En plena
canícula veraniega del año 2016 la Comisión Europea exigió al Gobierno de
España que introdujera un programa de consolidación fiscal por valor de 10 mil
millones de euros amenazando con una posible sanción prevista en el componente
corrector del más infame documento jamás acordado por los países miembros de la
UE, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.
Las
redundantes elecciones de junio dejaron un complicado sudoku que ningún
“pactómetro” conseguía resolver. Lejos de servir de acicate para que la clase
política y los medios de persuasión/estupefacción entendieran que la Unión
Monetaria Europea y su rígido ceñidor de normas diseñadas con la mentalidad
germánica de un prolífico redactor de normas ISO nos habían hecho naufragar en
las costas de la mayor depresión de nuestra historia, las advertencias
procedentes de Bruselas solo sirvieron para acentuar las acrimoniosas tandas de
reproches entre los caudillos políticos por no haber sido capaces de cumplir
con lo que no se habría podido cumplir mientras que los más “sensatos”
planteaban la necesidad de pactar un “techo de gasto”, incautos incapaces de
entender que tal medida sólo podía dejarnos varados más tiempo en esta
playa de desolación. Encerrados en otro epiciclo del pensamiento económico
tolemaico sobre las cuentas públicas poco más se podía pedir de estos
políticos.
En estas
sociedades mediterráneas, avergonzadas de su pasado y acomplejadas respecto al
Norte de Europa, porque disfrutó de mayores éxitos económicos desde el siglo
XIX -obviemos que también arrastró al mundo a dos espantosas guerras
mundiales-, nuestras solícitas élites solo quieren aplacar al ignorante poder político
instalado en Bruselas, rancio predicador del pensamiento neoclásico, vocero de
su hegemón germánico y cliente del gran capital. Si nuestros
"próceres" hubiesen leído a Abba Lerner, Randall Wray o Warren Mosler
habrían entendido la potente herramienta fiscal con la que contamos para salir
de la ciénaga económica en la que nos enfangó el euro. También, si hubiesen
conocido algo de su propia historia, ésa que desdeñan por considerarla mate y
opaca ante el fulgor septentrional, habrían descubierto que en la tradición
jurídica española existía el llamado “pase foral” en el País Vasco y Navarra o
la fórmula “Obedezco pero no cumplo” empleada por los funcionarios locales en
América Latina cuando se negaban a cumplir una orden emitida por la monarquía
española que consideraban contraria a sus fueros o cuya aplicación causaría
males mayores. En 2016 la clase política española demostró su mezquindad y
minusvalía ante esa corporación odiosa, tecnocrática sí, pero ignorante y dogmática,
al dejar pasar la oportunidad de decirle a Bruselas «pagamos la multa y
seguimos incumpliendo el —mal llamado— objetivo de déficit porque reconocemos
la utilidad de esa herramienta macroeconómica en la situación actual. Ya que
nuestro objetivo es la felicidad de los españoles y acabar con el desempleo;
obedezco pero no cumplo». Pero Cánovas/Rajoy y Sagasta/Sánchez no gobernaban
para nosotros; ya solo eran el capitán general de una provincia y el aspirante a sucederlo en el cargo. No eran ni siquiera virreyes.
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