Artículo publicado originalmente en El Confidencial el 24 de marzo de 2020
Por Juan Laborda, Juan Carlos Barba y Stuart Medina
La historia de la humanidad demuestra que los únicos límites a los
que se enfrenta el ser humano son de índole física, matemática y/o
biológica. Sin embargo, las distintas estructuras de poder con que se ha
ido dotando a lo largo de la historia han acabado resultando efímeras,
perfectamente sustituibles, llegado el caso, por otras que permitan
afrontar mejor problemas aparentemente irresolubles. La
política económica que necesitamos para hacer frente a las adversidades que se derivan del
coronavirus Covid-19
requiere de una implosión controlada del actual sistema de gobernanza,
diseñado bajo una arquitectura que no está preparada para hacer frente
los 'shocks' económicos que se avecinan. Los políticos occidentales,
especialmente los europeos, deben decidir cómo quieren pasar a la
historia en la resolución de la recesión que se avecina, o como
Herbert Clark Hoover, o, esperemos, por el bien de todos, como
Franklin Delano Roosevelt.
El brote de
coronavirus va a poner de relieve la
interdependencia entre la demanda y la oferta
de la economía, generando una serie de 'shocks' distintos de los que
estamos acostumbrados, y ante los cuales la política económica actual no
sirve. Por un lado, el Covid-19
está generando un 'shock' de oferta, al dejar las empresas de producir porque
su fuerza de trabajo está en cuarentena
y no llegan algunos insumos clave. Este choque desde el lado de la
producción tendrá un impacto muy negativo en la demanda, ya que los
trabajadores despedidos
perderán ingresos y reducirán, en consecuencia,
sus gastos.
Pero, además, el coronavirus activa un segundo choque de demanda
separado. El temor y la incertidumbre que está inoculando la pandemia
harán que los
consumidores alteren sus patrones de gasto con
bastante rapidez. Ante estos 'shocks', la tarea de diseñar una
respuesta de política económica es bastante más compleja y apasionante.
La
concesión de avales para créditos y préstamos,
o la política monetaria no son la respuesta. Las empresas no pedirán
prestado si sus mercados se están colapsando. Los consumidores no podrán
aprovechar la existencia de tipos de interés más bajos si están
perdiendo sus empleos. Un tipo de cambio más bajo y una mayor
competitividad internacional no superarán la caída del gasto si la
crisis es generalizada. Si las empresas y las familias no pueden gastar,
y si el resto del mundo tampoco, usando la identidad de las balanzas
sectoriales de Wynne Godley,
solo el sector público tendrá la llave. El quid de la cuestión es cómo hacerlo, porque si no se hace adecuadamente, se corre el riesgo de
generar un deterioro en el balance de empresas y familias que acabe
transformando la recesión del Covid-19 en una gran depresión.
Es la hora del Tesoro y de Hacienda
Algunos se preguntarán si el pasado lunes
Pedro Sánchez no nos recordó demasiado a Hoover. Pero aún está a tiempo de proponernos otra propuesta que seguramente debería llevar el
déficit público
muy por encima de los límites del 3% recogidos en los tratados
europeos. Nuestros gobernantes deberían aprestarse para gestionar una
economía de guerra.
El hundimiento de amplios sectores de nuestra economía como
consecuencia de los cierres decretados —como, por ejemplo, el turismo o
la hostelería, la aviación o el industrial, cuyos canales de
distribución minoristas están cerrados desde hace una semana— obligará
al Estado a una
masiva transferencia de rentas a los hogares y a empresas, especialmente pymes.
La necesidad de desarrollar la capacidad de respuesta de nuestro sector sanitario obligará, también, a transformar la actividad de muchas empresas
—por ejemplo, para fabricar respiradores o kits de detección del
virus—, algo que no es viable sin la financiación o la demanda del
Gobierno. Incluso, una vez levantado el confinamiento, los daños
económicos serán tan cuantiosos que el Gobierno tendrá que plantearse un
gran programa de reconstrucción, así como la nacionalización de algunas empresas
—Iberia entre ellas—, incluida la creación de una corporación pública
para la recapitalización de las compañías con problemas, seguramente
algún posible banco privado. Obviamente, olvídense de la regla de gasto
aprobada recientemente por el Congreso de los Diputados, y, si me
apuran, cuando acabe la pandemia, por vía de urgencia, la primera
decisión de las Cortes debería ser abolir la Ley Orgánica de Estabilidad
Presupuesta y Sostenibilidad Financiera, y revertir la reforma
constitucional del artículo 135.
Muchos de ustedes estarán sin duda cuestionándose: ¿
de dónde sacaremos el dinero para financiar este déficit?
Para un Estado que dispone de soberanía monetaria, la respuesta es
trivial: el Tesoro daría una orden de transferencia al banco central,
quien simplemente realizaría un apunte contable cargando en la cuenta
que tiene el Tesoro en el banco central, y abonando en las cuentas que
mantienen los bancos comerciales en el mismo banco central, que es donde
las familias y empresas, beneficiarios últimos de la inyección de
dinero, mantienen sus depósitos. Para esta operación solo hace falta
utilizar un ordenador.
Lamentablemente,
no tenemos soberanía monetaria
y además hemos encadenado nuestro sistema fiscal y monetario con
numerosas restricciones institucionales. No disponemos de un banco
central porque renunciamos a él cuando entramos en el euro. Las normas
de los tratados europeos prohíben que el Tesoro abra descubiertos en su
cuenta del banco central. Por ese motivo,
el Tesoro está obligado a emitir deuda pública por importe aproximadamente equivalente al déficit público.