La Unión Europea ha creado una Unión Monetaria Europea (UME)
dotada de un diseño institucional peculiar en el que la política monetaria se
desliga completamente de la política fiscal. Cuando un estado es monetariamente
soberano, el Banco Central gestiona la política monetaria mientras que el
gobierno gestiona la política fiscal. Sin embargo ambas suelen estar
coordinadas. Son las decisiones de gasto de los gobiernos las que ponen el
dinero en manos del público y de las instituciones financieras. Para evitar la depreciación de la moneda los gobiernos drenan liquidez del público a través de los impuestos. El estado por tanto está permanentemente creando y destruyendo dinero. A su vez los bancos
centrales juegan un papel clave en la determinación de los tipos de interés y
la gestión defensiva de las reservas de dinero en el sistema financiero. Esta
coordinación será fundamental si, por ejemplo, el mercado decidiera que no
quiere comprar las emisiones de deuda pública en cuyo caso el banco central
puede jugar el papel de prestamista de última instancia.
La UME crea un Banco Central Europeo (BCE) en el que se
integran como brazos operativos los bancos centrales de los países miembros. En
cambio los estados miembro retienen sus tesorerías nacionales. Pero éstas y el
BCE no coordinan sus políticas monetarias y fiscales. De hecho el BCE tiene
prohibido apoyar a las tesorerías nacionales acudiendo a sus emisiones o
comprando su deuda en operaciones de mercado abierto.
Solo excepcionalmente el BCE podrá comprar emisiones en el
mercado secundario bajo la condición de un programa de rescate que obligará al
estado en dificultades a aplicar programas de austeridad. Por la puerta de
atrás, a través del sistema Target 2 y las líneas de liquidez abiertas a los
bancos privados, el BCE ha permitido que éstos adquieran deuda pública. Sin
embargo el mecanismo de respaldo de la deuda pública es difícil de gestionar y,
por tanto, propenso al caos.
En realidad la UME deja a los estados en una situación
similar a la de una administración regional sin capacidad de emitir dinero y
obligada a limitar su gasto a su capacidad de recaudación de impuestos y de
endeudamiento. El Tratado de Maastricht impone además limitaciones al
porcentaje de deuda máxima en el que puede incurrir un estado (60% del PIB) y
de déficit público (3% del PIB). Estos límites obligan a los estados a recortar
el gasto público en situaciones recesivas. Incluso durante un ciclo económico
al alza se cercena la capacidad de los estados para asegurar el pleno empleo.
Es casi seguro que alcanzar un objetivo de pleno empleo obligaría a superar los
umbrales de Maastricht lo cual está prohibido.
Para un país como España endeudarse en euros supone, de facto, ponerse a merced de
los mercados y esto le obliga a actuar con extrema cautela y prudencia fiscal.
Además los anteriormente citados límites institucionales crearon las condiciones para la monumental crisis
financiera de 2011 que estuvo a punto de expulsar de la zona Euro a varios
estados miembro y que no se calmó hasta que Draghi pronunció sus famosas
“trece palabras”. Además puso a los gobiernos de Italia y España en una
situación de impotencia.
Tritchet pudo chantajearlos impunemente condicionando la ayuda del BCE a la imposición de una agenda política de diseño neoliberal. Las imposiciones del anterior gobernador del BCE pretendían acabar con la negociación colectiva, abaratar el despido y retrasar la edad de jubilación, entre otras medidas de difícil justificación que no revelan otra lógica económica que el predominio de la doctrina neoliberal en las instituciones comunitarias y que poco o nada tenían que ver con la infame prima de riesgo. Lo que sí tenía la agenda impuesta por Tritchet y servilmente aplicada por Zapatero y Monti en sus respectivos países era un fuerte sesgo deflacionista.
Como explica Ian Kregel[1],
el euro se fundamentaba en una “cultura de la estabilidad” de precios y
salarios, objetivos que priman sobre el de pleno empleo. Se pretendía favorecer
el crecimiento creando una sobreoferta de empleo conseguida merced a políticas
estructurales liberalizadoras. Primaba tener la capacidad de competir con los
países emergentes. Los promotores del proyecto de la moneda común pensaban que
era posible crear crecimiento económico gracias a las políticas de oferta sin
necesidad de aumentar el gasto público y la oferta de dinero. Los padres
fundadores del Euro, formados en la época de la “estanflación”, creían que la
estabilidad de precios era la condición necesaria y suficiente para asegurar el
crecimiento económico. Obviamente esto se ha demostrado falso pero los
prejuicios ideológicos muestran una gran resistencia a aceptar la evidencia que
los refuta.
Randall Wray explicaba que el estado determina el valor del
dinero mediante sus programas de gasto público. Si el estado decide comprar
bienes y servicios a precios superiores a los de mercado generará inflación ya
que pujará los precios al alza. A la inversa, el estado puede decidir inducir
una deflación pagando bienes y servicios a un precio inferior al de mercado. El
mecanismo es un poco más complejo que lo que sugiere la frase anterior.
Requiere un paso previo de implantación de políticas de austeridad que drenen
liquidez y reservas del sistema, generen desempleo y finalmente produzcan
caídas de salarios y precios. Pensemos en el efecto que tuvo la congelación de
los salarios de los funcionarios y la eliminación de las pagas extraordinarias
de diciembre en 2011. Estas decisiones pusieron menos dinero en manos del
público y provocaron un hundimiento del consumo desencadenando el proceso
deflacionista que experimenta nuestro país actualmente.
Al sesgo deflacionista por diseño de la UME se agrava con la
asimetría descarada del BCE en el tratamiento de la inflación, una actitud
heredada del Bundesbank. Si bien esta entidad marca un objetivo de inflación
inferior pero cercana al 2%, reconozcamos que no actúa con la misma
contundencia cuando se supera el objetivo que cuando no se alcanza. En
los dos últimos años el BCE no ha sido ni siquiera capaz de acercarse a su
objetivo explícito.
En un post de su blog Miguel Navascués nos cuenta como la
política de relajamiento cuantitativo (QE) que buscaría expandir la oferta
monetaria sería incapaz de aumentar el balance del BCE y de inducir una
expansión de la oferta monetaria entre otras causas, por la falta de
credibilidad en que el objetivo de oferta monetaria vaya a ser permanente. En otro post Frances Coppola nos explica por qué la QE, aunque aumente la base monetaria, finalmente no aumentará la oferta monetaria. El BCE estaría tratando de empujar la soga cuando en realidad son los bancos y los gobiernos los que deben tirar de ella; éstos con políticas fiscales (restringidas por los pactos de estabilidad europeos) y aquéllos concediendo créditos que no quieren dar pues no buen buenas oportunidades de inversión.
En conclusión la UME es deflacionista debido a la cultura de
estabilidad de precios que imprime carácter a sus instituciones, a la asimetría
en la respuesta del BCE por encima o por debajo del objetivo del 2% y a los
límites institucionales al pleno empleo. Reconozcamos asimismo que el camino
hacia la creación del Euro marcaba unos objetivos de convergencia que obligaron
a los estados que deseaban integrarse en la UME a elevar los tipos de interés,
limitar la oferta de dinero y recortar el gasto público. El Euro, criatura de
la época de la "estanflación", nació con vocación deflacionista.
Paradójicamente, la UME ha facilitado la generación de burbujas especulativas
y las subsiguientes crisis de deuda como la que están experimentando los países
europeos actualmente en crisis (los despectivamente llamados PIIGS). La UME
limita la capacidad de creación de dinero de los estados pero no el de las
instituciones financieras privadas que escapan al control y supervisión de sus
estados nacionales. La acumulación de deudas en el sector privado en países
como España o Irlanda desencadenó el “momento Minsky” que sigue a las burbujas
especulativas y la “recesión de balance” tan certeramente descrita por Richard
Koo. Pese a las limitaciones del Tratado de Maastricht, el deseo de los
particulares por desendeudarse ha llevado a un crecimiento acelerado de la
deuda pública en un proceso que ya explicamos en un post anterior. La tardanza
en crear una unión bancaria además contagió los riesgos asumidos por el sector
privado a la deuda soberana limitando la capacidad de respuesta de los estados
al ciclo recesivo.
Salir de esta crisis de deuda es más complicado con
deflación. Una inflación moderada erosiona el valor real de las deudas y
permite acelerar el proceso de desapalancamiento; en cambio, la deflación aumenta
el valor real de la deuda y de los costes financieros. La situación es más
grave si cabe pues la receta propuesta por la UE para salir de la crisis se
basa en reformas estructurales. La premisa de Bruselas es que éstas aportarán
ganancias de competitividad a los países deudores a fin de que mejoren su balanza
de pagos hasta tornarlas positivas.
Si lo que se pretende es que los costes laborales unitarios
de los trabajadores portugueses, griegos o españoles desciendan más rápidamente
que los de los alemanes o los holandeses este proceso sería facilitado si en
Alemania la inflación fuera del 3% ó el 4% y en los PIIGS del 1% ó el 2%. Sin
embargo la inflación de la zona Euro no supera el 1% lo cual no solo retrasa el
proceso de ganancia de competitividad sino que además ha llevado a las
economías de la periferia a situaciones de deflación y destrucciones de empleo
mucho más intensas. La deflación, acompañada de sus secuelas de desempleo y
miseria, será duradera pese a las albricias con las que RTVE, Guindos y Rajoy
reciben cualquier dato económico mínimamente positivo.
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