En un post anterior publiqué un manifiesto de la APEEP describiendo aspectos operativos de la salida del euro. En este post trato un asunto más bien sentimental: cómo llamar a la nueva moneda.
Propongo que la nueva moneda no se llame peseta sino que se recupere el nombre de una antigua moneda española como el real o el escudo. Volver a la peseta tiene varios inconvenientes. Para empezar, legalmente la peseta es una fracción no decimal del euro. En 1999 los tipos de cambio de todas las divisas europeas que iban a integrarse en el euro se fijaron de forma irrevocable, en nuestro caso a razón de 166,386 ₧ por Euro. Volver a la antigua moneda respetando ese tipo de cambio complicaría la transición a la nueva moneda. Después de haber acostumbrado a la población a calcular precios en euros pedirles que volvieran a pensar en pesetas resultaría una broma pesada. Un tipo de cambio con seis dígitos no resulta demasiado sencillo.
Una nueva denominación evitaría confusiones con la antigua peseta. Además, reconozcamos que, a diferencia de los alemanes, a los que les costó renunciar al marco, los españoles no echaron de menos a la antigua peseta, una moneda que se había depreciado mucho durante nuestro convulso siglo XX por culpa de la Guerra Civil y la inflación de los años 70.
Mi sugerencia es que recuperemos el nombre de una moneda histórica. Esto responde a una reivindicación frente a quienes ponen en cuestión la capacidad de nuestros gobernantes de gestionar nuestra moneda. He oído argumentos de este tipo para justificar la conveniencia de permanecer en el Euro. Aparte de responder a una fobia antidemocrática que prefiere una moneda secuestrada por un banco central independiente que no responde a los intereses verdaderos de la población, la historia nos recuerda que hemos sido perfectamente capaces de gestionar un sistema monetario en el pasado. A quienes tratan de socavar nuestra moral advirtiendo de que nuestro gobierno sería incapaz de gestionar eficazmente una nueva moneda y de que entraríamos en una espiral hiperinflacionista hay que recordarles que España ha sabido gestionar un sistema monetario eficaz en el pasado y por tanto no existe ninguna regla humana que impida que lo hagamos de nuevo.
Quizás muchos españoles ya no recuerdan que, hasta la invasión napoleónica y la independencia de sus antiguas colonias americanas, la moneda de su país fue la más aceptada en el comercio internacional. Durante los siglos XVII y XVIII España suministró hasta el 80% de la producción de plata mundial. El Real de a Ocho o peso fuerte fue la divisa internacional indiscutible y la principal moneda de referencia para el tráfico internacional. Esta legendaria moneda fue el origen de las que actualmente se denominan peso en varios países de América Latina y Filipinas. Del prestigio de la antigua moneda española da una idea cabal el hecho de que los EE.UU. no disfrutaron de una moneda propia hasta el año 1792, fecha en la que se creó el dólar con unas medidas, peso y composición similares a las del peso. Hasta 1857 el peso mexicano y el antiguo real de a ocho español siguieron circulando en paralelo al dólar y fueron aceptados como medio de pago en EE.UU.
Además, la unión monetaria de la monarquía española tuvo una longevidad sorprendente pues abarcó prácticamente tres siglos. Un trabajo de las historiadoras María Alejandra Irigoin y Regina Grafe[i] aporta evidencia de que el sistema monetario español fue un sistema de transferencias que quizás fuera la clave de la supervivencia del sistema económico del antiguo imperio colonial. Gracias a los situados o transferencias desde cajas superavitarias a otras deficitarias entre los virreinatos y audiencias de las colonias americanas se creaban unos vínculos económicos entre territorios cuya dispersión era inabarcable y difícil de cohesionar. Según estas autoras, las remesas de plata a la metrópoli representaban tan solo una pequeña parte de la redistribución de los excedentes de las cajas. Mayor importancia tenía la distribución intracolonial de unos recursos que, para la época tenían unas dimensiones con las que pocos estados de la época podían rivalizar. Entre el 16 y el 45 por ciento de los ingresos generados en las colonias no se gastaban en el distrito de origen sino que se transferían a otras tesorerías regionales de las colonias. Algunas cajas fueron deficitarias permanentemente mientras que otras fueron superavitarias. Los defensores de esta Unión Monetaria Europea sin unión de transferencias podrían haber tomado nota de la importancia de la existencia de éstas para asegurar la supervivencia de una unión política. Solo se puede asegurar la supervivencia de una unión monetaria con transferencias, sobre todo en un sistema metálico donde la escasez de moneda puede llevar la economía a la deflación y la depresión.
Creo que si queremos encariñar a los españoles con su nueva moneda, deberíamos bautizarla con un nombre que nos devuelve a un pasado brillante. Algunas personas mayores todavía recordarán las monedas de 25 y 50 céntimos, denominaciones que correspondían a antiguas monedas de 1 y 2 reales. El nombre pues ha permanecido vivo en nuestra memoria hasta hace pocas décadas. También podríamos utilizar los nombres escudo -una antigua moneda de oro- peso -la moneda de 8 reales de plata fuerte- o maravedí -la antigua moneda de cobre. Los hombres que supieron gestionar uno de los sistemas monetarios más longevos de la historia ya no están vivos. Pero podemos aprender de ellos para saber cómo gestionar un sistema monetario. Recuperemos una denominación de aquella época en su memoria.
[i] Regina Grafe and Maria
Alejandra Irigoin (2006). The
Spanish Empire and its legacy: Fiscal redistribution and political conflict in
colonial and post-colonial Spanish America. Journal of Global History, 1, pp
241-267 doi:10.1017/S1740022806000155
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