábrica hasta que ésta puede empezar a producir puede pasar fácilmente un año). Por tanto las políticas de oferta son poco adecuadas para luchar contra la inflación de forma rápida. A corto plazo, la solución es contener el crecimiento del gasto agregado.

La cuestión es decidir qué parte del gasto agregado debe menguar o reprimirse. Una respuesta es que el estado reduzca su propio gasto pero también podría optar por reducir el del sector privado. Para este propósito el estado clásicamente podría optar entre las siguientes políticas.
•             Subir los impuestos reservando de esta forma una mayor parte del producto nacional para los fines públicos.
•             Impulsar una política de rentas fomentando acuerdos entre sindicatos y empresarios para controlar el crecimiento de salarios y beneficios o limitando los beneficios de las empresas. Entre las más eficaces puede estar impedir la indexación de los salarios.
•             Frenar el crecimiento de las exportaciones o fomentar el crecimiento de las importaciones.
•             Crear desempleo con políticas monetarias y fiscales restrictivas.

Lamentablemente de la panoplia de instrumentos de las que dispone el estado la que se ha aplicado más frecuentemente es la última. Pero esto no es inocente si reflexionamos sobre ello.  Con gran destreza, los grandes rentistas y capitalistas han conseguido convencer a gran parte de la clase media y obrera que la causa de la inflación es una oscura conspiración de políticos populistas que imprimen billetes en los sótanos de los bancos centrales o los trabajadores sindicados que egoístamente se suben los salarios en una “sublucha” de clases entre los que disfrutan de contrato indefinido y los jóvenes y temporales. Para reducir el gasto agregado podría parecer más equitativo aumentar los impuestos a los más ricos para que estos liberen recursos en favor del consumo de la población menos favorecida. En la prensa económica raramente leemos que también el gasto suntuario de los ricos genera inflación, por ejemplo provocando alzas en el precio de los inmuebles en el centro de las grandes ciudades. No cuesta entender por qué el estado actúa con menos decisión contra este tipo de inflación. Hábilmente han convencido a la sociedad de que la única forma de luchar contra la inflación es generando desempleo o reduciendo el gasto público, sobre todo el gasto en transferencias, es decir, provocando una caída del gasto agregado privando al segmento de la población más desprotegido del acceso a su cuota parte de la producción nacional de bienes y servicios.

La teoría monetaria moderna nos aporta herramientas más útiles para asegurar la estabilidad de precios. El estado es el emisor en régimen de monopolio de la moneda y sabemos que todo monopolista tiene la potestad de fijar el precio del producto que vende. Puede fijar el precio del bien en términos de sí mismo, es decir cuántas unidades recibirá mañana a cambio de desprenderse hoy de cierto número de unidades, o dicho de otra manera, el tipo de interés. También determina el valor de ese bien en relación a otros bienes.

En los sistemas de circulación fiduciaria, es decir, aquellos donde el dinero no es un metal precioso ni los billetes de banco se pueden convertir en plata u oro, la moneda es una promesa de pago del estado. El estado es el único que puede crear nuevas reservas bancarias y por tanto es el único que puede fijar el precio de esas reservas. Veremos más adelante que el estado puede determinar el tipo de interés a través de las intervenciones en los mercados secundarios de deuda pública. Los tipos de interés son fundamentales en la formación de precios. Si el estado, a través del banco central, decide subir los tipos de interés no debería extrañarnos que los precios sigan la senda marcada por el precio del dinero. Seguirán en primer lugar las materias primas como el oro, el cobre, o el petróleo ya que los operadores esperarán obtener una rentabilidad parecida por las entregas a futuro. Si el rendimiento que produce la deuda pública es del 10% a un año este es una referencia para las materias primas. Un operador que acepte una onza de oro hoy a un precio de 1.300 dólares de EEUU tendrá que devolverlo en un año al precio de 1.430 dólares macando la senda de los precios de esa materia prima. El incremento de costes de las materias primas no tardará en trasladarse a los productos finales y, por definición, eso es inflación.

No son el déficit público ni el gasto público por sí mismo los causantes la inflación sino que las políticas de gasto no se acompañen de una política fiscal apropiada a las circunstancias. Sabemos que el estado dotado de soberanía monetaria no tiene restricciones presupuestarias. Puede adquirir todo lo que se encuentre a la venta en el país con su propio dinero. Sí existen límites, pero estos los pone la capacidad productiva real de la economía. Por ejemplo, el estado podría empeñarse en comprar 20 portaaviones pero probablemente la economía española hoy no tendría capacidad de construirlos. Pero sí que podría poner a trabajar a todos los desempleados si se lo propusiera. Gracias a su poder de compra ilimitado el estado puede conseguir que la demanda agregada aumente hasta que se alcance el pleno empleo o se agote la capacidad productiva de la economía y por tanto para sacar a la economía de la deflación. Una forma de demostrar que el gasto público, por muy elevado que sea, no es causante de inflación es recurrir al caso extremo de que el estado quisiera contratar al sector privado la entrega un portaaviones al precio en 1 millón de euros. Sabemos que construir de este tipo de buques cuesta cientos de millones de euros así que semejante propuesta solo podría ser recibida con incredulidad. Sin embargo bastaría con que el estado impusiera un impuesto lo suficientemente elevado y confiscatorio sobre la población como para crear una situación en la que el sector privado estaría dispuesto a entregar el trabajo y los recursos necesarios para construir el portaaviones por ese precio. Si sometemos la población a un impuesto tan elevado que ésta tendrá que buscar, de forma que podríamos calificar como desesperada, la moneda del estado, ésta se apreciaría de forma inmediata. Sometidos a una tributación lo bastante elevada, los fabricantes de acero, los ingenieros navales, los astilleros se verían obligaos a entregarle al estado el buque al precio que pide. En definitiva, una tributación lo suficientemente elevada podría crear una demanda casi infinita por la divisa del estado. El gasto público puede ser tan alto en porcentaje del PIB como quiera el soberano y no por ello habrá inflación. Naturalmente esta estrategia de lucha contra la inflación no es deseable porque queremos que el sector privado disfrute de recursos reales para cumplir con sus propios objetivos de consumo y ahorro. Pero el ejemplo nos sirve para ilustrar que lo que importa para sostener el valor de la moneda del estado es que exista una fuerte demanda por ella. La forma de evitar la inflación es asegurar que el crecimiento de las rentas agregadas no supere la capacidad de crecimiento de la oferta agregada. Una herramienta a disposición del gobierno es precisamente asegurar esa marcha al compás de gasto e ingreso agregado es la fiscal. Por tanto un sistema fiscal creíble debe ser capaz de imponer un superávit cuando sea necesario es un elemento indispensable para asegurar la estabilidad de precios. Como dice Hyman Minsky, para que “la deuda del gobierno mantenga su aceptabilidad, los programas de impuestos y gastos deben tener un superávit — no hoy sino cuando acabe la guerra o la tasa de desempleo sea del 6 por ciento o lo que sea (Minsky, 2008 pág. 337).”

Además de las políticas relacionadas con el circuito de creación y destrucción del dinero, el estado puede aplicar políticas de gasto no inflacionistas. Como monopolista de la divisa, el estado puede fijar el precio de un bien ‘ancla’ de forma que la fluctuación del precio de los demás bienes reflejaría las fluctuaciones de sus precios relativos respecto al bien ancla. Sin embargo, una buena ancla debe cumplir unas condiciones. La primera es la ‘estabilidad’, es decir que su precio relativo respecto a otros bienes tenga una tendencia a mantenerse invariado en el tiempo. La segunda es la ‘liquidez’, es decir, que sea imposible manipular su precio al comprarlo en grandes cantidades. Algunos economistas, sobre todo de la escuela austriaca, se han mostrado partidarios de anclar el precio de nuestra moneda a una materia prima, como ocurrió durante la era del patrón oro que se inició en el siglo XIX y se abandonó definitiva tras el colapso del sistema de Bretton Woods en 1971.  En este sistema, surgido tras la Segunda Guerra Mundial, el precio de la divisa de EEUU se fijó a razón de 35 dólares por onza de oro. Las demás divisas fijaban su cotización a su vez con la de EEUU. Aunque el comercio del oro estaba restringido y los ciudadanos no podían exigir la conversión de sus billetes de banco a oro, los bancos centrales de otros países participantes en el sistema si podían exigirle a la Reserva Federal de los EEUU la conversión de sus reservas de dólares su conversión en metal. El sistema se vino abajo entre 1968 y 1971 porque EEUU necesitaba expandir su oferta monetaria para hacer frente a la Guerra de Vietnam, el choque de los precios del petróleo y la implantación de sus nuevos programas sociales. Los franceses amenazaron con convertir sus reservas de dólares a oro si los americanos continuaban expandiendo su oferta monetaria y exigieron que las emisiones de nueva moneda tuvieran el respaldo de reservas de oro en valor equivalente. El presidente Nixon tomó la decisión de abandonar temporalmente la convertibilidad y dejar que la moneda fluctuase libremente.  Desde entonces no hemos vuelto al patrón oro, afortunadamente para la economía mundial.

Al margen de que no parece demasiado inteligente dejar que el crecimiento de la oferta monetaria esté limitada por la generosidad de la naturaleza, lo cierto es que el oro no es un buen anclaje para los precios porque su cotización resulta demasiado volátil. Un mejor anclaje para la moneda es el precio del trabajo, que manifiesta leves variaciones de su precio respecto a la mayoría de los bienes. El siguiente gráfico muestra la evolución del índice de precios del oro y de los costes salariales tomando como índice las condiciones vigentes al final del primer trimestre de 2000. Es fácil observar que el precio del trabajo ha oscilado mucho menos que el del oro. Además es difícil especular con el precio del trabajo. Resultaría sorprendente y ridículamente improbable que un operador de mercado tratara de contratar a un elevado número de trabajadores para especular con su precio. Por estas razones el salario es un buen anclaje para los precios. Si el estado es capaz de fijar el precio del trabajo genérico podrá garantizar una elevada estabilidad de precios puesto que el coste del factor trabajo es uno de los componentes más importantes de los precios finales.


Ilustración 1. Evolución del precio del oro y de los costes salariales por hora

Hemos descrito anteriormente el papel del programa de trabajo garantizado como anclaje de los salarios. En programa de empleo de transición evita que los salarios caigan en coyunturas recesivas pero también actuaría como un freno a las demandas excesivas de incrementos salariales ya que ofertaría un pool de mano de obra preparada para incorporarse al sector privado cuando se reactive la demanda. De esta manera el estado puede contribuir a que el crecimiento de los salarios se mantenga en una senda marcada por el crecimiento de la productividad.

El papel del estado tiene relevancia para la determinación de numerosos precios regulados tales como la electricidad, el transporte público, el suministro de gas, etc… Si el estado toma como referencia la inflación pasada o la prevista para indexar estos precios ayudará a perpetuar la inflación. En Argentina, una economía con problemas históricos de estabilidad de precios existe una tradición de indexación de los salarios de los empleados del sector público que de esta manera marcan una senda para el crecimiento de los del sector privado. La indexación de salarios con respecto a la inflación prevista y no la histórica fue también una de las causas que perpetuaron la espiral precios-salarios en la España de los años 70 y 80 del siglo pasado. El estado puede contener la inflación restringiendo el crecimiento de los salarios de los funcionarios y favoreciendo procesos de negociación colectiva cooperativa en el sector privado. Finalmente, las administraciones públicas pueden evitar que los precios en los contratos con la administración contengan cláusulas de revisión de acuerdos a índices de inflación.

La estructura empresarial y el estilo gerencial son otro factor que aporta tensiones inflacionistas a una economía. Los elevados márgenes de beneficios de las grandes empresas son necesarios para validar costes de estructura no necesarios tecnológicamente para la producción. Estos costes incluyen los del personal gerencial y administrativo; marketing y ventas; y sedes corporativas suntuosas. En las grandes empresas los sueldos de alto personal directivo suelen ser obscenamente elevados. Por ejemplo en Telefónica, una antigua empresa pública, el consejo de administración y el personal de alta dirección recibió en 2015 una retribución de 15,3 millones de euros, entre los cuales sólo dos personas, César Alierta y José María Álvarez Pallete, se llevaron conjuntamente casi 12 millones de euros[1]. En el mismo año los directivos y miembros del consejo de administración del BBVA, un banco que ha absorbido varias entidades públicas privatizadas, percibieron un total de 25 millones de euros además de 884.591 acciones que a 31 de diciembre del ejercicio valían en el mercado 5,9 millones de euros[2].  Este gasto en retribuciones responde a actividades que no crean nuevos productos y servicios. Ciertamente reflejan la fisura que se ha producido en la moderna sociedad capitalista donde unas pocas personas bien relacionadas consiguen extraer un valor que no corresponde ni a sus méritos personales ni a sus logros profesionales mientras que la mayor parte de los asalariados llevan años sin experimentar mejoras en su nivel de vida cuando no malviven en condiciones de precariado. Sin embargo, estas empresas oligopolística tienen que recuperar a través de los precios, tarifas y comisiones que aplican a sus clientes las suntuosas retribuciones y los elevados y frecuentemente frívolos gastos en actividades como la publicidad, la promoción y otras de índole corporativa.  Frecuentemente los ayuntamientos y otras autoridades locales han privatizado servicios públicos esenciales como la recogida de basuras, la limpieza de las vías públicas o el suministro de aguas entregando su gestión a oligopolios que obtienen pingües beneficios. Han introducido tensiones inflacionistas al tolerar la subcontratación de obras y servicios. Las complejas estructuras para la entrega de obras públicas en las que el licitador subcontrata con otras empresas su realización reducen la transparencia de sus estructuras de costes y solapan estructuras corporativas con la acumulación de márgenes empresariales, a veces a costa de la calidad. No es infrecuente que el ganador de un contrato de construcción de un tramo de carretera subcontrate a otra empresa parte del trabajo. El resultado final puede ser que las administraciones públicas reciban a cambio una vía cuyo firme tengo un grosor que sea la mitad del estipulado en el pliego de licitación. La capa de asfalto perdida ha ido a engrosar el margen de beneficios del contratista.

Una reforma que obligara a fragmentar las grandes corporaciones para alentar la competencia entre ellas y evitar la construcción de pesadas estructuras organizativas reduciría los márgenes de beneficios. Determinadas empresas que constituyen monopolios naturales[3] tales como las redes de telefonía fija, la explotación de presas hidroeléctricas o la distribución de electricidad deberían ser empresas nacionalizadas. No existe ningún argumento que justifique que estas empresas sean privadas y el argumento utilizado por los neoliberales acerca de la supuesta superioridad de la gestión privada es cuestionable. Ejemplos como el desastroso deterioro de la calidad y de la puntualidad y el escandaloso aumento de tarifas en el sistema ferroviario británico sugieren que la gestión pública del ferrocarril puede ser superior. En el caso de Iberia es difícil argumentar que la venta de la aerolínea y su fusión con AIG hayan mejorado el servicio de transporte aéreo en nuestro país. La privatización de la antigua empresa pública de generación eléctrica ENDESA ha acabado paradójicamente en manos de una empresa pública italiana. Las operaciones de privatización, vendidas por los neoliberales como panaceas para la mejora de los servicios públicos gracias a la “superior” gestión privada, produjeron jugosas comisiones para los intermediarios financieros y firmas de abogados que diseñaron esas operaciones financieras y han creado una nueva clase de ejecutivos privilegiados pero no siempre han reducido el coste de los precios para los consumidores. Según datos de Eurostat, España, que ha privatizado toda su producción eléctrica, es el cuarto país con la energía más cara de la UE (cerca de 0,24 euros por kWh, mientras que en Francia, que ha retenido la titularidad pública de la producción eléctrica, el precio no supera los 0,18 euros). La concentración de la producción eléctrica en oligopolios ha originado denuncias frecuentes de manipulación de los mercados para aumentar los precios en el mercado eléctrico. En noviembre de 2015 la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia impuso una multa a Iberdrola de 25 millones porque esta empresa había manipulado el precio de oferta de las centrales hidráulicas. . Es difícil explicar por qué un recurso natural como un salto hidroeléctrico debe permanecer en manos privadas. Un marco legal que evite la concentración oligopolística o incluso la reversión de las contratas de las concesiones hidroeléctricas para que fueran explotadas por una empresa pública tendría un efecto antiinflacionista Una reversión de estas concesiones, que no han mejorado el nivel de los servicios a la vez que los han encarecido, también ayudaría a contener los precios.

Además de las políticas de renacionalización y fragmentación de los grandes oligopolios el estado puede favorecer procesos de compra pública que favorezcan menos a las grandes empresas (el llamado ‘capitalismo de amiguetes’ con sus sobrecostes de la corrupción) dando mayores oportunidades a las PYMES y prohibiendo las subcontrataciones en proyectos de obras públicas licitadas al sector privado. No deja de resultar curioso que la derecha política culpe al estado de la subida de precios pues, cuando ella ocupa el poder, no duda en utilizar los presupuestos del estado en forma inflacionista. Una ciudadanía exigente frente a los casos de corrupción que se niegue a votar a organizaciones mafiosas disfrazadas de partidos políticos supondría un gran avance para deterger prácticas de gasto público inflacionista.

Una combinación de políticas que facilite la estabilidad de los salarios, evite la expansión de grandes estructuras corporativas, ponga bajo control público determinadas actividades en las que existan monopolios naturales, evite la indexación de precios y un sistema tributario eficaz deberían ser suficientes para asegurar la estabilidad de precios. La preocupación por la inflación en los momentos actuales en los que llevamos en deflación más de dos años en todo caso resulta un tanto espuria.  En una recesión inducida por balances frágiles algo de inflación sería positivo. Es urgente que la economía española salga de la deflación y una política decidida de expansión fiscal puede acercarnos en un plazo breve al pleno empleo. Si conseguimos que España tenga algo de inflación deberíamos exclamar « ¡objetivo conseguido!». Un plan de empleo de transición y un aumento del déficit público tan grande como sea necesario deberían ser suficientes para asegurar el pleno empleo y la estabilidad de precios con una inflación moderada. Desgraciadamente el espantajo de la “hiperinlación” es uno de los argumentos popularmente más creídos y utilizados para evitar que se acometan políticas sensatas.


Ilustración 2. Índice de producción industrial corregido de efectos estacionales. Elaboración propia a partir de datos publicados por el INE en el que se ha establecido 2006 como base 100.

¿Existe riesgo de que el estado pierda el control de los precios cuando alcancemos el pleno empleo? Este escenario es improbable en el primer año de salida del euro puesto que partimos de una situación de deflación severa cronificada. Nuestra economía no se encuentra al límite de su capacidad productiva. En España la tasa de desempleo en el segundo trimestre de 2015 era superior al 22% y la tasa de actividad es inferior al 60%. El índice de producción industrial que publica el Instituto Nacional de Estadística (INE) demuestra que en 2015 el país estaba a un 80% del nivel alcanzado en 2006. De hecho España es uno de los países que ha experimentado una mayor caída en su producción industrial dentro de los de la OCDE.  Incluso asumiendo que los siete años de profunda crisis económica hayan destruido gran parte del tejido industrial existente antes del inicio de la CFG, debería quedar abundante capacidad ociosa que podría utilizarse antes de que se engendraran tensiones inflacionistas. Una política fiscal expansiva reduciría el desempleo rápidamente sin generar la temida hiperinflación. Ante un aumento de la demanda las empresas prefieren aumentar la producción para ganar cuota de mercado que subir los precios. Solo cuando las empresas van agotando su capacidad productiva empezarán a subir sus precios.

En el escenario de la salida del euro muchos expertos nos advierten del riesgo de que se importe inflación a través de la depreciación del peso. La economía española actual es muy abierta y muestra de ello es que los productos importados se acercan ya al 30% de nuestro PIB. Una devaluación de la nueva moneda implicaría que una parte muy importante de nuestras compras se encarecerían en un plazo corto de tiempo. Además, muchas importaciones son utilizadas como productos intermedios y materias primas en procesos productivos y, por tanto, su encarecimiento podría trasladarse a los precios finales de nuestros productos. Además, el abaratamiento relativo de nuestros productos podría estimular las exportaciones poniendo mayor presión de demanda sobre la producción. Sin embargo, insistimos en que la caída en el valor del peso, en el caso de producirse, sería temporal y por tanto el episodio inflacionista puede ser breve. Ya hemos explicado que ésta depreciación no tendría por qué ser pronunciada si aplicamos el plan Pilkington-Mosler.

No obstante, incluso un breve episodio inflacionista puede extenderse en el tiempo si se instalan expectativas entre los agentes económicos de que los precios seguirán subiendo. Un choque externo de este tipo puede iniciar una espiral de salarios-precios. Por ese motivo es fundamental que el estado aplique políticas que eviten la generación de esas expectativas. Una vez superada la primera fase de riesgo de depreciación significativa de la nueva moneda podría darse una segunda fase (digamos dos o tres años después de la salida del euro y una vez alcanzado el pleno empleo) en el que las políticas reflacionistas destinadas a asegurar un crecimiento de la demanda agregada excedieran la capacidad productiva real de la economía. Creemos, no obstante, que el riesgo de inflación es bajo mientras el estado conserve su capacidad de gravar con impuestos a la población. España cuenta con un sistema tributario relativamente moderno con una probada capacidad recaudatoria —mejorable, sin duda— que se vería reforzada con la incorporación de un mayor número de inspectores fiscales dentro de un plan de contratación de empleados del sector público. La aplicación del conjunto de medidas anteriormente descrito debería evitar la instalación y perpetuación de procesos y expectativas inflacionistas.



[1] Esta información se puede consultar en el Anexo II de las cuentas anuales de la compañía.
[2] Información facilitada en las cuentas anuales del año 2015 del BBVA.
[3] Un monopolio natural se da cuando una actividad exigen una inversión tan elevada que no tiene sentido que entren varios competidores en el mercado ya que la mejor manera de amortizar la inversión es que una sola empresa explote el mercado.

viernes, 1 de julio de 2016

The Habermas Error

June 25, 2016


Originally published in the Blog Alternativas.

The Austrian economist Friedrich August von Hayek, one of the fathers of neoliberalism, wrote in 1939, more than twenty years before the creation of the European Economic Communities, an essay in which he defended a European federal union that would advance the liberal agenda. In a federation with a single market for goods, without barriers to the free movement of capital and labor, the price differences would only reflect costs of transportation. Factor mobility would undermine the ability of states to tax because, if taxes were higher than in neighboring countries, these would cause the flight of capital and workers. This competitive pressure would limit the revenue-raising capacity of the state and therefore that of implementing protectionist policies and social welfare. Hayek opposed the nation state because he knew that only it could develop social welfare policies that require consensuses and sacrifices which only citizens of a nation are willing to accept in behalf of other groups of their own community but not of individuals or groups of another nation.

“In the national state, current ideologies make it comparatively easy to persuade the rest of the community that it is in their interest to protect “their” industry or “their” wheat production…. The decisive consideration is that their sacrifice benefits compatriots whose position is familiar to them." (Hayek, 1948)

In the case of an interstate federation, Hayek thought that this type of bonds and feelings of belonging would not exist and that it would therefore be more difficult to advance an agenda of protectionist and social policies.

In an interesting essay, Glyn Morgan, Professor at Harvard University [i] compares Hayek's view with that of the German sociologist and philosopher Jurgen Habermas, a thinker associated with social democracy. Habermas recognizes the achievements of the nation state, the most positive being the creation of the welfare state that guarantees all citizens a measure of social rights and subordinates the capitalist economy to the general interests. However, Habermas seeks for a justification of the European project. The process of European integration managed to put an end to a history of bloody warfare that culminated in World War II. However, it would be delusionary to pretend that citizens would continue to show enthusiasm for a European project limited to quelling old national quarrels. That is why Habermas introduces an argument, which the Left has picked up as a mantra: the globalization process would render the nation-state powerless and obsolete, eroding the social state and democracy. The state would be compelled to reduce taxation on an increasingly mobile capital weakening its ability to implement social policies. To attract capital, states would be forced to accept competitive reductions in tax rates. Maintaining competitiveness in open markets would require imposing wage devaluations.

"the globalization of commerce and communication, of economic production and finance, of the spread of technology and weapons, and above all of ecological and military risks, poses problems that can no longer be solved within the framework of nation-states or by the traditional methods of agreement between sovereign states. [ii] "

To address these threats the various states respond in an uncoordinated and uncooperative way. Therefore, Habermas believes he has found a rationale for the European project in the preservation of the values ​​of the social state.

Hayek and Habermas arrive at diametrically opposite conclusions about the consequences of a process of European integration. The former believes that the federation will end the social state, the latter thought that it will save it. In spite of Habermas, the nation state is still alive and has shown a greater capacity to deliver prosperity, economic growth and social equity than the failed European project. If Habermas were correct then the crisis of the nation state would be a global phenomenon but strangely enough it seems only confined to Europe. In other continents this venerable institution seems to be living its best times. Countries such as South Korea, Chile, Canada, New Zealand, Australia or Uruguay offer increasing levels of prosperity to their citizens. Great nations like China or the US do not appear to be at risk of integrating into larger federations. Within Europe itself, the countries that recovered earlier from the global financial crisis and demonstrate higher levels of happiness among the population, survey after survey, did not join the European project: Switzerland, Iceland and Norway. Within the EU, those countries not participating in the monetary union such as Sweden, Denmark, the United Kingdom and Poland have also had a superior economic performance after the onset of the global financial crisis.

The evidence suggests that the European Union is a 'Hayekian' federation. The European project is elitist and its treaties have a neoliberal inspiration at the service of big capital. The European Union, far from consolidating an advanced social state, has been undermining it systematically. Brandishing the threat of globalization the EU promised the working and middle classes a better world for which they would prepare us with training and investments in R&D making us super-competitive. The promised utopia has become a dystopia for the working class and the youth, especially in southern Europe.

That is why the surrender of the traditional social democratic parties is so perplexing, having fallen into what we might call the "Habermas error" they delude themselves in arguing that Europe would strengthen the social state despite the stubborn evidence to the contrary. This shortsightedness of the Social Democrats can perhaps be explained by cooptation of these old parties by neoliberalism  — this seems to be the case of politicians who, like Felipe González, reneged Marxism early on; or perhaps because they mistook the Hayekian federation with an internationalist project. In this case, the Social Democrats may have an overly vague definition of internationalist because so is capitalism, probably with even more enthusiasm and conviction.

The discontent of the popular classes, lacking a progressive beacon that could explain and guide it, betrayed by parties that had surrendered to the European project, in stark contradiction with the principles they claim to uphold, has been channeled in some countries through right-wing formations. With simpler messages and waving the flag of identity, these have won over the angry voter.

Last week a majority of the British people voted to leave the EU. The media of the establishment have stressed that the vote for Brexit was majoritarian amongst the elderly and supported by a minority amongst young people. They seem to have paid less attention to the fact that the support for Brexit was also majoritarian among low-income citizens. For the politically correct elite, voting for Brexit would have been a thing of aged ignoramus and reactionary voters. One of the main supporters of the European project in Spain, Xavier Vidal Folch wrote the next day "without acrimony, we believe that the decision of the voters was perhaps not the most logical, rational nor desirable," –for the interests of his class, if I may add- "but perhaps it was the most obvious, after four decades of relentless propaganda against Europe ". He apparently forgets about the systematic bombardment from the media, the business world and the "respectable" politicians about the infinite evils that will befall if Britain decides to leave the EU.


Those parties from the left or right that dare question the European project are disparaged as "nationalistic", "regressive", "xenophobic" or worse, "populist". Their humble voters may verbalize it better or worse, in the company or not of the cowering social democratic parties, but in reality they only want their nation state back so that they can recover dignified living conditions. The British working class, "those chavs", did not vote last Thursday with their heart; they voted with their heads.


[i] Morgan G., Hayek, Habermas, and European Integration. (2003)
[ii] Habermas, J. The Inclusion of the Other: Studies in Political Theory. (1998)