Cuando desde la Teoría Monetaria Moderna defendemos la introducción de un programa de trabajao garantizado suele contestarnos con la célebre expresión “o sea, que quieres darle a la maquinita de imprimir billetes”.
No obstante, incluso un breve episodio
inflacionista puede extenderse en el tiempo si se instalan expectativas entre
los agentes económicos de que los precios seguirán subiendo. Un choque externo
de este tipo puede iniciar una espiral de salarios-precios. Por ese motivo es
fundamental que el estado aplique políticas que eviten la generación de esas
expectativas. Una vez superada la primera fase de riesgo de depreciación
significativa de la nueva moneda podría darse una segunda fase (digamos dos o
tres años después de la salida del euro y una vez alcanzado el pleno empleo) en
el que las políticas reflacionistas destinadas a asegurar un crecimiento de la
demanda agregada excedieran la capacidad productiva real de la economía.
Creemos, no obstante, que el riesgo de inflación es bajo mientras el estado
conserve su capacidad de gravar con impuestos a la población. España cuenta con
un sistema tributario relativamente moderno con una probada capacidad
recaudatoria —mejorable, sin duda— que se vería reforzada con la incorporación
de un mayor número de inspectores fiscales dentro de un plan de contratación de
empleados del sector público. La aplicación del conjunto de medidas
anteriormente descrito debería evitar la instalación y perpetuación de procesos
y expectativas inflacionistas.
El fenómeno de la
inflación se explica fundamentalmente porque todos los agentes económicos desean
ejercer un poder de gasto que en su conjunto excede de la oferta que es capaz
de entregar la economía real. Si la suma del poder de compra que todos los
agentes tratan de ejercer supera el valor nominal de la producción de la
economía y la oferta en la mayoría de los sectores se ha hecho inelástica
porque los fabricantes se encuentran cerca de su límite de capacidad
productiva, entonces se producirán subidas de precios. Pero ni siquiera esta
afirmación puede ser categórica porque puede arrancar un proceso inflacionista en
una economía que no se encuentre cerca del pleno empleo ni al límite de su
capacidad productiva. La experiencia histórica sugiere que los shocks externos,
como un incremento del coste de las materias primas o un conflicto bélico,
pueden desencadenar subidas en los precios cuando una economía no se encuentra
funcionando a pleno rendimiento. La pugna entre los agentes económicos por el
reparto de las rentas puede iniciar una espiral de crecimiento de precios y
salarios y consolidando expectativas inflacionistas. En una espiral de este
tipo, los trabajadores pueden responder ante una subida de los precios, con
conflictos industriales, huelgas y negociaciones de convenios colectivos que
les permitan recuperar parte del poder adquisitivo perdido y los empresarios
pueden responder repercutiendo este aumento de coste de nuevo a los precios. Estas
espirales a veces se aceleran induciendo alzas sucesivas de precios y pueden
entrar en una fase descontrolada. No podemos culpar al déficit público de la
inflación pero determinados elementos institucionales como la indexación de
salarios y rentas o determinadas prácticas de contratación del estado pueden agravar
y perpetuar el problema. El papel de la oferta de dinero es subsidiario pues,
sin un incremento de la masa monetaria que alimente al incremento del gasto
nominal no será posible perpetuar el crecimiento del gasto. Pero como el dinero
es una variable endógena, es decir, que depende de decisiones que toman las
instituciones financieras en el sector privado, pueden ser decisiones del
sector privado las que validen los procesos inflacionistas una vez iniciados. La
inflación provoca aumentos en el fondo de maniobra de los empresarios ya que
obliga a aumentar el valor nominal de sus stocks y de su inversión en crédito
comercial. Si el negocio del empresario es rentable un banco seguirá
concediendo financiación al empresario aumentando el crédito y por tanto
creando nuevos depósitos bancarios que expanden la oferta monetaria. Por ello,
la mala noticia es que será fútil aplicar políticas monetaristas a la Friedman,
es decir que el estado se limite a controlar la oferta de dinero, para prevenir
la inflación. La buena noticia es que en una situación inflacionista el estado
tiene una caja de herramientas que le permite hacer frente a la subida de
precios.
La respuesta más sencilla
ante un proceso inflacionista sería que el estado aplicara políticas que aumentaren
la capacidad productiva de la economía. El inconveniente es que éstas suelen
tardar en producir efectos pues la inversión en capacidad productiva se hace
efectiva con un retardo (desde que se presenta un pedido para la construcción
de una fábrica hasta que ésta puede empezar a producir puede pasar fácilmente
un año). Por tanto las políticas de oferta son poco adecuadas para luchar
contra la inflación de forma rápida. A corto plazo, la solución es contener el
crecimiento del gasto agregado.
La cuestión es decidir
qué parte del gasto agregado debe menguar o reprimirse. Una respuesta es que el
estado reduzca su propio gasto pero también podría optar por reducir el del
sector privado. Para este propósito el estado clásicamente podría optar entre
las siguientes políticas.
• Subir los impuestos reservando de esta forma una mayor
parte del producto nacional para los fines públicos.
• Impulsar una política de rentas fomentando acuerdos
entre sindicatos y empresarios para controlar el crecimiento de salarios y
beneficios o limitando los beneficios de las empresas. Entre las más eficaces
puede estar impedir la indexación de los salarios.
• Frenar el crecimiento de las exportaciones o fomentar el
crecimiento de las importaciones.
• Crear desempleo con políticas monetarias y fiscales
restrictivas.
Lamentablemente de la panoplia
de instrumentos de las que dispone el estado la que se ha aplicado más
frecuentemente es la última. Pero esto no es inocente si reflexionamos sobre
ello. Con gran destreza, los grandes
rentistas y capitalistas han conseguido convencer a gran parte de la clase
media y obrera que la causa de la inflación es una oscura conspiración de políticos
populistas que imprimen billetes en los sótanos de los bancos centrales o los
trabajadores sindicados que egoístamente se suben los salarios en una “sublucha” de clases entre los que
disfrutan de contrato indefinido y los jóvenes y temporales. Para reducir el
gasto agregado podría parecer más equitativo aumentar los impuestos a los más
ricos para que estos liberen recursos en favor del consumo de la población
menos favorecida. En la prensa económica raramente leemos que también el gasto
suntuario de los ricos genera inflación, por ejemplo provocando alzas en el precio
de los inmuebles en el centro de las grandes ciudades. No cuesta entender por
qué el estado actúa con menos decisión contra este tipo de inflación.
Hábilmente han convencido a la sociedad de que la única forma de luchar contra
la inflación es generando desempleo o reduciendo el gasto público, sobre todo
el gasto en transferencias, es decir, provocando una caída del gasto agregado privando
al segmento de la población más desprotegido del acceso a su cuota parte de la
producción nacional de bienes y servicios.
La teoría monetaria
moderna nos aporta herramientas más útiles para asegurar la estabilidad de
precios. El estado es el emisor en régimen de monopolio de la moneda y sabemos que todo monopolista tiene la potestad de fijar el
precio del producto que vende. Puede fijar el precio del bien en términos de sí
mismo, es decir cuántas unidades recibirá mañana a cambio de desprenderse hoy
de cierto número de unidades, o dicho de otra manera, el tipo de interés.
También determina el valor de ese bien en relación a otros bienes.
En los sistemas de
circulación fiduciaria, es decir, aquellos donde el dinero no es un metal
precioso ni los billetes de banco se pueden convertir en plata u oro, la moneda
es una promesa de pago del estado. El estado es el único que puede crear nuevas
reservas bancarias y por tanto es el único que puede fijar el precio de esas
reservas. Veremos más adelante que el estado puede determinar el tipo de
interés a través de las intervenciones en los mercados secundarios de deuda
pública. Los tipos de interés son fundamentales
en la formación de precios. Si el estado, a través del banco central, decide
subir los tipos de interés no debería extrañarnos que los precios sigan la
senda marcada por el precio del dinero. Seguirán en primer lugar las materias
primas como el oro, el cobre, o el petróleo ya que los operadores esperarán
obtener una rentabilidad parecida por las entregas a futuro. Si el rendimiento
que produce la deuda pública es del 10% a un año este es una referencia para
las materias primas. Un operador que acepte una onza de oro hoy a un precio de
1.300 dólares de EEUU tendrá que devolverlo en un año al precio de 1.430
dólares macando la senda de los precios de esa materia prima. El incremento de
costes de las materias primas no tardará en trasladarse a los productos finales
y, por definición, eso es inflación.
No son el déficit público
ni el gasto público por sí mismo los causantes la inflación sino que las
políticas de gasto no se acompañen de una política fiscal apropiada a las
circunstancias. Sabemos que el estado dotado de soberanía monetaria no tiene
restricciones presupuestarias. Puede adquirir todo lo que se encuentre a la
venta en el país con su propio dinero. Sí existen límites, pero estos los pone
la capacidad productiva real de la economía. Por ejemplo, el estado podría
empeñarse en comprar 20 portaaviones pero probablemente la economía española
hoy no tendría capacidad de construirlos. Pero sí que podría poner a trabajar a
todos los desempleados si se lo propusiera. Gracias a su poder de compra
ilimitado el estado puede conseguir que la demanda agregada aumente hasta que
se alcance el pleno empleo o se agote la capacidad productiva de la economía y
por tanto para sacar a la economía de la deflación. Una forma de demostrar que el
gasto público, por muy elevado que sea, no es causante de inflación es recurrir
al caso extremo de que el estado quisiera contratar al sector privado la
entrega un portaaviones al precio en 1 millón de euros. Sabemos que construir de
este tipo de buques cuesta cientos de millones de euros así que semejante
propuesta solo podría ser recibida con incredulidad. Sin embargo bastaría con
que el estado impusiera un impuesto lo suficientemente elevado y confiscatorio
sobre la población como para crear una situación en la que el sector privado
estaría dispuesto a entregar el trabajo y los recursos necesarios para
construir el portaaviones por ese precio. Si sometemos la población a un
impuesto tan elevado que ésta tendrá que buscar, de forma que podríamos
calificar como desesperada, la moneda del estado, ésta se apreciaría de forma
inmediata. Sometidos a una tributación lo bastante elevada, los fabricantes de
acero, los ingenieros navales, los astilleros se verían obligaos a entregarle
al estado el buque al precio que pide. En definitiva, una tributación lo
suficientemente elevada podría crear una demanda casi infinita por la divisa
del estado. El gasto público puede ser tan alto en porcentaje del PIB como
quiera el soberano y no por ello habrá inflación. Naturalmente esta estrategia
de lucha contra la inflación no es deseable porque queremos que el sector
privado disfrute de recursos reales para cumplir con sus propios objetivos de
consumo y ahorro. Pero el ejemplo nos sirve para ilustrar que lo que importa
para sostener el valor de la moneda del estado es que exista una fuerte demanda
por ella. La forma de evitar la inflación es asegurar que el crecimiento de las
rentas agregadas no supere la capacidad de crecimiento de la oferta agregada.
Una herramienta a disposición del gobierno es precisamente asegurar esa marcha
al compás de gasto e ingreso agregado es la fiscal. Por tanto un sistema fiscal
creíble debe ser capaz de imponer un superávit cuando sea necesario es un
elemento indispensable para asegurar la estabilidad de precios. Como dice Hyman
Minsky, para que “la deuda del gobierno mantenga su aceptabilidad, los
programas de impuestos y gastos deben tener un superávit — no hoy sino cuando
acabe la guerra o la tasa de desempleo sea del 6 por ciento o lo que sea
(Minsky, 2008 pág. 337).”
Además de las políticas
relacionadas con el circuito de creación y destrucción del dinero, el estado
puede aplicar políticas de gasto no inflacionistas. Como monopolista de la
divisa, el estado puede fijar el precio de un bien ‘ancla’ de forma que la
fluctuación del precio de los demás bienes reflejaría las fluctuaciones de sus
precios relativos respecto al bien ancla. Sin embargo, una buena ancla debe
cumplir unas condiciones. La primera es la ‘estabilidad’, es decir que su
precio relativo respecto a otros bienes tenga una tendencia a mantenerse
invariado en el tiempo. La segunda es la ‘liquidez’, es decir, que sea
imposible manipular su precio al comprarlo en grandes cantidades. Algunos
economistas, sobre todo de la escuela austriaca, se han mostrado partidarios de
anclar el precio de nuestra moneda a una materia prima, como ocurrió durante la
era del patrón oro que se inició en el siglo XIX y se abandonó definitiva tras
el colapso del sistema de Bretton Woods en 1971. En este sistema, surgido tras la Segunda
Guerra Mundial, el precio de la divisa de EEUU se fijó a razón de 35 dólares
por onza de oro. Las demás divisas fijaban su cotización a su vez con la de
EEUU. Aunque el comercio del oro estaba restringido y los ciudadanos no podían
exigir la conversión de sus billetes de banco a oro, los bancos centrales de
otros países participantes en el sistema si podían exigirle a la Reserva
Federal de los EEUU la conversión de sus reservas de dólares su conversión en
metal. El sistema se vino abajo entre 1968 y 1971 porque EEUU necesitaba
expandir su oferta monetaria para hacer frente a la Guerra de Vietnam, el
choque de los precios del petróleo y la implantación de sus nuevos programas
sociales. Los franceses amenazaron con convertir sus reservas de dólares a oro
si los americanos continuaban expandiendo su oferta monetaria y exigieron que
las emisiones de nueva moneda tuvieran el respaldo de reservas de oro en valor
equivalente. El presidente Nixon tomó la decisión de abandonar temporalmente la
convertibilidad y dejar que la moneda fluctuase libremente. Desde entonces no hemos vuelto al patrón oro,
afortunadamente para la economía mundial.
Al margen de que no parece
demasiado inteligente dejar que el crecimiento de la oferta monetaria esté
limitada por la generosidad de la naturaleza, lo cierto es que el oro no es un
buen anclaje para los precios porque su cotización resulta demasiado volátil. Un
mejor anclaje para la moneda es el precio del trabajo, que manifiesta leves
variaciones de su precio respecto a la mayoría de los bienes. El siguiente
gráfico muestra la evolución del índice de precios del oro y de los costes
salariales tomando como índice las condiciones vigentes al final del primer
trimestre de 2000. Es fácil observar que el precio del trabajo ha oscilado
mucho menos que el del oro. Además es difícil especular con el precio del
trabajo. Resultaría sorprendente y ridículamente improbable que un operador de
mercado tratara de contratar a un elevado número de trabajadores para especular
con su precio. Por estas razones el salario es un buen anclaje para los
precios. Si el estado es capaz de fijar el precio del trabajo genérico podrá
garantizar una elevada estabilidad de precios puesto que el coste del factor
trabajo es uno de los componentes más importantes de los precios finales.
Ilustración 1. Evolución del precio del oro y de los costes
salariales por hora
Hemos descrito anteriormente
el papel del programa de trabajo garantizado como anclaje de los salarios. En
programa de empleo de transición evita que los salarios caigan en coyunturas
recesivas pero también actuaría como un freno a las demandas excesivas de
incrementos salariales ya que ofertaría un pool de mano de obra preparada para
incorporarse al sector privado cuando se reactive la demanda. De esta manera el
estado puede contribuir a que el crecimiento de los salarios se mantenga en una
senda marcada por el crecimiento de la productividad.
El papel del estado tiene
relevancia para la determinación de numerosos precios regulados tales como la
electricidad, el transporte público, el suministro de gas, etc… Si el estado
toma como referencia la inflación pasada o la prevista para indexar estos
precios ayudará a perpetuar la inflación. En Argentina, una economía con
problemas históricos de estabilidad de precios existe una tradición de
indexación de los salarios de los empleados del sector público que de esta
manera marcan una senda para el crecimiento de los del sector privado. La
indexación de salarios con respecto a la inflación prevista y no la histórica
fue también una de las causas que perpetuaron la espiral precios-salarios en la
España de los años 70 y 80 del siglo pasado. El estado puede contener la
inflación restringiendo el crecimiento de los salarios de los funcionarios y
favoreciendo procesos de negociación colectiva cooperativa en el sector
privado. Finalmente, las administraciones públicas pueden evitar que los
precios en los contratos con la administración contengan cláusulas de revisión
de acuerdos a índices de inflación.
La estructura empresarial y el
estilo gerencial son otro factor que aporta tensiones inflacionistas a una
economía. Los elevados márgenes de beneficios de las grandes empresas son
necesarios para validar costes de estructura no necesarios tecnológicamente
para la producción. Estos costes incluyen los del personal gerencial y
administrativo; marketing y ventas; y sedes corporativas suntuosas. En las
grandes empresas los sueldos de alto personal directivo suelen ser obscenamente
elevados. Por ejemplo en Telefónica, una antigua empresa pública, el consejo de
administración y el personal de alta dirección recibió en 2015 una retribución
de 15,3 millones de euros, entre los cuales sólo dos personas, César Alierta y
José María Álvarez Pallete, se llevaron conjuntamente casi 12 millones de euros[1].
En el mismo año los directivos y miembros del consejo de administración del
BBVA, un banco que ha absorbido varias entidades públicas privatizadas,
percibieron un total de 25 millones de euros además de 884.591 acciones que a
31 de diciembre del ejercicio valían en el mercado 5,9 millones de euros[2]. Este gasto en retribuciones responde a
actividades que no crean nuevos productos y servicios. Ciertamente reflejan la
fisura que se ha producido en la moderna sociedad capitalista donde unas pocas
personas bien relacionadas consiguen extraer un valor que no corresponde ni a
sus méritos personales ni a sus logros profesionales mientras que la mayor
parte de los asalariados llevan años sin experimentar mejoras en su nivel de
vida cuando no malviven en condiciones de precariado. Sin embargo, estas empresas
oligopolística tienen que recuperar a través de los precios, tarifas y
comisiones que aplican a sus clientes las suntuosas retribuciones y los
elevados y frecuentemente frívolos gastos en actividades como la publicidad, la
promoción y otras de índole corporativa.
Frecuentemente los ayuntamientos y otras autoridades locales han
privatizado servicios públicos esenciales como la recogida de basuras, la
limpieza de las vías públicas o el suministro de aguas entregando su gestión a
oligopolios que obtienen pingües beneficios. Han introducido tensiones
inflacionistas al tolerar la subcontratación de obras y servicios. Las
complejas estructuras para la entrega de obras públicas en las que el licitador
subcontrata con otras empresas su realización reducen la transparencia de sus
estructuras de costes y solapan estructuras corporativas con la acumulación de
márgenes empresariales, a veces a costa de la calidad. No es infrecuente que el
ganador de un contrato de construcción de un tramo de carretera subcontrate a
otra empresa parte del trabajo. El resultado final puede ser que las
administraciones públicas reciban a cambio una vía cuyo firme tengo un grosor
que sea la mitad del estipulado en el pliego de licitación. La capa de asfalto
perdida ha ido a engrosar el margen de beneficios del contratista.
Una reforma que obligara a
fragmentar las grandes corporaciones para alentar la competencia entre ellas y
evitar la construcción de pesadas estructuras organizativas reduciría los
márgenes de beneficios. Determinadas empresas que constituyen monopolios
naturales[3]
tales como las redes de telefonía fija, la explotación de presas
hidroeléctricas o la distribución de electricidad deberían ser empresas
nacionalizadas. No existe ningún argumento que justifique que estas empresas
sean privadas y el argumento utilizado por los neoliberales acerca de la
supuesta superioridad de la gestión privada es cuestionable. Ejemplos como el
desastroso deterioro de la calidad y de la puntualidad y el escandaloso aumento
de tarifas en el sistema ferroviario británico sugieren que la gestión pública
del ferrocarril puede ser superior. En el caso de Iberia es difícil argumentar
que la venta de la aerolínea y su fusión con AIG hayan mejorado el servicio de
transporte aéreo en nuestro país. La privatización de la antigua empresa
pública de generación eléctrica ENDESA ha acabado paradójicamente en manos de
una empresa pública italiana. Las operaciones de privatización, vendidas por
los neoliberales como panaceas para la mejora de los servicios públicos gracias
a la “superior” gestión privada, produjeron jugosas comisiones para los
intermediarios financieros y firmas de abogados que diseñaron esas operaciones
financieras y han creado una nueva clase de ejecutivos privilegiados pero no
siempre han reducido el coste de los precios para los consumidores. Según datos
de Eurostat, España, que ha privatizado toda su producción eléctrica, es el
cuarto país con la energía más cara de la UE (cerca de 0,24 euros por kWh,
mientras que en Francia, que ha retenido la titularidad pública de la
producción eléctrica, el precio no supera los 0,18 euros). La concentración de
la producción eléctrica en oligopolios ha originado denuncias frecuentes de
manipulación de los mercados para aumentar los precios en el mercado eléctrico.
En noviembre de 2015 la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia
impuso una multa a Iberdrola de 25 millones porque esta empresa había
manipulado el precio de oferta de las centrales hidráulicas. . Es difícil
explicar por qué un recurso natural como un salto hidroeléctrico debe
permanecer en manos privadas. Un marco legal que evite la concentración
oligopolística o incluso la reversión de las contratas de las concesiones
hidroeléctricas para que fueran explotadas por una empresa pública tendría un
efecto antiinflacionista Una reversión de estas concesiones, que no han
mejorado el nivel de los servicios a la vez que los han encarecido, también
ayudaría a contener los precios.
Además de las políticas de
renacionalización y fragmentación de los grandes oligopolios el estado puede
favorecer procesos de compra pública que favorezcan menos a las grandes
empresas (el llamado ‘capitalismo de
amiguetes’ con sus sobrecostes de la corrupción) dando mayores
oportunidades a las PYMES y prohibiendo las subcontrataciones en proyectos de
obras públicas licitadas al sector privado. No deja de resultar curioso que la derecha política culpe al estado de la
subida de precios pues, cuando ella ocupa el poder, no duda en utilizar los
presupuestos del estado en forma inflacionista. Una
ciudadanía exigente frente a los casos de corrupción que se niegue a votar a
organizaciones mafiosas disfrazadas de partidos políticos supondría un gran
avance para deterger prácticas de gasto público inflacionista.
Una combinación de políticas
que facilite la estabilidad de los salarios, evite la expansión de grandes
estructuras corporativas, ponga bajo control público determinadas actividades
en las que existan monopolios naturales, evite la indexación de precios y un
sistema tributario eficaz deberían ser suficientes para asegurar la estabilidad
de precios. La preocupación por la inflación en los momentos actuales en los
que llevamos en deflación más de dos años en todo caso resulta un tanto
espuria. En una recesión inducida por
balances frágiles algo de inflación sería positivo. Es urgente que la economía
española salga de la deflación y una política decidida de expansión fiscal
puede acercarnos en un plazo breve al pleno empleo. Si conseguimos que España
tenga algo de inflación deberíamos exclamar « ¡objetivo conseguido!». Un plan de empleo de transición y un aumento del
déficit público tan grande como sea necesario deberían ser suficientes para
asegurar el pleno empleo y la estabilidad de precios con una inflación
moderada. Desgraciadamente el espantajo de la “hiperinlación” es uno de los
argumentos popularmente más creídos y utilizados para evitar que se acometan
políticas sensatas.
Ilustración 2. Índice de producción industrial corregido de
efectos estacionales. Elaboración propia a partir de datos publicados por el
INE en el que se ha establecido 2006 como base 100.
¿Existe riesgo de que el
estado pierda el control de los precios cuando alcancemos el pleno empleo? Este
escenario es improbable en el primer año de salida del euro puesto que partimos
de una situación de deflación severa cronificada. Nuestra economía no se
encuentra al límite de su capacidad productiva. En España la tasa de desempleo
en el segundo trimestre de 2015 era superior al 22% y la tasa de actividad es
inferior al 60%. El índice de producción industrial que publica el Instituto
Nacional de Estadística (INE) demuestra que en 2015 el país estaba a un 80% del
nivel alcanzado en 2006. De hecho España es uno de los países que ha
experimentado una mayor caída en su producción industrial dentro de los de la
OCDE. Incluso asumiendo que los siete
años de profunda crisis económica hayan destruido gran parte del tejido
industrial existente antes del inicio de la CFG, debería quedar abundante
capacidad ociosa que podría utilizarse antes de que se engendraran tensiones
inflacionistas. Una política fiscal expansiva reduciría el desempleo
rápidamente sin generar la temida hiperinflación. Ante un aumento de la demanda
las empresas prefieren aumentar la producción para ganar cuota de mercado que
subir los precios. Solo cuando las empresas van agotando su capacidad
productiva empezarán a subir sus precios.
En el escenario de la salida
del euro muchos expertos nos advierten del riesgo de que se importe inflación a
través de la depreciación del peso. La economía española actual es muy abierta
y muestra de ello es que los productos importados se acercan ya al 30% de
nuestro PIB. Una devaluación de la nueva moneda implicaría que una parte muy
importante de nuestras compras se encarecerían en un plazo corto de tiempo.
Además, muchas importaciones son utilizadas como productos intermedios y
materias primas en procesos productivos y, por tanto, su encarecimiento podría
trasladarse a los precios finales de nuestros productos. Además, el
abaratamiento relativo de nuestros productos podría estimular las exportaciones
poniendo mayor presión de demanda sobre la producción. Sin embargo, insistimos
en que la caída en el valor del peso, en el caso de producirse, sería temporal
y por tanto el episodio inflacionista puede ser breve. Ya hemos explicado que
ésta depreciación no tendría por qué ser pronunciada si aplicamos el plan
Pilkington-Mosler.
[1]
Esta información se puede consultar en el Anexo II de las cuentas anuales de la
compañía.
[2]
Información facilitada en las cuentas anuales del año 2015 del BBVA.
[3]
Un monopolio natural se da cuando una actividad exigen una inversión tan
elevada que no tiene sentido que entren varios competidores en el mercado ya
que la mejor manera de amortizar la inversión es que una sola empresa explote
el mercado.