Stuart Medina y Esteban Cruz. Miembros de Red MMT
No lo leerán ustedes en los medios de mayor difusión en España. El País no lo ha mencionado; tampoco El Mundo o La Vanguardia. No ha abierto los telediarios de TVE, La Sexta, Antena 3, Telecinco o Cuatro. El silencio en los partidos y sindicatos participantes en las marchas del 1 de mayo es bochornoso. Sin embargo, éste es quizás el acontecimiento político más relevante para desarmar el neoliberalismo de las últimas décadas: el retorno del pleno empleo a la agenda política.
Con gran audacia, hace dos semanas el senador por Vermont y aspirante a la candidatura demócrata para la presidencia de los Estados Unidos, Bernie Sanders, ha anunciado un plan que ofrecerá a toda persona que desee trabajar un empleo retribuido con un salario de quince dólares a la hora y prestaciones sociales tales como seguro médico y vacaciones. El Plan de Trabajo Garantizado es el mecanismo opuesto a la regulación neoliberal de la economía, la herramienta antagónica a una estrategia basada en el desempleo y la precariedad. La propuesta de Sanders es recibida en España en silencio entre aquellos que sueñan con alcanzar la zanahoria de la redistribución: solo hay que perseguir al dinero allá donde está con mayor convicción y echar a los corruptos de las instituciones. Hay un problema de corrupción y habrá que afrontarlo con las herramientas judiciales adecuadas, pero el problema a nivel macroeconómico no es la corrupción. Seguramente podamos achacar esta falta de interés por el terremoto que ha producido en los medios y el debate político del mundo anglosajón la propuesta de Sanders al compromiso de la izquierda europea con la Unión Económica y Monetaria. Esta impermeabilidad hacia el plan de garantía de empleo de Sanders contrasta con, por ejemplo, cómo buena parte de la izquierda se subió al carro de Syriza, los cantos de sirena que llegan desde Portugal, o el abortado experimento finlandés de Renta Básica Universal.
El Plan de Trabajo Garantizado se deriva del análisis de la teoría monetaria moderna (TMM). El senador Sanders cuenta entre sus asesores con la economista Stephanie Kelton, una de las principales exponentes de esta corriente y eso se nota. De ser una escuela heterodoxa y desconocida antes de la crisis, aspectos de la TMM han empezado a ser asumidos por el mainstream económico.
La TMM expone fielmente el funcionamiento de nuestro sistema monetario. Puede resultar inaudito, pero un estado emisor de la divisa en régimen de monopolio no está sometido a ninguna restricción presupuestaria. No necesita sacarles a los ricos los recursos que financian políticas sociales, en primer lugar, porque esto es una confusión en torno a la operatividad del circuito monetario, de los flujos y reflujos que tienen lugar desde que se introduce el dinero en la economía hasta que es retirado. El sector público puede sostener el gasto total que permite no despilfarrar nuestras energías dejándolas paradas, comprando todo aquel trabajo a la venta en su propia moneda que no encuentre acomodo en el sector privado. Esto es una limitación real, no financiera, que por supuesto afecta de forma diferente a cada país.
¿Qué es el plan de trabajo garantizado (TG)?
Si es usted un parado de larga duración ¿vendería su fuerza de trabajo al sector público si le ofrecieran un empleo retribuido con un salario de, digamos, 10 euros la hora? El Plan de Trabajo Garantizado es sencillamente eso: el compromiso de que el estado, de forma descentralizada, diseñe programas de empleo socialmente útiles donde puedan integrarse todas aquellas personas que no consigan encontrar un trabajo en el sector privado. El estado se convierte así en empleador de último recurso. Se trata de resolver de forma directa un problema que ni las subvenciones, ni las ineficaces políticas activas de empleo, ni la adaptación de los currículos universitarios al mercado laboral, ni las reducciones de cuotas de cotización a la Seguridad Social consiguen resolver de forma indirecta. Ninguna de estas medidas es capaz de acabar con un fenómeno monetario como es el desempleo, síntoma de que el gasto total en la economía es insuficiente; solo aspiran a reorganizar la cola del paro o, como está pasando, dividir entre varios el empleo que ya existe.
Como se pueden imaginar, el anuncio de Bernie Sanders ha sido recibido con feroces críticas desde el conservadurismo y el neoliberalismo. El establishment no puede soportar la idea de que el estado desarrolle políticas a favor de la mayoría social, dotando a la democracia de herramientas que permitan construir el proyecto social que decida la ciudadanía. Los programas de empleo garantizado socializan la inversión, arrebatan a las decisiones privadas el monopolio sobre a qué se dedican nuestras fuerzas, permitiendo que no sea más rentable derrochar nuestras energías que utilizarlas. Esto suplantaría la guía inmanente del lucro por el bienestar social; y destronaría la relación parasitaria que promueve la competencia entre empresas bajando costes laborales primando en su lugar la innovación. Si una empresa no puede retribuir dignamente a sus trabajadores no debe existir, y si se les presenta a los trabajadores una alternativa la explotación propia o ajena deja de ser justificable. Supondría el fin de la precariedad tanto en su forma tradicional como en su moderna versión “colaborativa”. La “uberización” de la economía sería desactivada de raíz.
La propuesta ha sido tildada de comunista, ignorando que el desempleo es un fenómeno monetario que solo puede darse en un régimen capitalista y que, ya en los años 30 del siglo pasado, Roosevelt aplicó recetas similares como el Works Progress Administration. Podemos aceptar esta caricaturización como algo positivo. Reconocemos que este ajuste institucional podría ser un paso hacia el socialismo, ahora desactivado mediante la imposición de restricciones al presupuesto público para neutralizar la voluntad popular. Equipándola de una herramienta como el Trabajo Garantizado, las prioridades de la sociedad podrían hacerse efectivas: se recuperarían entornos naturales degradados en vez de incentivar fiscalmente la construcción de proyectos del estilo de Eurovegas; se cuidaría de las personas desvalidas en lugar de acometer una devaluación interna para atraer empresas de atención al cliente en las que las multinacionales externalizan sus servicios; se reconstruiría el valioso patrimonio cultural de nuestros pueblos para crear un turismo diferente a los negocios que crecen alrededor del turismo de borrachera estimulado por los precios bajos; o se podría implantar un programa de traslado gratuito a centros de salud de personas necesitadas de atención sanitaria. Los programas de Trabajo Garantizado permitirían acometer proyectos que fueran carbono-neutrales y sostenibles, sustituyendo procesos productivos que esquilman el medioambiente. La implantación de negocios privados debería responder a las demandas de los consumidores, no ser auspiciados bajo la iniciativa pública devaluando nuestra sociedad con la excusa de que crean empleo, inflando las expectativas de beneficios a demanda de los inversores a costa de los trabajadores.
También se ha reprochado que la garantía de empleo sería inflacionista. En realidad, es un potente instrumento de estabilidad macroeconómica que proporciona un anclaje a los precios y el valor de la moneda en base a una sustancia común a la producción de bienes y servicios: el trabajo. Si el estado dice que paga 10 euros por hora de trabajo está fijando el valor de su moneda (1 euro=6 minutos de trabajo). Funciona también como un mecanismo automático de gestión del ciclo económico al expandirse o contraerse en función de las expectativas privadas. La cantidad de gasto destinada a estos programas no es discrecional pues dependerá de la demanda que surja del sector privado al citado salario. En un ciclo bajista los empresarios despedirán trabajadores que podrían incorporarse a uno de estos programas estabilizando el gasto agregado. En un ciclo alcista los empresarios podrían contratar trabajadores entre las personas productivamente empleadas por el sector público y, por tanto, con sus capacidades sociales y técnicas actualizadas, en lugar de personas desganadas y con habilidades oxidadas tras un período de paro prolongado. Mientras se mantengan o aumente la productividad de los trabajadores no tiene por qué producirse ninguna tensión inflacionista.
La denuncia principal sobre cómo financiar estos programas de garantía laboral es por definición descabellada, dado que es imposible que el monopolista de la emisión de la moneda caiga en la insolvencia. En cualquier caso, insisten los críticos, garantizar el pleno empleo es tan costoso que sería inasumible. ¿De verdad pretenden que mantener recursos ociosos, despilfarrando las fuerzas productivas del país, es más “eficiente”?
Ya estamos pagando altísimos costes por culpa del desempleo, tal y como siempre insiste Pavlina Tcherneva, una de las investigadoras sobre Trabajo Garantizado más notables. No nos referimos solo a la prestación de desempleo en la que el cicatero estado social español gastó algo más de 18.600 millones de euros en 2016 (el 1,8% del PIB). En la cuenta del desempleo hay que sumar otros costes de oportunidad como los años de vida saludable perdidos por culpa de enfermedades que podían haberse evitado, puesto que es sobradamente conocido que las situaciones de desempleo prolongado y precariedad acaban socavando la salud mental y física de las personas víctimas de la depresión, el estrés y la exclusión social. También pagamos un precio en forma de mayor criminalidad. España tiene 130,7 personas encarceladas por cada 100.000 habitantes, cuando la mediana europea es de 117. Aunque hemos reducido gradualmente las tasas de encarcelamiento gracias a reformas del código penal, España mantenía en 2016 a más de 60.000 personas encarceladas en un sistema penitenciario al cual se dedicaron más de 1.546 millones de euros. Es decir, por cada preso gastamos 2.000 euros al mes, más que los 800 euros que reciben de media los parados beneficiarios de una prestación. No afirmamos que todos los encarcelados lo sean por culpa del deterioro de la economía durante la crisis, pero sí que una gran parte de ellos no habrían delinquido si hubiesen tenido otras alternativas. Pero el coste es aún mayor si computamos los años de producción potencial perdidos, los proyectos personales suspendidos, los hogares y familias que han dejado de formarse, la merma de las capacidades productivas de la fuerza de trabajo, y podríamos seguir. Estos son los costes reales, los daños irreparables ocasionados por no disponer del acceso a los instrumentos para movilizar nuestras fuerzas simplemente por la oposición de las élites a los cambios sociales que ello ocasionaría. Quieren trabajadores disciplinados y simples consumidores, no una sociedad de ciudadanos que toman las riendas de cómo y en qué sociedad vivir.
Los ataques acaban de empezar y el senador Sanders no podía ignorar que llegarían. Sin duda, Sanders es un político hecho de una pasta especial. Le habría resultado más fácil ajustar su discurso a la actualidad sensacionalista, a propuestas descafeinadas que la maquinaria de la oligarquía no concibe como amenazas, o a cuestiones identitarias que se centran en lo que diferencia a las clases populares desviando el foco de atención desde las condiciones que las someten los designios de las élites. La capacidad de Sanders para alejarse de la mojigatería centro-izquierda debe valorarse, más si la comparamos con aquella izquierda que habla de soberanía y hacienda solo para aceptar una austeridad light y crear un falso dilema entre partidas presupuestarias y regiones, buscando torpemente encontrar el dinero allá donde se esconde en vez de ir a su origen. Necesitamos una Hacienda Funcional para alcanzar el pleno empleo transformando nuestra sociedad democráticamente, no unos confundidos aspirantes a Robin Hood.
No lo leerán ustedes en los medios de mayor difusión en España. El País no lo ha mencionado; tampoco El Mundo o La Vanguardia. No ha abierto los telediarios de TVE, La Sexta, Antena 3, Telecinco o Cuatro. El silencio en los partidos y sindicatos participantes en las marchas del 1 de mayo es bochornoso. Sin embargo, éste es quizás el acontecimiento político más relevante para desarmar el neoliberalismo de las últimas décadas: el retorno del pleno empleo a la agenda política.
Con gran audacia, hace dos semanas el senador por Vermont y aspirante a la candidatura demócrata para la presidencia de los Estados Unidos, Bernie Sanders, ha anunciado un plan que ofrecerá a toda persona que desee trabajar un empleo retribuido con un salario de quince dólares a la hora y prestaciones sociales tales como seguro médico y vacaciones. El Plan de Trabajo Garantizado es el mecanismo opuesto a la regulación neoliberal de la economía, la herramienta antagónica a una estrategia basada en el desempleo y la precariedad. La propuesta de Sanders es recibida en España en silencio entre aquellos que sueñan con alcanzar la zanahoria de la redistribución: solo hay que perseguir al dinero allá donde está con mayor convicción y echar a los corruptos de las instituciones. Hay un problema de corrupción y habrá que afrontarlo con las herramientas judiciales adecuadas, pero el problema a nivel macroeconómico no es la corrupción. Seguramente podamos achacar esta falta de interés por el terremoto que ha producido en los medios y el debate político del mundo anglosajón la propuesta de Sanders al compromiso de la izquierda europea con la Unión Económica y Monetaria. Esta impermeabilidad hacia el plan de garantía de empleo de Sanders contrasta con, por ejemplo, cómo buena parte de la izquierda se subió al carro de Syriza, los cantos de sirena que llegan desde Portugal, o el abortado experimento finlandés de Renta Básica Universal.
El Plan de Trabajo Garantizado se deriva del análisis de la teoría monetaria moderna (TMM). El senador Sanders cuenta entre sus asesores con la economista Stephanie Kelton, una de las principales exponentes de esta corriente y eso se nota. De ser una escuela heterodoxa y desconocida antes de la crisis, aspectos de la TMM han empezado a ser asumidos por el mainstream económico.
La TMM expone fielmente el funcionamiento de nuestro sistema monetario. Puede resultar inaudito, pero un estado emisor de la divisa en régimen de monopolio no está sometido a ninguna restricción presupuestaria. No necesita sacarles a los ricos los recursos que financian políticas sociales, en primer lugar, porque esto es una confusión en torno a la operatividad del circuito monetario, de los flujos y reflujos que tienen lugar desde que se introduce el dinero en la economía hasta que es retirado. El sector público puede sostener el gasto total que permite no despilfarrar nuestras energías dejándolas paradas, comprando todo aquel trabajo a la venta en su propia moneda que no encuentre acomodo en el sector privado. Esto es una limitación real, no financiera, que por supuesto afecta de forma diferente a cada país.
¿Qué es el plan de trabajo garantizado (TG)?
Si es usted un parado de larga duración ¿vendería su fuerza de trabajo al sector público si le ofrecieran un empleo retribuido con un salario de, digamos, 10 euros la hora? El Plan de Trabajo Garantizado es sencillamente eso: el compromiso de que el estado, de forma descentralizada, diseñe programas de empleo socialmente útiles donde puedan integrarse todas aquellas personas que no consigan encontrar un trabajo en el sector privado. El estado se convierte así en empleador de último recurso. Se trata de resolver de forma directa un problema que ni las subvenciones, ni las ineficaces políticas activas de empleo, ni la adaptación de los currículos universitarios al mercado laboral, ni las reducciones de cuotas de cotización a la Seguridad Social consiguen resolver de forma indirecta. Ninguna de estas medidas es capaz de acabar con un fenómeno monetario como es el desempleo, síntoma de que el gasto total en la economía es insuficiente; solo aspiran a reorganizar la cola del paro o, como está pasando, dividir entre varios el empleo que ya existe.
Como se pueden imaginar, el anuncio de Bernie Sanders ha sido recibido con feroces críticas desde el conservadurismo y el neoliberalismo. El establishment no puede soportar la idea de que el estado desarrolle políticas a favor de la mayoría social, dotando a la democracia de herramientas que permitan construir el proyecto social que decida la ciudadanía. Los programas de empleo garantizado socializan la inversión, arrebatan a las decisiones privadas el monopolio sobre a qué se dedican nuestras fuerzas, permitiendo que no sea más rentable derrochar nuestras energías que utilizarlas. Esto suplantaría la guía inmanente del lucro por el bienestar social; y destronaría la relación parasitaria que promueve la competencia entre empresas bajando costes laborales primando en su lugar la innovación. Si una empresa no puede retribuir dignamente a sus trabajadores no debe existir, y si se les presenta a los trabajadores una alternativa la explotación propia o ajena deja de ser justificable. Supondría el fin de la precariedad tanto en su forma tradicional como en su moderna versión “colaborativa”. La “uberización” de la economía sería desactivada de raíz.
La propuesta ha sido tildada de comunista, ignorando que el desempleo es un fenómeno monetario que solo puede darse en un régimen capitalista y que, ya en los años 30 del siglo pasado, Roosevelt aplicó recetas similares como el Works Progress Administration. Podemos aceptar esta caricaturización como algo positivo. Reconocemos que este ajuste institucional podría ser un paso hacia el socialismo, ahora desactivado mediante la imposición de restricciones al presupuesto público para neutralizar la voluntad popular. Equipándola de una herramienta como el Trabajo Garantizado, las prioridades de la sociedad podrían hacerse efectivas: se recuperarían entornos naturales degradados en vez de incentivar fiscalmente la construcción de proyectos del estilo de Eurovegas; se cuidaría de las personas desvalidas en lugar de acometer una devaluación interna para atraer empresas de atención al cliente en las que las multinacionales externalizan sus servicios; se reconstruiría el valioso patrimonio cultural de nuestros pueblos para crear un turismo diferente a los negocios que crecen alrededor del turismo de borrachera estimulado por los precios bajos; o se podría implantar un programa de traslado gratuito a centros de salud de personas necesitadas de atención sanitaria. Los programas de Trabajo Garantizado permitirían acometer proyectos que fueran carbono-neutrales y sostenibles, sustituyendo procesos productivos que esquilman el medioambiente. La implantación de negocios privados debería responder a las demandas de los consumidores, no ser auspiciados bajo la iniciativa pública devaluando nuestra sociedad con la excusa de que crean empleo, inflando las expectativas de beneficios a demanda de los inversores a costa de los trabajadores.
También se ha reprochado que la garantía de empleo sería inflacionista. En realidad, es un potente instrumento de estabilidad macroeconómica que proporciona un anclaje a los precios y el valor de la moneda en base a una sustancia común a la producción de bienes y servicios: el trabajo. Si el estado dice que paga 10 euros por hora de trabajo está fijando el valor de su moneda (1 euro=6 minutos de trabajo). Funciona también como un mecanismo automático de gestión del ciclo económico al expandirse o contraerse en función de las expectativas privadas. La cantidad de gasto destinada a estos programas no es discrecional pues dependerá de la demanda que surja del sector privado al citado salario. En un ciclo bajista los empresarios despedirán trabajadores que podrían incorporarse a uno de estos programas estabilizando el gasto agregado. En un ciclo alcista los empresarios podrían contratar trabajadores entre las personas productivamente empleadas por el sector público y, por tanto, con sus capacidades sociales y técnicas actualizadas, en lugar de personas desganadas y con habilidades oxidadas tras un período de paro prolongado. Mientras se mantengan o aumente la productividad de los trabajadores no tiene por qué producirse ninguna tensión inflacionista.
La denuncia principal sobre cómo financiar estos programas de garantía laboral es por definición descabellada, dado que es imposible que el monopolista de la emisión de la moneda caiga en la insolvencia. En cualquier caso, insisten los críticos, garantizar el pleno empleo es tan costoso que sería inasumible. ¿De verdad pretenden que mantener recursos ociosos, despilfarrando las fuerzas productivas del país, es más “eficiente”?
Ya estamos pagando altísimos costes por culpa del desempleo, tal y como siempre insiste Pavlina Tcherneva, una de las investigadoras sobre Trabajo Garantizado más notables. No nos referimos solo a la prestación de desempleo en la que el cicatero estado social español gastó algo más de 18.600 millones de euros en 2016 (el 1,8% del PIB). En la cuenta del desempleo hay que sumar otros costes de oportunidad como los años de vida saludable perdidos por culpa de enfermedades que podían haberse evitado, puesto que es sobradamente conocido que las situaciones de desempleo prolongado y precariedad acaban socavando la salud mental y física de las personas víctimas de la depresión, el estrés y la exclusión social. También pagamos un precio en forma de mayor criminalidad. España tiene 130,7 personas encarceladas por cada 100.000 habitantes, cuando la mediana europea es de 117. Aunque hemos reducido gradualmente las tasas de encarcelamiento gracias a reformas del código penal, España mantenía en 2016 a más de 60.000 personas encarceladas en un sistema penitenciario al cual se dedicaron más de 1.546 millones de euros. Es decir, por cada preso gastamos 2.000 euros al mes, más que los 800 euros que reciben de media los parados beneficiarios de una prestación. No afirmamos que todos los encarcelados lo sean por culpa del deterioro de la economía durante la crisis, pero sí que una gran parte de ellos no habrían delinquido si hubiesen tenido otras alternativas. Pero el coste es aún mayor si computamos los años de producción potencial perdidos, los proyectos personales suspendidos, los hogares y familias que han dejado de formarse, la merma de las capacidades productivas de la fuerza de trabajo, y podríamos seguir. Estos son los costes reales, los daños irreparables ocasionados por no disponer del acceso a los instrumentos para movilizar nuestras fuerzas simplemente por la oposición de las élites a los cambios sociales que ello ocasionaría. Quieren trabajadores disciplinados y simples consumidores, no una sociedad de ciudadanos que toman las riendas de cómo y en qué sociedad vivir.
Los ataques acaban de empezar y el senador Sanders no podía ignorar que llegarían. Sin duda, Sanders es un político hecho de una pasta especial. Le habría resultado más fácil ajustar su discurso a la actualidad sensacionalista, a propuestas descafeinadas que la maquinaria de la oligarquía no concibe como amenazas, o a cuestiones identitarias que se centran en lo que diferencia a las clases populares desviando el foco de atención desde las condiciones que las someten los designios de las élites. La capacidad de Sanders para alejarse de la mojigatería centro-izquierda debe valorarse, más si la comparamos con aquella izquierda que habla de soberanía y hacienda solo para aceptar una austeridad light y crear un falso dilema entre partidas presupuestarias y regiones, buscando torpemente encontrar el dinero allá donde se esconde en vez de ir a su origen. Necesitamos una Hacienda Funcional para alcanzar el pleno empleo transformando nuestra sociedad democráticamente, no unos confundidos aspirantes a Robin Hood.
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