25 de junio de 2016
Publicado originalmente en el Blog Alternativas.
El economista austriaco Friedrich August von Hayek, uno de los padres del neoliberalismo, escribió en 1939, más de veinte años antes de la creación de las Comunidades Económicas Europeas, un ensayo en el que defendía una unión federal europea porque avanzaría el programa liberal. En una federación con un mercado único de bienes, sin barreras al libre movimiento de capitales y trabajadores, las diferencias de precios solo reflejarían los costes de transporte. La movilidad de los factores mermaría la capacidad de los estados para imponer impuestos ya que, si estos fueran más elevados que en países vecinos, provocarían la fuga de capitales y trabajadores. Esta presión competitiva limitaría la capacidad recaudatoria del estado y por tanto la de aplicar políticas proteccionistas y de bienestar social. Hayek se oponía al estado nación porque sabía que solo éste podría desarrollar políticas de bienestar social que requieren de consensos y sacrificios que los ciudadanos de una nación están dispuestos a hacer en beneficio de otros grupos de su propia colectividad pero no a favor de los individuos o colectivos de otra nación.
«En el estado nacional, las ideologías actuales hacen que sea comparativamente sencillo persuadir al resto de la comunidad de que le interesa proteger “su” industria o “su” producción de trigo… La consideración decisiva es que su sacrificio beneficia a compatriotas cuya posición les resulta familiar (Hayek 1948).»En el caso de una federación interestatal Hayek pensaba que este tipo de lazos afectivos y sentimientos de pertenencia no existirían y por tanto sería más difícil avanzar una agenda de políticas proteccionistas y sociales.
En un interesante ensayo, Glyn Morgan, Profesor de la Harvard University[i], contrasta la visión de Hayek con la del filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, un pensador asociado a la socialdemocracia. Habermas reconoce los logros del estado-nación, siendo el más positivo la creación del estado de bienestar que garantiza a todos los ciudadanos unos derechos sociales y somete a la economía capitalista a los intereses generales. Pero Habermas busca una justificación para el proyecto europeo. El proceso de integración europea logró poner punto y final a una sangrienta historia bélica que culminó en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, pretender que los ciudadanos sigan entusiasmándose con un proyecto europeo limitado a acabar con viejas rencillas nacionales resulta ilusorio. Por eso Habermas introduce un argumento que la izquierda ha asumido como un mantra: el proceso de globalización estaría dejando inerme y obsoleto al estado-nación, erosionando el estado social y la democracia. El estado se vería compelido a reducir sus impuestos sobre un capital cada vez más móvil debilitando su capacidad de ejecutar políticas sociales. Para atraer capital los estados se verían obligados a reducciones competitivas de sus tipos impositivos. El mantenimiento de la competitividad en mercados abiertos estaría obligando a imponer devaluaciones salariales.
«La globalización del comercio y la comunicación, de la producción económica y las finanzas, la difusión de la tecnología y las armas y, sobre todo, los riesgos ecológicos y militares, presentan problemas que ya no pueden ser resueltos dentro del marco de los estados nación o mediante los métodos tradicionales de acuerdos entre estados soberanos.[ii]»
Para enfrentarse a estas amenazas los distintos estados
responden de forma descoordinada y poco cooperativa. Por eso, Habermas cree encontrar una justificación
del proyecto europeo en la conservación de los valores del estado social.
Hayek y Habermas llegan a conclusiones diametralmente
opuestas sobre las consecuencias de un proceso de integración europea. El
primero cree que la federación acabará con el estado social, el segundo cree
que lo salvará. Pese a Habermas, el estado nación sigue vigente y ha mostrado
mayor capacidad de ofrecer prosperidad, crecimiento económico y equidad social
que el fallido proyecto europeo. Si Habermas tuviese razón la crisis del estado
nación sería un fenómeno global pero extrañamente parece solo circunscribirse a
Europa. En los demás continentes esta vieja institución parece estar viviendo
sus mejores momentos. Países como Corea del Sur, Chile, Canadá, Nueva Zelanda,
Australia o Uruguay ofrecen niveles de prosperidad crecientes a sus ciudadanos.
Las grandes naciones como China o EEUU no parecen estar en riesgo de integrarse
en federaciones mayores. Dentro de la propia Europa, los países que más
rápidamente se recuperaron de la crisis financiera global y que mantienen
mayores niveles de felicidad entre la población, encuesta tras encuesta, son
los que no se integraron en el proyecto europeo: Suiza, Islandia, Noruega.
Dentro de la UE los países que no participan en la unión monetaria como Suecia,
Dinamarca, el Reino Unido o Polonia también han tenido un rendimiento económico
superior tras el inicio de la crisis financiera global.
La evidencia apunta a que la Unión Europea es una federación
‘hayekiana’. El proyecto europeo es elitista
y sus tratados tienen una inspiración neoliberal al servicio del gran capital.
La Unión Europea, lejos de consolidar un estado social avanzado, ha estado
minándolo, sistemáticamente. Blandiendo la amenaza de la globalización prometió
a la clase media y trabajadora un mundo mejor para el que nos prepararían con
formación e inversiones en I+D haciéndonos supercompetitivos. La utopía
prometida se ha convertido en una distopía para la clase trabajadora y la
juventud, sobre todo la del sur de Europa.
Por eso desconcierta la entrega de los tradicionales
partidos socialdemócratas que han caído en lo que podríamos llamar el “error
Habermas”: mantener ilusoriamente que Europa fortalecería el estado social pese
a que los hechos indican tercamente lo contrario. Esta miopía de los
socialdemócratas quizás se explique porque estos viejos partidos fueron
cooptados por el neoliberalismo –desde luego éste parece ser el caso de
políticos como Felipe González que renegaron tempranamente del marxismo—; o quizás
porque confundieron la federación
hayekiana con un proyecto internacionalista. En este caso los
socialdemócratas quizás tengan una definición demasiado imprecisa de internacionalista porque el capitalismo
también lo es, probablemente con mayor entusiasmo y convicción.
El descontento de las clases populares, sin un referente
progresista que supiera explicarlo y encauzarlo, traicionadas por unos partidos
entregados, de forma incoherente con los postulados que dicen defender, al
proyecto europeísta, se ha canalizado en algunos países hacia formaciones de
extrema derecha. Con mensajes más simples y enarbolando las banderas
identitarias estos han sabido captar al votante iracundo.
Esta semana una mayoría del pueblo británico ha votado por
salir de la UE. Los medios del establishment han destacado que el voto por el
Brexit fue mayoritario entre los mayores y minoritario entre los jóvenes.
Parecen haber prestado menos atención al hecho de que el apoyo al Brexit fue
mayoritario entre personas de renta baja. Para la élite biempensante votar
Brexit sería cosa de viejos reaccionarios e indocumentados. Uno de los mayores
defensores del proyecto europeo, Xavier Vidal Folch escribía ayer que “sin
acritud, consideramos que la decisión de los votantes igual no era la más
lógica, racional ni conveniente,” —para sus intereses de clase, añadiría yo— “pero
quizás sí la más obvia, tras cuadro decenios de infatigable propaganda contra
Europa”. Se olvida al parecer del sistemático bombardeo desde los medios, el
mundo empresarial y los políticos “respetables” con campañas tremebundas acerca
de los infinitos males que acaecerán si Gran Bretaña decidiere salir de la UE.
A los partidos que desde la izquierda o la derecha osan
cuestionar el proyecto europeo despectivamente se los tilda con el remoquete de
“nacionalistas”, “retrógrados”, “xenófobos” o, peor aún, “populistas”. Sus
humildes votantes podrán expresarlo mejor o peor, acompañados o no de los
acobardados partidos socialdemócratas, pero, en realidad, solo quieren
recuperar su estado nación para que les devuelvan unas condiciones de vida
dignas. Los británicos de clase trabajadora, “esos paletos”, no votaron el
pasado jueves con el corazón; votaron con la razón.
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